27.7.10

El Yo que quiero (y debo) ser


Confieso que cuando no logro reaccionar ante una situación con cabeza fría y verdadera conciencia, armo una pataleta y me marcho del sitio. Aunque he trabajado y creo que he avanzado mucho en el tener cabeza fría, aún sigue en mí la ¿buena o mala? costumbre de ensimismarme y poner a macerar mis sinsentidos. Camino sin rumbo, fumo más de la cuenta, canto lo que se me venga a la mente y termino tumbado en la cama en una especie de silencio sepulcral. De alguna manera, uno deja de ser uno, para convertirse en un ciego sin bastón ni perro guía, trastabillando de noche y al que le han robado el perolito de las monedas.

El hombre puede entrar en crisis por una mujer, por desgaste profesional, por falta de vocación o porque lo aplasta la intrascendencia del universo. Particularmente sólo he probado las dos primeras. (La vocación me acompaña a donde voy mientras que el universo y sus disparates se controlan con una botella y escribiendo cuentos.). Y siempre podrás desahogarlas todas con quien tú creas conveniente, sea cual sea la causa.

Pero, en mi caso particular, es que cuando yo estoy en crisis no logro hablar de ella, se forma un nudo en la garganta que aún no puedo evitar. Y así, cuando baja la marea, esa crisis se convierte en un insecto disecado después de muerto, y con mis uñas diminutas levanto el cuerpo invertebrado, lo llevo al microscopio para ver qué era eso que me picó tan fuerte, dejándome al borde de la baba, con la muñeca doblada a un costado de la cama y pidiéndole la hora al juez.

Ahora que estoy en calma puedo diseccionar el insecto. Es así de simple: no somos una leyenda. A mí lo que más me inquieta es la tranquilidad sinuosa que sobreviene después de la tormenta. ¿Qué la trae, por qué sanamos? En medio de la crisis nadie apuesta una moneda por la paz: la crisis parece interminable, sí, porque el dolor está más vivo que uno. Pero después ocurre algo, un ruido interno como el interruptor del motor de una bomba de agua, dejando un silencio reparador.

Y las cosas vuelven a tener cordura entonces. Son los mismos sinsentidos de siempre, los habituales, pero algo los hace resplandecer otra vez después de una crisis: las ganas de escribir, caminar sólo, tomarte un trago. Todo eso ha estado siempre, agazapado a los costados de la crisis. Nunca había desaparecido, es cierto, pero era invisible; o mejor: era poco. Más aún puedes sentir esto cuando quieres demasiado. Cuando lo tienes, la felicidad es adictiva, pero si está ausente, el desgarro es verdadero y duele.

Saltando de crisis en crisis, supe que lo mejor es hacerme consciente de ellas. Entre los sanguchitos y la kolita, en la mochila para el paseo sé que debo llevar el paraguas. Saltando de crisis en crisis, aprendí a tener siempre a mano el botiquín de primeros auxilios, algo por si tiendes a perder la cordura y vuelve a posarse una nube negra en tu cabeza. Igual eso no es preventivo de nada: igual la nube puede estar en la esquina siguiente, pero por lo menos uno se cree más consciente, más razonable, más maduro.

Yo estoy tratando de perfeccionar estas tres actitudes. No me salen siempre (para qué mentirnos entre nosotros), pero sí he avanzado porque vale la pena. Y con eso me basto para seguir cerca, en la vía, con la camisa ligera y la sonrisa merecida siempre en los labios. Porque no quiero dejar de ser el Yo que se conoce, el que se quiere, el que quiero y el debo ser.

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