29.7.10

Inamovibles de mi lista

Una tarde en mi pre adolescencia, cansado de que mi madre me pegara por ser malo, vago y mentiroso —esto fue alrededor de mis doce años—, hice una lista de todas las personas buenas o trascendentes que conocía, y empecé a desconfiar de ellas. Yo tenía una teoría, o más bien una esperanza: sospechaba que ningúna persona era capaz de ser maravillosa todo el tiempo y para siempre. Nadie podía dejarte una huella imborrable por tanto tiempo, por lo menos esa era mi teoría, y lo arduo de la bondad no era el esfuerzo por perseguirla. Todo matizado con un halo de rencor y rebeldía, un odio sin causa que me llevaba a hacer cosas vandálicas en lo que consideraba venganzas justificadas.

En ese tiempo, en mi lista de personas maravillosas estaban mi abuela, que siempre me dejaba plata para comprar dulces y me dejaba meter el dedo en la crema de los suspiros cuando cocinaba, el cura Pablo, que siempre nos daba buenos consejos en los campamentos y era muy chistoso y la profesora María Teresa; mi profesora de sexto grado, que siempre me consentía y me ponía de ejemplo en la clase. Como ven, mi calibración de la bondad era extremadamente efímera. Lo cierto es que, todos los demás seres humanos conocidos por mí, en persona o de vista, algo malo habían hecho; ya habían resbalado alguna vez, igual que yo. Incluso mi padre, que si bien era bastante bueno porque nunca me había pegado, dos por tres me escatimaba dinero por el puro placer de verme pobre y en desventaja moral.

La existencia de esta lista de personas maravillosas, sin embargo, me angustiaba. Miraba el top three a cada rato, con admiración y vergüenza. Necesitaba quitarlos del medio, conocer sus debilidades y descubrir su costado horrendo para poder tacharlos del papel. Debían desaparecer de la lista uno por uno, hasta que no hubiese ningún bueno haciendo sombra a mi alrededor. Mi idea era simple: si el ser humano, sin excepciones y al por mayor, ya venía estropeado de fábrica, entonces mi maldad sería un pecado minorista, una perversión del producto final, de la raza entera, y no un fusible defectuoso de mi fútil carácter pre adolescente.

El primero en bajarse de la lista fue el cura Pablo. Cuando en todo el pueblo comenzó a correr la bola que les metía mano a las muchachas del campamento. Sentí alegría de poder quitar —¡por fin!— a alguien de mi espantosa lista de los maravillosos. Fue gloriosa la tarde en que taché, con tinta roja, el nombre del cura bueno que ya no lo era tanto. Y mi respuesta ante la acción del cura fue manchar, con unos amigos, las paredes de la parroquia con los nombres de las niñas que presuntamente había manoseado, e improperios súbidos de tono (donde, si hubiera usado "pederasta" hubiera sido todo un halago). Nunca se enteraron de nuestra acción, pero por mucho tiempo la gente del pueblo estuvo buscando a los "delincuentes" que hicieron semejante perjuicio a la iglesia. Con el tiempo se comprobó que el cura Pablo era inocente de todo, pero la maldad estaba hecha.

Ahora quedaban dos nombres solamente en el papel. Sí señor: había más posibilidades de que la maldad fuera un destino común, y no mío. Para festejar esta variable, fui todavía más malo, más vago y un mentiroso muy perfeccionista.

La segunda en "caer" fue mi profesora María Teresa. Eran los tiempos en los que comenzaba a fumar y la espigada y consentidora profesora me había pillado fumando escondido detrás de las canchas del colegio con los más mala conducta del salón. Ámbos cruzamos las miradas, ella con su cara de decepción y yo tratando de aguantar la bocanada. Creí que no trascendería de allí, total, la profesora siempre me consentía. El balde de agua fría cayó cuando mi madre en la sala de la casa me reclamaba por qué estaba fumando y todos los perjuicios que eso traía para mi edad. Nunca volví a mirar igual a la profesora: le pinché los cauchos del carro y -lo confieso- hasta lo oriné. Volví a aplicar la de los graffitis indecentes y hasta comencé a correr el chisme de que estaba saliendo con otro profesor del colegio, cosa por la que casi la botan. Lo que fue un acto de interés en mi bienestar por parte de la profesora, terminó siendo en mi rebelde pre adolescencia una afrenta que terminó con toda una relación de confianza.

Avanzaron unos años, entré en la adolescencia y comencé a ser cada vez mas irracional y rebelde. Empecé a beber, a descreer de mis padres, a mentir sin culpa, a escaparme de clases, a engañar señoritas con cuentos falsos. Ya era casi un hombre y mi teoría de la gente maravillosa estaba trastabillando mis intensiones de ser un buen hijo y una mejor persona.

