30.9.10

Dificil... deseable...


De chamo oía con entusiasmo una teoría demográfica que no sé si les suene familiar. Era una tesis muy optimista y prometedora que decía algo así como que “por cada hombre que existe en el mundo hay siete mujeres”. Para ese entonces, mi corta percepción y total sentido neófito de la geografía de campo me llevaba a creer que ‘el mundo’ estaba constituido únicamente por los dos espacios en donde mi vida diaria se desarrollaba: el colegio y el pueblo. Y en esas dos limitadas escenografías fue donde comenzó a desarrollarte mi infante expectativa por encontrar a la vuelta de la esquina a las siete féminas que estadísticamente me correspondían.

La realidad, por supuesto, se encargó de demostrarme que esa teoría popular no era nada más que un mito irresponsablemente divulgado; y que no solo no había siete mujeres para cada hombre, sino que bastante afortunado debería sentirse uno si llegaba a encontrar siquiera a una sola. Cosa rara si, intentando hacer un quizá fallido análisis sociológico del asunto, numéricamente, las proporciones entre varones y féminas parecen estar planteadas incluso al doble de lo que ese adagio postula. Por lo menos en este país, donde las mujeres se viven quejando –no sé si con razón o no, quizá sea buen tema para otro post- de que “no hay hombres en esta vaina”.

Es como si con el paso del tiempo el universo femenino se hubiese ampliado de una manera completamente abusiva. Recuerdo que, durante mi etapa en la universidad, por ejemplo, el segmento de chicas era amplísimo. Quizá no podría hacer una media para determinar si habría siete o más mujeres por cada hombre, pero se podía notar una apreciable cantidad de muchachas circulando por los pasillos.

Lo más increíble es que yo nunca saqué real provecho de ese tropel de veinteañeras disponibles que se deslizaban del modo más silvestre por los cafetines y los jardines. E introduzco este elemento porque ahora, en los albores de los próximos treinta, con la mayoría de mis amigos casados y dedicado al trabajo como un obseso, he caído en la conclusión de que el universo femenino al que tengo acceso no solo se ha reducido, sino que está sentenciado por mujeres sobre las que cae la maldita conjura de lo aparentemente prohibido. O están casadas, o están en divorcio, o tienen una situación difícil o como diría el Facebook “Es complicado”… algún elemento que no lo ponga tan sencillo. Y esas son las que me atrapan, las que que se quedan en mí, pensándolas en todos lados, las que me ponen a cazar fugazmente una mirada y pueblan mi cabeza de incógnitas acerca de lo que podría ser.

Creo que ha sido un asunto “histórico”, si tuviera que ponerle un calificativo. Recuerdo que en los tiempos de la chemisse azul, tenía sutiles pero connotadas fantasías con varias de mis profesoras. Debía haber parecido un imbécil: estático en medio de la pizarra, balbuceando cualquier respuesta, moviendo la cabeza como esos pavosos perritos de juguete que mueven la cabeza en un eterno mandibuleo y que los choferes de taxi colocan en el tablero del carro. Lo curioso, en este caso particular, era que cuando ya me convertía en ex alumno, y ya no tenían el poder de la calificación– perdían de inmediato el estatus de ‘interesante’. Vaya paradoja.

También me pasó con algunas primas. Mario Vargas Llosa se casó con su prima, pero no suele ocurrir comúnmente. Y dicen que “carne de prim@s...” , pero también dicen que los hijos de parejas de primos nacen con serias insuficiencias intelectuales (y a veces, cuando leo lo que escribo, me pregunto si mis papás no habrán sido, en realidad, íntimos primos hermanos). Afortunadamente, eso ya no me pasa.

Lo cierto es que el factor conductual se ha quedado presente. Y hoy por hoy, mientras más difíciles sean, creo que más me gustan. Y más me enamoro de ellas. Creo que es lo prohibido, lo oculto o lo misterioso, lo que lo hace más deseable. Y así, mientras que la contingencia te obliga a disimular, mantenerte oculto y, en público, tengas que obligarte a tratarlas con un punto de asexuada indiferencia; falsa paciencia y caballerosidad, ellas te tientan con miradas traviesas que pueden hacer que empieces a decir tonterías o incoherencias nerviosas. Y lejos de molestarme, o intentar descartarlas, me encanta. Más me amarro, más las deseo… más las extraño, ya sea en presencia y mucho más en ausencia. Ya recientemente lo comprobé… y aún lo siento.

