Sin duda alguna, uno de los rasgos determinantes –cuando adquieres un pequeño uso de razón- que predominan en la unión de una pareja es la ubicación geográfica. Me explico: si hay una chica que te gusta y con la que estarías dispuesto a empatarte, una de las cosas que procuras averiguar con suma exactitud es dónde diablos vive, cuáles son sus coordenadas, cuáles sus linderos espaciales. Para muchos, eso es vital para determinar –al menos espacialmente- el éxito o el fracaso de la relación. En dos platos.
Creo que cuando uno es adolescente y aún ostenta primorosas conductas, candorosas y románticas, las distancias no importan, por muy kilométricas que sean. En lugar de maldecirlas, uno las recorre gustoso en nombre del amor floreciente y las acaba considerando un inspirador sacrificio cuya recompensa no tiene precio calculable.
En los albores de mi época de púber de chemise azul y pantalón de gabardina, vivía en las afueras de la ciudad donde me crié; y me gustaba una chica del colegio cuya casa quedaba en el este de la ciudad, una zona conocida pero, en mi restringida cosmología juvenil, venía a ser algo así como la cumbre del último cerro del fin del mundo. Pero en lugar de fatigarme y descorazonarme la sola idea de desplazarme hasta esos dominios remotos, me infligía un espíritu de aventura que no he vuelto a tener.
Para visitar a esa niña tenía que tomar tres autobuses, amén de caminar “cuadras llaneras” en subida, lo cual le daba a mi causa afectiva el sello místico de una procesión. Qué importaban el cansancio, el jadeo –pues estaba bastante gordito-, el dolor de las batatas y la sed si al otro lado estaba esperándome la niña que me gustaba, con su pelo lacio y falda de pliegues. Una vez me puse a inventar y me llevé la bicicleta –esgrimiéndole la excusa a mi madre de que íbamos un grupo de amigos al Parque del Este-.
Como pequeño Ulises redivivo, pedaleé y pedaleé enloquecidamente hasta que llegué, transpirando, al inexpugnable fortín donde moraba la fulanita. Sin embargo, tanta epopeya no sirvió de nada. Ella estaba castigada por haber salido reprobada en Matemáticas y no la dejaron verme. Maldije a sus padres, maldije a las Matemáticas y regresé triste, apesumbrado, sobre la bicicleta, con los brazos cruzados arriba del manubrio y cantando en mal inglés un tema depre de Bon Jovi.
Y rememoro esa escena de los tiempos del acné porque, más que un simple episodio, creo que se convirtió, hoy por hoy, en un sello conductual. En vez de decidirme –como lo haría cualquiera, seguramente- por evitar esos periplos agónicos y ser menos purista y más radical, las que me dan el flechazo siempre están lejos de mi radio de acción –con algún punto coincidente, si, pero lejos de mi residencia-. Así, mis instintos pasionales cantan a rin pelado los boleros que pregonan sofismas como “Contigo a la distancia” o “Cruzaré los mares por ti”.
Seguro que en este momentos muchos me estarán tildando de loco, pendejo e insensato. “Idiota, amor de lejos, amor de pendejos y felices los cuatro”, con el argumento –tal vez válido- de que, con vivir a cinco o seis kilómetros de distancia, es suficiente para tener la sensación de pertenecer a mundos diferentes y, ergo, cobijar la sospecha de posibles infidelidades por parte de la otra persona.
Pero a ustedes les digo, en mi mundo de elefantes rosados, LSD y quimeras cumplidas, mi capacidad de amar es una total neófita de los espacios, millas y lejanías. Soy un total bruto de los factores concretos y prácticos. No culpo a los que tienen los argumentos anteriores, y hasta quizá tengan toda la razón. Pero este imbécil confeso se lanzaría siempre el polo de kilómetros enteros por un sólo un beso de su boca. Allí está el módulo de comentarios para que me descarguen, pero piensen ¿Si el amor real está en un punto específico, no vale ser honestos y llegar? Además, corro con la gran ventaja, a diferencia de otros puntos geográficos, de vivir en el país con la gasolina más barata del mundo, para envidia de los amantes de otras orbes.
Lástima que en este preciso instante estés tan lejos…
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