Fue un acontecimiento el que me hizo redescubrir nuevos matices en mi insolente rebeldía.
Cierto día estábamos en casa de una amiga de mi madre. Mientras ellas conversaban en otra habitación, vi un billete grande sobre el televisor. Era un papel verde y un número de tres ceros, en aquel entonces, un billete de mucho valor. La sensación fue indescriptible. Más tarde, en casa, el billete me quemaba las manos. Entonces salí a la calle y me lo gasté en una docena de pequeñas estupideces mecánicas o comestibles que por la noche, claro, no pude justificar.

Mis padres supieron, al ver el botín, que yo había robado, pero no lograban que les dijera a quién. Yo estaba mudo y feliz en mi coraza de maldad. Entonces mi madre, que nació para policía pero se quedó como comerciante, llegó a mi habitación con el Nintendo Asiático –que en ese entonces era la sensación- en sus manos.

-O me dices a quién le robaste la plata o rompo ésta vaina.

—¿Y si te lo digo, qué? —quise saber.

Pides perdón a quien se lo robaste y mantendrás entera la cosa ésta

El trato no estaba mal, pero yo no podía ser bueno, ni siquiera cuando me lo ponían en bandeja. La bondad era también, ante todo, una vergüenza. Entonces resolví seguir siendo malo hasta las últimas consecuencias. Decidí pedirle perdón a un inocente:

La plata se la robé a la abuela—mentí.

Mi padre me dio un billete idéntico y ambos me llevaron a la rastra a la casa de mi abuela, a la que tuve que explicarle un robo falso que no había ocurrido en su casa, ni del que ella había sido víctima. La vieja, en lugar de mostrarse sorprendida por la noticia, abrió su monedero, dijo que sí, que efectivamente le faltaban dos mil bolívares, y aceptó el dinero. También mis disculpas llorosas. Después, con ojos pícaros guardó el billete en su delantal, el billete ajeno, y me guiñó un ojo. Al día siguiente se había comprado unos utensilios de cocina.

Fue casi poético eliminarla de la lista. Mi abuela también era mala, pero había decidido serlo para salvarme. Y me había salvado, sin ella saberlo, doblemente. La quité de la lista de los maravillosos eternos pero la puse en un lugar mejor, y para siempre. Hoy en día, pienso lo magistral que fue para enseñarme que, en ocasiones, los actos que pueden parecer afrentosos o que no entendemos, pueden venir revestidos de cariño e interés real. En tosco envase, aprendí, se puede conseguir vino de buena calidad.

Así, al crecer y rodar en la vida, uno va descubriendo nuevas cosas de las cuáles en tiempos púberes -o por los menos en los míos- eran imposibles de conceptualizar. La solidaridad, la amistad, el compañerismo, el justo regaño cuando es verdaderamente necesario, el consejo oportuno y el amor, el más enrevesado de todos los sentimientos, pero que depende de la óptica donde se mira y siempre te deja una huella de enseñanza.

Hoy la lista sigue siendo corta, pero más sólida. En ella está mi madre que, con todos sus regaños eventuales, me enseña todos los días a mirar con optimismo y valentía las vicisitudes de la vida; dos amigos sinceros que, aunque no sean compinches, siempre han tenido la palabra oportuna que ha puesto el dedo en la llaga de mis errores; y una mujer que, con todo lo complicado que ha sido nuestros encuentros y lo a veces inexplicable de sus ausencias -creo que alborota esas cenizas de rebelde adolescente que aún quedan-, rescató en mi una pasión que creía perdida entre tantos altibajos, me ha enseñado que el amor es un sentimiento transformador y transmutador, que deja huellas, se le rinde honores y que hace volar...cómo aún lo sigue haciendo.

A ninguno de ellos les rayaré las paredes, ni les pincharé los cauchos, ni les levantaré falso testimonio. Lo que sí quizá pueda hacer es que les robe, les robe abrazos encadenantes, con la convicción de que seguirán inamovibles de mi lista.

27.7.10

El Yo que quiero (y debo) ser


Confieso que cuando no logro reaccionar ante una situación con cabeza fría y verdadera conciencia, armo una pataleta y me marcho del sitio. Aunque he trabajado y creo que he avanzado mucho en el tener cabeza fría, aún sigue en mí la ¿buena o mala? costumbre de ensimismarme y poner a macerar mis sinsentidos. Camino sin rumbo, fumo más de la cuenta, canto lo que se me venga a la mente y termino tumbado en la cama en una especie de silencio sepulcral. De alguna manera, uno deja de ser uno, para convertirse en un ciego sin bastón ni perro guía, trastabillando de noche y al que le han robado el perolito de las monedas.