Y aunque tenga que continuar poniéndole una señal de Stop a mis impulsos más primarios, le recomiendo se cuide, porque ya comienzan los últimos meses del año, donde todo se aligera, donde corren caudalosos ríos de alcohol, y son ocasiones perfectas para perder los estribos durante todo el año controlados y hacer todas las “maldades” inapropiadas. Quisiera prometerle que me seguiré comportando como un caballero, pero no sería leal ni consecuente con el chamo desubicado y temerario que también en mí habita.

Qué bueno que estés aquí…

17.9.10

Contigo en la distancia

Sin duda alguna, uno de los rasgos determinantes –cuando adquieres un pequeño uso de razón- que predominan en la unión de una pareja es la ubicación geográfica. Me explico: si hay una chica que te gusta y con la que estarías dispuesto a empatarte, una de las cosas que procuras averiguar con suma exactitud es dónde diablos vive, cuáles son sus coordenadas, cuáles sus linderos espaciales. Para muchos, eso es vital para determinar –al menos espacialmente- el éxito o el fracaso de la relación. En dos platos.

Creo que cuando uno es adolescente y aún ostenta primorosas conductas, candorosas y románticas, las distancias no importan, por muy kilométricas que sean. En lugar de maldecirlas, uno las recorre gustoso en nombre del amor floreciente y las acaba considerando un inspirador sacrificio cuya recompensa no tiene precio calculable.

En los albores de mi época de púber de chemise azul y pantalón de gabardina, vivía en las afueras de la ciudad donde me crié; y me gustaba una chica del colegio cuya casa quedaba en el este de la ciudad, una zona conocida pero, en mi restringida cosmología juvenil, venía a ser algo así como la cumbre del último cerro del fin del mundo. Pero en lugar de fatigarme y descorazonarme la sola idea de desplazarme hasta esos dominios remotos, me infligía un espíritu de aventura que no he vuelto a tener.

Para visitar a esa niña tenía que tomar tres autobuses, amén de caminar “cuadras llaneras” en subida, lo cual le daba a mi causa afectiva el sello místico de una procesión. Qué importaban el cansancio, el jadeo –pues estaba bastante gordito-, el dolor de las batatas y la sed si al otro lado estaba esperándome la niña que me gustaba, con su pelo lacio y falda de pliegues. Una vez me puse a inventar y me llevé la bicicleta –esgrimiéndole la excusa a mi madre de que íbamos un grupo de amigos al Parque del Este-.

Como pequeño Ulises redivivo, pedaleé y pedaleé enloquecidamente hasta que llegué, transpirando, al inexpugnable fortín donde moraba la fulanita. Sin embargo, tanta epopeya no sirvió de nada. Ella estaba castigada por haber salido reprobada en Matemáticas y no la dejaron verme. Maldije a sus padres, maldije a las Matemáticas y regresé triste, apesumbrado, sobre la bicicleta, con los brazos cruzados arriba del manubrio y cantando en mal inglés un tema depre de Bon Jovi.

Y rememoro esa escena de los tiempos del acné porque, más que un simple episodio, creo que se convirtió, hoy por hoy, en un sello conductual. En vez de decidirme –como lo haría cualquiera, seguramente- por evitar esos periplos agónicos y ser menos purista y más radical, las que me dan el flechazo siempre están lejos de mi radio de acción –con algún punto coincidente, si, pero lejos de mi residencia-. Así, mis instintos pasionales cantan a rin pelado los boleros que pregonan sofismas como “Contigo a la distancia” o “Cruzaré los mares por ti”.

Seguro que en este momentos muchos me estarán tildando de loco, pendejo e insensato. “Idiota, amor de lejos, amor de pendejos y felices los cuatro”, con el argumento –tal vez válido- de que, con vivir a cinco o seis kilómetros de distancia, es suficiente para tener la sensación de pertenecer a mundos diferentes y, ergo, cobijar la sospecha de posibles infidelidades por parte de la otra persona.

Pero a ustedes les digo, en mi mundo de elefantes rosados, LSD y quimeras cumplidas, mi capacidad de amar es una total neófita de los espacios, millas y lejanías. Soy un total bruto de los factores concretos y prácticos. No culpo a los que tienen los argumentos anteriores, y hasta quizá tengan toda la razón. Pero este imbécil confeso se lanzaría siempre el polo de kilómetros enteros por un sólo un beso de su boca. Allí está el módulo de comentarios para que me descarguen, pero piensen ¿Si el amor real está en un punto específico, no vale ser honestos y llegar? Además, corro con la gran ventaja, a diferencia de otros puntos geográficos, de vivir en el país con la gasolina más barata del mundo, para envidia de los amantes de otras orbes.

