Mi último zapping madrugador, cada vez más recurrente y que se ríe de la infusión de Rosa Jamaica, la valeriana y de los antihistamínicos fue tomado por el grandioso y envejecido Sabina canturreando la que para mí es una de sus canciones más logradas: Princesa, cuya letra es un calco de un drama quizá para muchos recurrente y en que hoy pongo el dedo en mis propias llagas. Bien vale el esfuerzo luego de que el señor de Úbeda me diera bofetadas con el cuento de la chica que, aunque ya bordea la base tres, aún persiste en actuar como una alborotada e irresponsable veinteañera.
Eso en sí mismo –sufrir el trastorno de la adolescencia tardía– no me merece mayores reparos. Incluso a veces yo mismo me achaco la teórica incoherencia de estar casi llegando a la treintena y comportarme despistadamente como un desubicado carajito de 18. Y más fregado es cuando esa supuesta inmadurez va acompañada de un inaudito y sistemático método para batallar con el drama de la incorrespondencia o de la imposibilidad.
Pongamos las barbas en remojo. Muchas son las relaciones –quizá haya usted estado inmerso en una de ellas- donde una de las partes es gran animador de la fiesta: el romántico, el desinteresado, el incondicional, el fiel, el detallista; es decir, lo que para cualquiera–en el falso plano austral-romántico- vendría a ser el enamorado/a perfecto/a –o, para algunos, quizá el/la perfecto/a idiota-. El que se desvive para proporcionar comodidad al otro. Muchos hasta reprimen su clásica hiperactividad y cambian de hábito, envolviéndose en ropajes de comedidos y zanahorias, aunque nunca lo hayan sido.
Resulta curioso cuando, a veces sin querer, se alteran aspectos de la forma de ser solo para preservar la armonía. Si eso lo pone feliz y la pareja vale el sacrificio, pues bienvenidos sean los ajustes, el control, la autocensura y las variaciones de personalidad. El problema está cuando la pareja no es correspondiente, o es complicada. Allí sus instintos serán castigados con temporadas indefinidas de "break" que pueden hacer sufrir.
En una relación siempre hay un miembro de la pareja que tiene la sartén por el mango y que, cuando es consciente de eso, pues se termina aprovechando de que la balanza esté inclinada a su favor. Es difícil que dos personas se enamoren con la misma intensidad. Lo regular es que haya uno que seduce y otro que se deja seducir; uno que traza los planes y otro que los acata; uno que domina y otro que es dominado; uno que quiere más y otro que quiere distinto.
Muchos son los casos cuando uno de los dos –por variadas razones- lleva la voz cantante, la que decide cuándo salir, cuándo bailar, cuándo ir al cine. En muchos casos, las razones se convierten en verdades solo para no verse en la obligación de encararse. “No cabe duda que es verdad que la costumbre…” decía la balada ranchera. Aquí el amor raya en un entramado de dudas, caprichos e inconsistencias. Uno frega al otro, y con un llamado de atención, vuelve a ablandarse.
Es horrible la palabra "empepado", pero hasta que el lenguaje no encuentre una jerga menos vulgar que la reemplace de manera convincente, pues tendremos que seguir apelando a ella designar casos como éstos, tan vividos, tan comunes. Y duele más cuando se llega a vivir atado a una cama y al sueño optimista de que algún día eso se convierta en algo más real, más verdadero, más humano.
Quienes hemos pasado alguna vez por el terrible rito de la contrición amorosa y hemos apelado a esas peticiones sabemos lo duro que es esperar a alguien que se quede contigo y recibir a cambio tan solo una devastadora mirada de lástima, o una caricia de compasión o, peor, un tibio beso en la frente.
Espero que sean pocos –entre los pocos lectores de este trasto de blog- los que hayan identificado con esto. Para ellos, la fortaleza del gran Sabina quien cantaba “ya es demasiado tarde”. Qué valga para mí igual, de una u otra manera
Peor, que todo eso que nombraste, es recibir tan solo, silencios.
ResponderEliminarMe confieso, yo siempre fui la que llevó las de perder. Tenía tendencia a desear hasta el cansancio, los imposibles, y cuando no salían bien...ay Dios, mejor decir aquí corrío que aquí quedó.
La madurez que dá la experiencia (no así la edad), hacen que se vean las cosas con más objetividad. Ahora sé que el pasado es para aprender, no para vivir en él.