El hombre puede entrar en crisis por una mujer, por desgaste profesional, por falta de vocación o porque lo aplasta la intrascendencia del universo. Particularmente sólo he probado las dos primeras. (La vocación me acompaña a donde voy mientras que el universo y sus disparates se controlan con una botella y escribiendo cuentos.). Y siempre podrás desahogarlas todas con quien tú creas conveniente, sea cual sea la causa.

Pero, en mi caso particular, es que cuando yo estoy en crisis no logro hablar de ella, se forma un nudo en la garganta que aún no puedo evitar. Y así, cuando baja la marea, esa crisis se convierte en un insecto disecado después de muerto, y con mis uñas diminutas levanto el cuerpo invertebrado, lo llevo al microscopio para ver qué era eso que me picó tan fuerte, dejándome al borde de la baba, con la muñeca doblada a un costado de la cama y pidiéndole la hora al juez.

Ahora que estoy en calma puedo diseccionar el insecto. Es así de simple: no somos una leyenda. A mí lo que más me inquieta es la tranquilidad sinuosa que sobreviene después de la tormenta. ¿Qué la trae, por qué sanamos? En medio de la crisis nadie apuesta una moneda por la paz: la crisis parece interminable, sí, porque el dolor está más vivo que uno. Pero después ocurre algo, un ruido interno como el interruptor del motor de una bomba de agua, dejando un silencio reparador.

Y las cosas vuelven a tener cordura entonces. Son los mismos sinsentidos de siempre, los habituales, pero algo los hace resplandecer otra vez después de una crisis: las ganas de escribir, caminar sólo, tomarte un trago. Todo eso ha estado siempre, agazapado a los costados de la crisis. Nunca había desaparecido, es cierto, pero era invisible; o mejor: era poco. Más aún puedes sentir esto cuando quieres demasiado. Cuando lo tienes, la felicidad es adictiva, pero si está ausente, el desgarro es verdadero y duele.

Saltando de crisis en crisis, supe que lo mejor es hacerme consciente de ellas. Entre los sanguchitos y la kolita, en la mochila para el paseo sé que debo llevar el paraguas. Saltando de crisis en crisis, aprendí a tener siempre a mano el botiquín de primeros auxilios, algo por si tiendes a perder la cordura y vuelve a posarse una nube negra en tu cabeza. Igual eso no es preventivo de nada: igual la nube puede estar en la esquina siguiente, pero por lo menos uno se cree más consciente, más razonable, más maduro.

Yo estoy tratando de perfeccionar estas tres actitudes. No me salen siempre (para qué mentirnos entre nosotros), pero sí he avanzado porque vale la pena. Y con eso me basto para seguir cerca, en la vía, con la camisa ligera y la sonrisa merecida siempre en los labios. Porque no quiero dejar de ser el Yo que se conoce, el que se quiere, el que quiero y el debo ser.

26.7.10

La pincha sueños


Otro de los detalles de la visita a la casa de la infancia es que rescaté de uno de los viejos escaparates la flamante y pesada Remington modelo compacto con su caja de madera. Estaba también una Olivetti grandota y una Atlas, pero sólo me traje la Remington porque tenía la maleta y para que no me tomaran por loco en el terminal ni en la casa. Si hubiese ido en mi propio carro y viviera solo me las traía a las tres, porque la máquina de escribir es, de las cosas que no respiran, una de las cosas que más quiero.

Pero sobre todo me fascina ésta, la Remington Mini Modelo Remette, porque reproduce los anhelos de mi infancia. Mil veces me levanté descalzo hacia la sala y perseguí el ta-ca-ta-ta-ca que llegaba desde la estancia. De chamito, no había maravilla más grande que mi papá sentado frente a esta cosa, escribiéndo sus documentos.

Yo arrastraba una silla blanca y me trepaba para verlo. La fila de hormigas elegantes que aparecía en la hoja se detenía únicamente cuando él se mordía un labio; el de abajo. Y cuando levantaba las cejas volvía el sonido de la marcha: ta-ca-tác, ta-ca-tác... Lo que más me gustaba era que llegara al final de una línea, porque el mejor de todos los ruidos era el timbre del salto de carro: había que mover el rodillo o las hormigas se podían caer, desde la hoja hasta el suelo, y podía ser fatal.