Lástima que en este preciso instante estés tan lejos…

7.9.10

Nunca me arrepentiré


¿Quién, en algún momento por pequeño que sea, no ha sentido que ha estado haciendo el ridículo en su legítimo propósito de enamorar o retener a alguien? ¿Quién no ha protagonizado, siquiera una vez, un episodio sentimental entre cómico, patético y absurdo? Todos tenemos memorizada nuestra propia colección de tonterías. Todos sabemos muy internamente de qué pendejadas conviene arrepentirse.

Sin embargo, en mi caso, debo confesar que esas tonterías son la forma en la cual habla mi plexo solar. Y nunca me ha gustado coartarle su libertad de expresión. Quizá hayan podido ser fastidiosas o fuera de lugar en muchas ocasiones –ofrezco disculpas si así fuere- pero es mi naturaleza impulsiva y mal portada. Pero no me arrepentiría de ninguna, y hoy intentaré matar el tiempo examinándolas, proyectándolas en mi cabeza como si fuera una película muda, en cámara lenta; cuadro por cuadro. Cierro los ojos, la película avanza en el ecran ficticio de mi cerebro y ahí estoy yo –siempre tan apresurado, tan kamikaze– sufriendo los estragos de mis más geniales estropicios amorosos.

No me arrepentiré nunca, por ejemplo, de haber abierto mi bocota para decir ‘te quiero, te adoro, te amo’ tan repetida e indiscriminadamente. No sé si será mejor dosificar esa expresión, ya el futuro me lo dirá pues, como dice García Márquez, la sabiduría llega cuando ya no nos sirve para nada. No me arrepentiré nunca de intentar –aunque de forma fallida- ser el enamorado perfecto, el chico Fisher Price que busca a su chica Hello Kitty. No me arrepentiré nunca de haber escrito semejantes desvaríos literarios –este blog es ejemplo de ello- y, en mis noches de soledad, haber compuesto, cantado, grabado y masterizado baladas francamente horrendas. No me arrepentiré nunca de mis celos. De sentirme un espía que espera el mejor momento para el ataque.

No me arrepentiré nunca de llenarte de escritos, de dejarte mensajes, de querer regalarte botellas de vino, de comprar películas fresa esperando verlas contigo, de haberme aprendido de memoria varios temas de Montaner (Dios, lo dije), de escribir miles de poemas, más de los estrictamente necesarios, de querer aprender a cocinar, cuando bien sé que soy un desastre delante de las ollas, las hornillas y las tablas de picar. No me arrepentiré de siempre buscar una forma de impresionarla, aunque a veces sienta que es una causa perdida. Ni de obsesionarme con tu presencia y querer forzar al destino a que juegue, aunque sea un rato, a mi favor.

Finalmente, nunca me arrepentiré de no arrepentirme, y sospecho que hay algo inútil detrás de estos 3.234 caracteres con espacios, según las leyes del inefable Word. Porque sé que mi naturaleza me hará repetirme, volver a embarrarla y regresar. Si hay alguna lección que aprender, nunca lo haré porque estoy realmente enamorado. Y quizá me castigue con grandilocuencia diciendo “pero cómo pude ser tan idiota de hacer eso”, pero en el fondo ya sé que, tarde o temprano, me envolveré en celofán y me pondré de encomienda a tu puerta una y otra vez, aunque el flete salga equivocado. Mi naturaleza así me lo demandará. Porque arrepentirse jamás será un mecanismo para expiar una culpa, sino una manera, divina por demás, de volver a equivocarse.

Te extraño

2.9.10

Me hace falta...

Una biblioteca; un lienzo y un pincel; más libros; un amor; menos sequia; un poco de lluvia; una esperanza; un cuaderno; una ilusión; escribir todos los días por lo menos una cuartilla; un lápiz; un perro; la sensación de volver a sentir; una camisa; un pantalón; actualizar este trasto de blog más seguido; la inspiración que me da; aquellos buenos recuerdos; dejar de lado las nimiedades que me asaltan sobretodo de noche; el momento en que perdí el camino; un jugo, galletitas chinas de la suerte; una curita; el día en que se supone te reencontraré, un beso tuyo....

Estoy encochinado...mejor comienzo por buscar café.