29.7.10

Inamovibles de mi lista

Una tarde en mi pre adolescencia, cansado de que mi madre me pegara por ser malo, vago y mentiroso —esto fue alrededor de mis doce años—, hice una lista de todas las personas buenas o trascendentes que conocía, y empecé a desconfiar de ellas. Yo tenía una teoría, o más bien una esperanza: sospechaba que ningúna persona era capaz de ser maravillosa todo el tiempo y para siempre. Nadie podía dejarte una huella imborrable por tanto tiempo, por lo menos esa era mi teoría, y lo arduo de la bondad no era el esfuerzo por perseguirla. Todo matizado con un halo de rencor y rebeldía, un odio sin causa que me llevaba a hacer cosas vandálicas en lo que consideraba venganzas justificadas.

En ese tiempo, en mi lista de personas maravillosas estaban mi abuela, que siempre me dejaba plata para comprar dulces y me dejaba meter el dedo en la crema de los suspiros cuando cocinaba, el cura Pablo, que siempre nos daba buenos consejos en los campamentos y era muy chistoso y la profesora María Teresa; mi profesora de sexto grado, que siempre me consentía y me ponía de ejemplo en la clase. Como ven, mi calibración de la bondad era extremadamente efímera. Lo cierto es que, todos los demás seres humanos conocidos por mí, en persona o de vista, algo malo habían hecho; ya habían resbalado alguna vez, igual que yo. Incluso mi padre, que si bien era bastante bueno porque nunca me había pegado, dos por tres me escatimaba dinero por el puro placer de verme pobre y en desventaja moral.

La existencia de esta lista de personas maravillosas, sin embargo, me angustiaba. Miraba el top three a cada rato, con admiración y vergüenza. Necesitaba quitarlos del medio, conocer sus debilidades y descubrir su costado horrendo para poder tacharlos del papel. Debían desaparecer de la lista uno por uno, hasta que no hubiese ningún bueno haciendo sombra a mi alrededor. Mi idea era simple: si el ser humano, sin excepciones y al por mayor, ya venía estropeado de fábrica, entonces mi maldad sería un pecado minorista, una perversión del producto final, de la raza entera, y no un fusible defectuoso de mi fútil carácter pre adolescente.

El primero en bajarse de la lista fue el cura Pablo. Cuando en todo el pueblo comenzó a correr la bola que les metía mano a las muchachas del campamento. Sentí alegría de poder quitar —¡por fin!— a alguien de mi espantosa lista de los maravillosos. Fue gloriosa la tarde en que taché, con tinta roja, el nombre del cura bueno que ya no lo era tanto. Y mi respuesta ante la acción del cura fue manchar, con unos amigos, las paredes de la parroquia con los nombres de las niñas que presuntamente había manoseado, e improperios súbidos de tono (donde, si hubiera usado "pederasta" hubiera sido todo un halago). Nunca se enteraron de nuestra acción, pero por mucho tiempo la gente del pueblo estuvo buscando a los "delincuentes" que hicieron semejante perjuicio a la iglesia. Con el tiempo se comprobó que el cura Pablo era inocente de todo, pero la maldad estaba hecha.

Ahora quedaban dos nombres solamente en el papel. Sí señor: había más posibilidades de que la maldad fuera un destino común, y no mío. Para festejar esta variable, fui todavía más malo, más vago y un mentiroso muy perfeccionista.

La segunda en "caer" fue mi profesora María Teresa. Eran los tiempos en los que comenzaba a fumar y la espigada y consentidora profesora me había pillado fumando escondido detrás de las canchas del colegio con los más mala conducta del salón. Ámbos cruzamos las miradas, ella con su cara de decepción y yo tratando de aguantar la bocanada. Creí que no trascendería de allí, total, la profesora siempre me consentía. El balde de agua fría cayó cuando mi madre en la sala de la casa me reclamaba por qué estaba fumando y todos los perjuicios que eso traía para mi edad. Nunca volví a mirar igual a la profesora: le pinché los cauchos del carro y -lo confieso- hasta lo oriné. Volví a aplicar la de los graffitis indecentes y hasta comencé a correr el chisme de que estaba saliendo con otro profesor del colegio, cosa por la que casi la botan. Lo que fue un acto de interés en mi bienestar por parte de la profesora, terminó siendo en mi rebelde pre adolescencia una afrenta que terminó con toda una relación de confianza.

