4.4.10

El poder de las Amazonas



Nunca subestimes a una mujer. Nunca presumas con ella de tener el dominio de la situación, o la sartén por el mango. Nunca se te ocurra tener la seguridad que, si ella está de ida, tú ya estás de regreso. Nunca des por sentado que, por tener más años, más experiencia, más recorrido o más mundo, le llevas cancha. Nunca creas que fuiste tú el que la conquistó, o el que la tiene comiendo de tu mano. Nunca siquiera sospeches que ella depende emocionalmente de ti, que sin ti no viviría. Nunca. Ni un poquito.

En todos esos casos, lo más probable –lo único probable, en realidad- es que ella esté permitiendo que te lo creas.

En estas noches de Semana Santa metido en casa, mi tía –luego de decirme que se iba de viaje y que buscara que comer durante el resto de la semana-, creo que para contentarme me dijo: “vamos a ver esta película que me prestaron”. Tomo la caja y leo el título: “Ten Tiny Love Stories” (Diez pequeñas historias de amor) de Rodrígo García (para más luces e intriga, el hijo del Gabo García Márquez) “Me dijo Marta –su comadre de cartas y bingo- que es buenísima. Vente pa ca’ y pónmela ahí en el DVD”.

Confieso que con algo de mala gana le puse la película y me senté en el piso calculando ver sólo unos minutos, hacerme el paisano y perderme, pero la verdad no pude dejar de verla hasta el final: diez monólogos de aproximadamente diez minutos cada uno. Uno mejor que el otro. Uno más revelador e hijodeputa que el otro. Y al finalizar me sentí en el mismo sitio donde empecé a ver la película: en el piso.

Y es que no puedes ser el mismo después de escuchar como diez mujeres te despellejan, sin hacer otra cosa que hablarle a la cámara, tratando al espectador como un analista, o mejor aún, como un espejo que no tiene más remedio que oír sus pensamientos, sus indiscreciones en carne viva, sus mentiras más recurrentes, sus ideas más cochinas, sus conclusiones más definitivas. Ellas están ahí, como hablando solas, y tú las oyes, y te sientes un salío, un espía, un detective. En verdad, te sientes como ellas quieren que te sientas. Ellas solo desean saciar la urgencia de vomitar sus vivencias, y con un bien hecho primer plano cerrado te hacen creer que tú, pobre tonto, has sido el elegido para escucharlas.

Aunque cada sección y parlamento son diferentes, todas las protagonistas comparten un rasgo: son dueñas y artífices de la situación que narran. Las cosas buenas y malas que han vivido al lado de hombres ocurrieron porque, en algún punto, ellas dejaron que ocurran. Ellas dieron su conformidad, su autorización, su luz verde, su visto bueno, dieron el OK. Si salieron jodidas o dichosas, esa es otra historia.

Y me fui a la cama a amasar esa idea: los hombres históricamente hemos subestimado a las mujeres. Hemos crecido creyendo que podemos hipnotizarlas, seducirlas, hacerles caminar por la raya amarilla que divide los rieles y nuestras conveniencias. Hasta hemos crecido creyendo que podemos hacerlas permanecer a nuestro lado aún en contra de su voluntad.

Sin embargo, me da la impresión de que parte de la sabiduría femenina consiste en hacernos sentir que somos necesarios. Ese es su gran talento. Su gran poder. Así como nos ensalzan y nos miman para que mantengamos el ego inflado como globo de helio, también pueden, si les parece, extraer una aguja imaginaria, pincharnos el alma, y mandarnos al carajo. Y lo logran con la certeza de un relojero. Ellas solo necesitan operar correctamente los circuitos cerebrales y decir tres o cuatro cosas para desacomodarnos y vencer nuestra resistencia. “El hombre propone y la mujer dispone”, ¡vaya que frase más cierta!

Y es que es cierto: los hombres siempre vamos a estar dispuestos a todo, siempre vamos a tener ganas de hacer cosas. Ganas de salir, de chupar, de besuquear, ganas de acostarnos, ganas de portarnos “mal”. Parte de nuestra misión cultural es ofrecer nuestros servicios de machos galantes. Prueba de eso es que, desde tiempos inmemoriales, somos nosotros los encargados de hacer las grandes preguntas, pero son ellas las que están en el lugar de decidir y redondear las ansiadas respuestas. Son ellas las que atajan o permiten nuestros avances, según su humor y su termostato.

¿Cómo te llamas? ¿Quieres bailar? ¿Te animas a salir? ¿Me das tu teléfono? ¿A qué hora paso por ti? ¿Quieres ir conmigo al cine? ¿Quieres estar conmigo? ¿Quieres ser mi enamorada? ¿Quieres ser mi esposa? ¿Te casarías conmigo? ¿Y cómo es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti? ¿De dónde coño es? ¿A qué mierda dedica el tiempo libre?

Desde siempre he podido conocer los intríngulis del gremio: machos vernáculos tratando infructuosamente de controlar a alguna, atacando a sus víctimas en manadas, murmurando necedades y rebotando a los pocos segundos. Algunos hasta intentan besarlas y a cambio reciben cachetadas, insultos, desplantes.

En cambio, nunca he visto a un chico negándose a besar a una mujer que de pronto se lo pide. Nunca he sabido de ningún muchacho que haya rechazado la invitación de una señorita para pasar una noche juntos, o que se haya horrorizado ante una propuesta en teoría indecente. Pero, venga de quién venga la propuesta, depende de ellas que eso ocurra, no de nosotros los varones. Siempre depende de ellas. De que ellas quieran, de que ellas acepten, de que a ellas les provoque. Y lo curioso es que, aunque te den la vuelta, a veces sí les provoca.

Los monólogos de la película me dejaron intranquilo. Me empezó a doler la barriga luego de verlos. El hecho es que los testimonios eran alucinantes: mujeres que simulan orgasmos; mujeres que fingen querer; mujeres que dejan que los hombres entren a sus vidas, y que incluso pasen por ellas, pero calculando lo suficiente como para que no lleguen a ser fundamentales. Lo que me quedó más claro después de esa hora y media fue que, si alguien lleva las riendas de las relaciones sentimentales, esas son las mujeres. Y no me refiero a las riendas superficiales, sino a las emocionales. El corazón de la mujer es un macizo bloque de cristal; el del hombre, en cambio, es una mazamorra, un puré de papas inconsistente.

Los hombres damos risa. Creemos que piloteamos el avión de nuestro destino, pero son ellas, las mujeres, las que deciden el rumbo de todas las naves. Si nosotros decimos que llevamos los pantalones, son ellas las que tienen la correa. Ellas son más fuertes, quizá no en lo físico, pero sí en lo cerebral y en lo anímico.

Y lo asumo, y lo disfruto con mucho placer y dignidad.

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