En aquellos tiempos lo único que yo quería de mi vida era aprender ese arte; sentía que el artefacto —macizo, gris, y más que nada poderoso— era el mejor juguete que existía sobre la tierra. Y que saber usarlo por diversión sería, por lógica, el mejor de los juegos humanos. Y así aprendí toscamente a manejarla y, antes de que llegara el primer computador a la nueva casa, ya estaba escribiendo los primeros intentos de cuentos y sueños de niño enamoradizo; y acumulando las primeras montañas de bolitas de papel cada vez que me equivocaba. Creo que, de alguna manera, podía pinchar un sueño en cada tecla.

Ahora que está acá, puse a la Remington huérfana en un sitio privilegiado de la casa, frente a la computadora. Así que ahora la miraré todos los días, esperando que, de una forma absúrdamente telepática, me lleve nuevamente a la sala de la vieja casa, a la época en que oía el traqueteo en la sala, y vuelva a sentir en la parte de atrás de la nuca esa piquiña por escribir.

Otras de las cosas que recordaba era que me fascinaba que las personas grandes se quedaran en silencio frente a las hojas incómodas de El Impulso, y que movieran los ojos para leer. Una vez, solo en el baño, quise repetir el gesto adulto y entonces no me entretuve con los dibujos de Olafo El Amargado ni los de Quintín Pérez, sino con las letras indescifrables de los titulares. Las miré fijo, como si el proceso de leer no llegara desde la comprensión, sino de una postura determinada de los ojos —como los estereogramas que estuvieron de moda en los noventa—, pero no ocurrió ningún milagro. Me concentré en una letra (específicamente la jota) y pensé algo demasiado enfermizo: pensé que los mayores tampoco veían nada en aquellos garabatos, y que en realidad se burlaban de mí todo el tiempo para después, a solas, divertirse a costa de mi ingenuidad.

Debo haberle ladillado mucho al viejo Andrés para que me enseñara el truco; se lo debí haber implorado hasta con espanto, porque esa misma tarde apareció en casa un libro que se llamaba Upa, y al día siguiente, como en tercer grado, mi papá usó la Remington para enseñarme todo lo que sé.

Nunca supe si el viejo Andrés supo que me divertia demasiado. Nunca supe si él sabía que buscaba un gesto en sus ojos, y que la curiosidad que yo tenía por aprender quedaba en desventaja frente a las ganas de que él hiciera el gesto de triunfo, que era el de levantar las cejas y decir "muy bien, negrito", y después buscar en mi mamá, en los ojos de ella, la otra mitad de la gloria.

Yo aprendí a leer y escribir en la sala de casa. El viejo Andrés volvía de trabajar a las ocho. Y yo lo esperaba con el libro Upa en la mano, sentado frente a la Remington, para que me explicara más. Cuando llegaba con tragos encima se postergaban las lecciones y yo me quedaba con mucha rabia, pero cuando la sobriedad lo bendecía, ocurría el milagro del encuentro de dos grandes obsesiones: la mía por entender, y la suya por que entendiera.

En sus últimos años de vida recuerdo que tuve que explicarle cómo contar palabras y ajustar los márgenes en Word, cosa que me daba mucha ladilla explicar. Hoy ya sé por qué debía hacerlo: porque le estaba devolviendo un poco de lo que me dio en la infancia. Y no se lo pude haber pagado nunca ni con mil tutoriales. Porque él, sin saberlo, me enseñó las dos cosas que todavía creo que hago con cierta propiedad: leer y escribir.

Ahora que tengo nuevamente conmigo a la Remington y a una mujer que me hace volar, tengo delante de mis narices una tarea trascendente: trasmitir todo el deseo y la pasión que pueda.

Y vuelvo a sentir en la parte de atrás de la nuca esa impaciencia, esa alegría desbordada, como si otra vez fuera niño, las letras de la Remington fuesen garabatos por conquistar y que, con cada tecleo, pincho un sueño y le doy un beso inmenso a esa mujer que me hace volar.

25.7.10

La esquina de la mecedora


De pronto yo estaba en el hogar donde pasé la infancia; lo supo primero mi nariz. Los ojos se acostumbran tarde a la penumbra, pero mi olfato reconoció enseguida el olor inconfundible de la estela del incienso de sándalo. Siempre sabemos cuál es la fragancia del sitio donde crecimos; nadie acertaría a explicar de qué está compuesta, pero cada uno de nosotros es capaz de reconocer ese aroma entre miles. Y yo estaba ahora en mi casa, sentado exactamente en el sitio al que llamaba “La esquina de la mecedora”

La esquina de la mecedora siempre fue el epicentro de la casa. El lugar con el que todo el mundo tenía que ver y que tenía como gran protagonista a la vieja y rústica silla mecedora de madera y mimbre que allí se encontraba –hoy ya no está- y en donde más de uno dormitó cansancios y una que otra borrachera. Todo el mundo que llegaba a la casa iba, directa y afanosamente, a posarse en la vieja mecedora. Posteriormente se le hizo acompañar de un jarrón de esos tipo chino, una pequeña butaquita que servía de posapies y una cesta con libros, revistas y alguno que otro cuaderno, con lapiceros para rayar. Pero nada de las demás cosas importaba, la protagonista es la mecedora, y el lugar será siempre “la esquina de la mecedora”.