Avanzaron unos años, entré en la adolescencia y comencé a ser cada vez mas irracional y rebelde. Empecé a beber, a descreer de mis padres, a mentir sin culpa, a escaparme de clases, a engañar señoritas con cuentos falsos. Ya era casi un hombre y mi teoría de la gente maravillosa estaba trastabillando mis intensiones de ser un buen hijo y una mejor persona.

Fue un acontecimiento el que me hizo redescubrir nuevos matices en mi insolente rebeldía.
Cierto día estábamos en casa de una amiga de mi madre. Mientras ellas conversaban en otra habitación, vi un billete grande sobre el televisor. Era un papel verde y un número de tres ceros, en aquel entonces, un billete de mucho valor. La sensación fue indescriptible. Más tarde, en casa, el billete me quemaba las manos. Entonces salí a la calle y me lo gasté en una docena de pequeñas estupideces mecánicas o comestibles que por la noche, claro, no pude justificar.

Mis padres supieron, al ver el botín, que yo había robado, pero no lograban que les dijera a quién. Yo estaba mudo y feliz en mi coraza de maldad. Entonces mi madre, que nació para policía pero se quedó como comerciante, llegó a mi habitación con el Nintendo Asiático –que en ese entonces era la sensación- en sus manos.

-O me dices a quién le robaste la plata o rompo ésta vaina.

—¿Y si te lo digo, qué? —quise saber.

Pides perdón a quien se lo robaste y mantendrás entera la cosa ésta

El trato no estaba mal, pero yo no podía ser bueno, ni siquiera cuando me lo ponían en bandeja. La bondad era también, ante todo, una vergüenza. Entonces resolví seguir siendo malo hasta las últimas consecuencias. Decidí pedirle perdón a un inocente:

La plata se la robé a la abuela—mentí.

Mi padre me dio un billete idéntico y ambos me llevaron a la rastra a la casa de mi abuela, a la que tuve que explicarle un robo falso que no había ocurrido en su casa, ni del que ella había sido víctima. La vieja, en lugar de mostrarse sorprendida por la noticia, abrió su monedero, dijo que sí, que efectivamente le faltaban dos mil bolívares, y aceptó el dinero. También mis disculpas llorosas. Después, con ojos pícaros guardó el billete en su delantal, el billete ajeno, y me guiñó un ojo. Al día siguiente se había comprado unos utensilios de cocina.

Fue casi poético eliminarla de la lista. Mi abuela también era mala, pero había decidido serlo para salvarme. Y me había salvado, sin ella saberlo, doblemente. La quité de la lista de los maravillosos eternos pero la puse en un lugar mejor, y para siempre. Hoy en día, pienso lo magistral que fue para enseñarme que, en ocasiones, los actos que pueden parecer afrentosos o que no entendemos, pueden venir revestidos de cariño e interés real. En tosco envase, aprendí, se puede conseguir vino de buena calidad.

Así, al crecer y rodar en la vida, uno va descubriendo nuevas cosas de las cuáles en tiempos púberes -o por los menos en los míos- eran imposibles de conceptualizar. La solidaridad, la amistad, el compañerismo, el justo regaño cuando es verdaderamente necesario, el consejo oportuno y el amor, el más enrevesado de todos los sentimientos, pero que depende de la óptica donde se mira y siempre te deja una huella de enseñanza.

Hoy la lista sigue siendo corta, pero más sólida. En ella está mi madre que, con todos sus regaños eventuales, me enseña todos los días a mirar con optimismo y valentía las vicisitudes de la vida; dos amigos sinceros que, aunque no sean compinches, siempre han tenido la palabra oportuna que ha puesto el dedo en la llaga de mis errores; y una mujer que, con todo lo complicado que ha sido nuestros encuentros y lo a veces inexplicable de sus ausencias -creo que alborota esas cenizas de rebelde adolescente que aún quedan-, rescató en mi una pasión que creía perdida entre tantos altibajos, me ha enseñado que el amor es un sentimiento transformador y transmutador, que deja huellas, se le rinde honores y que hace volar...cómo aún lo sigue haciendo.

A ninguno de ellos les rayaré las paredes, ni les pincharé los cauchos, ni les levantaré falso testimonio. Lo que sí quizá pueda hacer es que les robe, les robe abrazos encadenantes, con la convicción de que seguirán inamovibles de mi lista.

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