De chamo oía con entusiasmo una teoría demográfica que no sé si les suene familiar. Era una tesis muy optimista y prometedora que decía algo así como que “por cada hombre que existe en el mundo hay siete mujeres”. Para ese entonces, mi corta percepción y total sentido neófito de la geografía de campo me llevaba a creer que ‘el mundo’ estaba constituido únicamente por los dos espacios en donde mi vida diaria se desarrollaba: el colegio y el pueblo. Y en esas dos limitadas escenografías fue donde comenzó a desarrollarte mi infante expectativa por encontrar a la vuelta de la esquina a las siete féminas que estadísticamente me correspondían.
La realidad, por supuesto, se encargó de demostrarme que esa teoría popular no era nada más que un mito irresponsablemente divulgado; y que no solo no había siete mujeres para cada hombre, sino que bastante afortunado debería sentirse uno si llegaba a encontrar siquiera a una sola. Cosa rara si, intentando hacer un quizá fallido análisis sociológico del asunto, numéricamente, las proporciones entre varones y féminas parecen estar planteadas incluso al doble de lo que ese adagio postula. Por lo menos en este país, donde las mujeres se viven quejando –no sé si con razón o no, quizá sea buen tema para otro post- de que “no hay hombres en esta vaina”.
Es como si con el paso del tiempo el universo femenino se hubiese ampliado de una manera completamente abusiva. Recuerdo que, durante mi etapa en la universidad, por ejemplo, el segmento de chicas era amplísimo. Quizá no podría hacer una media para determinar si habría siete o más mujeres por cada hombre, pero se podía notar una apreciable cantidad de muchachas circulando por los pasillos.
Lo más increíble es que yo nunca saqué real provecho de ese tropel de veinteañeras disponibles que se deslizaban del modo más silvestre por los cafetines y los jardines. E introduzco este elemento porque ahora, en los albores de los próximos treinta, con la mayoría de mis amigos casados y dedicado al trabajo como un obseso, he caído en la conclusión de que el universo femenino al que tengo acceso no solo se ha reducido, sino que está sentenciado por mujeres sobre las que cae la maldita conjura de lo aparentemente prohibido. O están casadas, o están en divorcio, o tienen una situación difícil o como diría el Facebook “Es complicado”… algún elemento que no lo ponga tan sencillo. Y esas son las que me atrapan, las que que se quedan en mí, pensándolas en todos lados, las que me ponen a cazar fugazmente una mirada y pueblan mi cabeza de incógnitas acerca de lo que podría ser.
Creo que ha sido un asunto “histórico”, si tuviera que ponerle un calificativo. Recuerdo que en los tiempos de la chemisse azul, tenía sutiles pero connotadas fantasías con varias de mis profesoras. Debía haber parecido un imbécil: estático en medio de la pizarra, balbuceando cualquier respuesta, moviendo la cabeza como esos pavosos perritos de juguete que mueven la cabeza en un eterno mandibuleo y que los choferes de taxi colocan en el tablero del carro. Lo curioso, en este caso particular, era que cuando ya me convertía en ex alumno, y ya no tenían el poder de la calificación– perdían de inmediato el estatus de ‘interesante’. Vaya paradoja.
También me pasó con algunas primas. Mario Vargas Llosa se casó con su prima, pero no suele ocurrir comúnmente. Y dicen que “carne de prim@s...” , pero también dicen que los hijos de parejas de primos nacen con serias insuficiencias intelectuales (y a veces, cuando leo lo que escribo, me pregunto si mis papás no habrán sido, en realidad, íntimos primos hermanos). Afortunadamente, eso ya no me pasa.
Lo cierto es que el factor conductual se ha quedado presente. Y hoy por hoy, mientras más difíciles sean, creo que más me gustan. Y más me enamoro de ellas. Creo que es lo prohibido, lo oculto o lo misterioso, lo que lo hace más deseable. Y así, mientras que la contingencia te obliga a disimular, mantenerte oculto y, en público, tengas que obligarte a tratarlas con un punto de asexuada indiferencia; falsa paciencia y caballerosidad, ellas te tientan con miradas traviesas que pueden hacer que empieces a decir tonterías o incoherencias nerviosas. Y lejos de molestarme, o intentar descartarlas, me encanta. Más me amarro, más las deseo… más las extraño, ya sea en presencia y mucho más en ausencia. Ya recientemente lo comprobé… y aún lo siento.
Y aunque tenga que continuar poniéndole una señal de Stop a mis impulsos más primarios, le recomiendo se cuide, porque ya comienzan los últimos meses del año, donde todo se aligera, donde corren caudalosos ríos de alcohol, y son ocasiones perfectas para perder los estribos durante todo el año controlados y hacer todas las “maldades” inapropiadas. Quisiera prometerle que me seguiré comportando como un caballero, pero no sería leal ni consecuente con el chamo desubicado y temerario que también en mí habita.
Qué bueno que estés aquí…