En todos los hogares hay recovecos y habitaciones que se bautizan sin conciencia, y que luego se nombran para siempre de una forma estrafalaria. Y uno crece con la certidumbre de que esos apodos son estándares. Sólo las visitas reconocen el fallo: “Deja el morral allí, en la esquina de la mecedora” le decía yo a mis amigos cuando estaban de visita. “¿A dónde?” “Allí, en la esquina de la mecedora” y señalaba aquel sitio, con jarrones modernos llenos de flores, un bar laqueado y un juego de sala. Los niños que habitan las casas no tienen la menor idea de que algunas oraciones —"rincón de la mecedora" era la mía— no significan nada para el huésped ocasional, que sólo tienen sentido para los moradores, y a veces sólo para los moradores más antiguos.

Una tarde, cuando éramos todavía compañeros de primaria, uno de mis amigos más asiduos me preguntó por qué le decía “el rincón de la mecedora” a ese espacio que ahora tenía de todo, menos mecedora y entonces, sólo entonces y no antes, descubrí que no tenía el menor sentido llamar así a ese lugar. Salvo decirle que allí había una mecedora, no supe qué más responderle.

En otras casas, en las ajenas, también había sitios bautizados por sus dueños de un modo extraño, lugares que los habitantes llamaban de forma especial sin darse cuenta, como por ejemplo "el galpón de los juguetes", que era la habitación de un amigo, en donde no había juguetes sino libros y cacharros; o "la cocina vieja" de una compañera de clase en mi niñez, que era un lavadero sucio detrás de un jardín.

Los espacios guardan, también en su nombre, el recuerdo de lo que fueron, por eso ahora, que de repente he aparecido en la que fue mi casa de la infancia, podía oler la frescura de la esquina de la mecedora aún sin verla, y recordé largas tardes leyendo, escribiendo o dibujando entre esas paredes, rasgando la vieja guitarra de la casa o escuchando música de casette en un viejo reproductor.

En esa época mis ojos se habituaron a la falta de luz. Y andaba por las noches deambulando por la casa a oscuras. Y así volví a hacerlo esta vez. En aquella época, frente a mi habitación, estaba la habitación de mis padres, siempre con la puerta entreabierta y donde escuchaba el murmullo de una conversación. Ya era pasada la medianoche y estaban a punto de acostarse. Siempre tardaban muy poco en comenzar a roncar. Mi padre roncaba igual que una Vespa con la bujía enchumbada, y mi madre con un silbido musical. Los dos juntos, sincopados, se oían como un motociclista al que no le importa haber quedado en mitad del camino. Recordaba con gracia infantil esa escena y me detuve en ese punto a recordar cómo me ponía a escucharlos.

Así, caminé por el pasillo, donde estaba la cocina y llegué a la sala, volteando la mirada hacia "la esquina de la mecedora", reconociendo el tecleo apagado de una máquina de escribir. Supe sin sustos, ni sorpresa ni escándalo, sin asombro ninguno, que allí estaba yo mismo con catorce años, quizás quince, escribiendo mis primeros cuentos. Y pensé nuevamente en mi musa, en la dama que todos estos meses me ha traído de cabeza y que me ha hecho sudar sueños y sangrar líneas. Pensaba en cuánto me hubiese encantado que estuviese allí conmigo para presentarle al adolescente que escribía, lleno de esperanzas y de trabas, su primera historia de largo aliento. Que nos sentáramos los dos a ayudarlo con la estructura del relato, y también —lo confieso— poder narrar aquí esa charla completa, más para ella que para mí.

Caminé hacia ese lugar tanteando las paredes con las manos abiertas y los brazos extendidos, dando pasos temblorosos. Me reí solo, mientras sacaba del bolsillo un encendedor para darme un poco de luz y no parecer un ciego. Me senté en la esquina donde estaba la mecedora y me puse a pensar en todas las cosas que, ensimismado, allí hacía. En esos tiempos andaba curioso con las frases, y las escribía chiquititas, con lápiz de grafito, en los rodapiés. “Si amas algo, déjalo libre, si vuelve a ti es porque es tuyo, si no es porque nunca lo fue” era una de ellas. Hoy podría debatir sobre esa frase, quizá lo haga en otro post. También había esta otra: “Amor no es mirarse el uno al otro en los ojos, sino mirar los dos a la misma dirección” y otras cursilerías que hoy me hacen pensar de que los rodapiés de mi casa fueron mi primer blog de sinsentidos. Sí, el común seguro me preguntaría por qué hacía semejantes ridiculeces y no me concentré en empapelar mi cuarto con peloteros o futbolistas como cualquier niño de esa edad.

Regresaron entonces, urgentes, mis deseos de encontrarme nuevamente con el Yo adolescente, el gordito pánfilo que se la pasaba con la máquina de escribir y agarrarlo de la camiseta de entonces con mis puños cerrados de ahora. Le habría dicho que no fuera tan estúpido, que empezara de una vez por todas a hacer escritura útil en lugar de usarla como bandera personal, que escribiera menos y no cada puta noche como si de eso dependiera la salvación del mundo, de su mundo.

Pero no pude hacerlo. Lo comprendí porque esa era su terapia, su aliciente, su forma de comunicarse y de rendir tributo a aquellas cosas y seres especiales que lo hacían volar. Y al querer pedirle disculpas, sólo vi mi reflejo proyectado en la pared como sombra.

Prendí la luz y brinde por todo eso, le di las gracias… y le seguí pensando en la esquina de la mecedora.

22.7.10

Adicción

Una serie de situaciones gratas, urgentes e inquietantes provocaron que hace unos meses haya escrito poco en este blog; y otras tantas del mismo tenor me llevan a escribir mucho más ahora. Las celebro todas y, junto a esta celebración diaria, confieso que me he vuelto un adicto a escribir (le)–. En mis noches más recientes suelo andar por la casa con soltura y extravío pensando que quiero escribir (le) al día siguiente. Siento que al publicar un texto nuevo dejo de sentir la espera, o que necesito escribir por superstición amateur, para que esto no deje nunca de ser un ritual. Sea por una cosa o por la otra, hacerlo me emociona, me altera el duende, me pone bien. Hoy no sé si soy adicto a escribir o a la respuesta.

Sobre la serie de situaciones gratas me extenderé más y mejor en otros textos, pero tiene que ver con su llegada a este pueblo de la montaña en que se ha vuelto mi pecho. Aún en mis noches pregunto si está de paso, de vacaciones o tiene la intensión de comprar un terrenito. Y tampoco procuro hacer de ello un inciso. Lo único certero es que en el pueblo ya tiene casa y su voz se hace eco en las esquinas, en la plaza, en el zumbido de las abejas alrededor de los faroles. Así, cada noche, cualquier distancia de su estancia a la mía sólo se reduce a unos pocos metros.

Tan pronto como usted llegó a este pueblo me puse a escribir, como enloquecido, atinados relatos o historias desvariantes, y quiero hacer más, pero los días se empecinan en tener veinticuatro horas. Pero en los territorios menos palpables, los psicológicos, es posible que haya otros motivos que expliquen esta adicción, un motivo más escondido y profundo que, si me permite, quisiera abordar esta tarde, más no sea como motor de impulso.

Siempre busqué desarrollar —y varias veces lo confesé en sobremesas— una literatura de confesión, epistolar, siempre directa. Esto viene de que siempre se me ha dado muy bien la escritura cuando los nudos de la garganta me impiden soltar palabras –aunque no dejaré de seguirlo mejorando-. Recuerdo que con mi padre, hasta su muerte, traté siempre de que todo lo que contaba en un papel o una pantalla lo divirtiera o lo emocionara a él, en primera medida; a él. Siempre fue vital para mí, desde que tengo uso de papel, que pudiera entender lo que yo escribía, ahorrándome en lo posible las pedanterías intelectuales, que no se sintiera descartado u olvidado. Así me pasa con usted.

Mi segundo motor está en la fantasía. Fantasía que sólo produce un afecto muy profeso, o estar enamorado. A mis destinatarios procuro juntarlos en una mesa imaginaria e intentar cautivarlas con una anécdota menor, con un relato elaborado, con una novela, con un cuento corto, con lo que sea. Tratando, siempre, que ninguna de las dos pierda las ganas de seguir escuchando hasta el final. Si lo he logrado, las cosas estarán bien.

Es un buen sistema, claro que sí, o por lo menos a mí me ha servido para narrar con soltura desde que llegó usted a este pueblo. No obstante, hace poco descubrí que el sistema tiende a tambalearse cuando usted está ausente y ya no hay manera de contarle nada nunca. Esto no significa que yo ya no pueda escribir. Significa que, fatalmente, ya no puedo saber si el texto ha funcionado para usted. Y eso me ha dejado, si no ciego, un poco tuerto.

La ceguera completa llegó hace poco más de un mes, quizá usted lo recuerda.

Estos claroscuros me tienen absorto y feliz dentro de estas nuevas ficciones, pero ya no en una dirección enfrentada, ya no desde puntos diferentes del océano, sino desde la misma orilla y dirigiéndonos. Y al mismo tiempo redescubro las bondades de que usted esté cerca, en el mismo barrio, de disfrutar de una mirada fugaz, una conversación furtiva o un abrazo de fuego y de seda.

No creo que sea grave lo que me ocurre. Se trata de de un asunto geográfico, empeñado de hacer cada vez más cortas las distancias. La musa que me impulsa a narrar está en asuntos comprensiblemente vitales. Y yo estoy malacostumbrado a que me lea desde la misma acera.

Es cuestión, nada más, de encontrar otros símbolos, nuevos pretextos, otras miradas imaginarias, y seguir tejiendo historias para usted.

Y así será, no tengo dudas, en este mismo lugar. Porque ganas no me faltan…

21.7.10

Delirium Tremens


Es ya de noche y no sé nada de ti. Me he mordido los dedos esperado que te manifiestes. Escribo para llamarte desde la lejanía, para evocarte porque mi casa está desierta, y no te has dignado siquiera a pronunciarte. Ni una llamada, ni un condenado mensaje de texto.

No sé si has leído lo que publiqué. No sé si logré sacarte una sonrisa, un sonrojo o si te has molestado por mi atrevimiento. Los silencios se deben leer, el entendimiento debe prevalecer; pero, fiel a mi inquieta terquedad, más es el ardor que mella. Quizá por eso esperaba que me siguieras el juego y mandaras una señal, aunque sea de humo, para poderte oír o leer

Déjame decirte, indiferente, que los últimos escritos han suscitado más expectativa (e hilaridad) de la que imaginé. Algunos pocos me preguntaron para quién era todo eso. Unos cuantos hasta se atrevieron a arengarme “suerte” o “me encanta”, hasta comentarios menos afectuosos como “idiota, que sandeces escribes” (seguro dicho por un malhumorado lector, en el elevado de la avenida de la poca comprensión).

Cae el ambiente taciturno y doy vueltas en la redoma del cerebro, a la cual desde hace tiempo no pasa la operación bacheo a tapar los huecos. No sé cómo matar el tiempo a la espera de saber de ti. No sé si refugiarme en el cine; o comer; o pintar, o si tomar un café mezclado con ron y fingir que leo un libro; o si meterme en puntas de pie a la Iglesia y echarme un par de veloces avemarías a ver si te manifiestas de una vez por todas.

Pasan los minutos e intento consolarme con el siguiente pensamiento: tal vez está planeando llamarme al borde de las 11 de la noche para darme una especie de lección; ha estado muy ocupada, tiene muchas cosas en la cabeza o quiere aplacarme. “Lo que pasa es que tuve un día muy movido, recién he podido respirar, fumarme un cigarro y tomar el teléfono. Que te he dicho, deja la tonta pensadera”. Me debo quedar tranquilo y dejar de abrir orificios.

Ya pasadas unas horas me doy cuenta de que ese pensamiento no me consuela lo suficiente. Cansado de que no ocurra nada, decido distraerme con el cine. Nada mejor que una película fresa para olvidarte de un quiste emocional. Escojo entre los DVD “Promesas Peligrosas”, del director David Cronenberg, pero igual tendré que pensar y en su lugar elijo “Locura de Amor”, una comedia gringa de hace bastante tiempo con Cameron Diaz junto con el novio de Demi Moore, cuyo nombre se me antoja impronunciable (sí, claro, podría buscarlo en Google, pero me da fatiga).

Acostado en la cama, me siento como un bicho raro haciendo una cola que está completamente formada por parejitas acarameladas. Al boletero imaginario también le debo parecer un tipo extraño, porque cuando le pido que me venda una entrada me mira con desconfianza y, como si no me hubiera escuchado claramente, me pregunta “¿una o dos?” Le recalco que solamente quiero una y me río por dentro, porque recuerdo de inmediato un pasaje de la película argentina “Nos sos vos, soy yo” donde pasa exactamente lo mismo.

Y avanza la película y pienso que en la vida hay momentos que son como clichés cinematográficos, momentos que nos procuran la boba ilusión de que el mundo es un inmenso estudio de filmación y que nosotros estamos atrapados en el rodaje de nuestras vivencias.

Si eso fuera cierto, si nuestra vida fuera una película que se filma a escondidas de nosotros mismos, solo nos quedaría confiar en que el guionista sea un tipo vanguardista y original, y no un llorón del carajo. Y también tendríamos que cruzar los dedos para que el sonidista elija como pista musical de nuestros días un soundtrack divertido y no una canción masoquista de Celine Dion.

La sala imaginaria –pequeña y muy oscura– es un campo de concentración amoroso. Alrededor de mí hay dúos de novios y esposos de todas las edades, pesos y tamaños. Están en todas las filas, muy apretujados, desparramados sobre sus asientos, compartiendo un mismo pote de cotufas. Yo, me arrayano a la almohada como para sentirme un poco acompañado en medio de aquel meloso espectáculo de besos, abrazos y cuchicheos. Me siento como el niño de la clase con el que nadie quiere hacer grupo y debe hacer el trabajo de equipo solo.

La película es una tontera pero me hace reír. Las parejas del auditorio se ríen juntas, mirándose los unos a los otros. Yo solo río con mi cigarro, a falta de cotufas y que, por momentos, cobra algo de vida y da la sensación de ser el tórax de una chica invisible, el fantasma de una mujer que no está (¿acaso tú?); en fin, una presencia femenina un poco arrugada.

Como ya se podía predecir desde el primer minuto, Cameron Diaz y el novio de Demi Moore terminan juntos a pesar de haber tenido un inicio conflictivo y poco prometedor. Yo –seducido por esta fijación de querer convertir la realidad en un éxito de taquilla– no tengo mejor ocurrencia que pensar que mi historia contigo podría correr la misma suerte o, inclusive, ser mucho más sexy e interesante, más mediterránea, más de cine europeo. ¿Por qué no? No seré ni el 10% de atractivo que un actor de semblante europeo, ni Caracas será París, pero podríamos hacer una humilde pero bien producida adaptación con sabor a sensualidad y éxito.

La cinta termina y todas las parejas desalojan la sala. Se les ve más enamoradas de lo que estaban cuando llegaron. Se han dejado persuadir por el azúcar y la melcocha que el filme ha segregado, y ahora creen la utopía de que son más felices que hace dos horas.

Pero no puedo criticarlos mucho, porque yo también me he dejado persuadir. A falta de ti abrazo la almohada y tomo el teléfono con toda la intensión de llamarte. Me asalta la optimista ilusión de que me digas algo que llene mi casa deshabitada. “Si tú no has querido llamarme, pues no importa, lo haré yo”. Pero no me atreví… y la casa siguió sola

Reclamando tu presencia, mencionando tu nombre…

20.7.10

Maltratarte

Los latinos caribeños, desgraciadamente, están golpeando a sus esposas todos los días. Los medios se hacen eco del tema en mayor cantidad cada vez y las organizaciones de DDHH lanzan cada día campañas más agresivas en la región. Inclusive, ya la cosa no es sólo entre casados. Recientemente Amnistía Internacional lanzó una campaña en Venezuela para concientizar a los “novios” –en el sentido “él”- no usen la violencia en contra de “ellas” y que “ellas” aprendan a darse su justa posición.

Lo cierto es que todo parece un tema de machos vernáculos con las hormonas subidas. Cada vez que en los medios dicen que “mataron a otra señora” en tal sitio, yo siempre acoto: "algo habrá hecho la perra", más que nada para que a mi tía le dé rabia. Porque sé que con ese tema no se jode.


Confieso que siempre me dio risa que se les pongan etiquetas a las víctimas y a sus asesinos. "Muere otra mujer, víctima de su ex-marido", titula un periódico chileno. Y de acá recuerdo uno muy particular. “Le dio un tiro por bailar reggaetón con otro”. Muy surrealista. La gente es gente. Los que se mueren son pobre gente, y los que matan son gente enferma. Las aficiones de los protagonistas de un suceso policial son relleno que escribe gente que trabaja en diarios para que lea gente que disfruta con ese morbo, y armar las estadísticas.


Y yendo más a fondo, lo que me molesta es que la discusión, más que un punto reflexivo de importancia, se haya convertido en una moda. No hay un solo día que no se genere un debate, que no se haga un programa especial en la tele, que no salga una película nueva, que no aparezca un idiota explicando los motivos de esta tendencia maligna. Es lamentable cuando un tema tan trascendente se convierte en solo una moda, y sea tragado por la opinión pública, que es lo que la gente piensa que la gente piensa. El tema del maltrato a la mujer estuvo en todos los medios por un buen tiempo. Luego comenzaron a matar a la gente por un Blackberry y adiós al maltrato a la mujer. Y los golpes seguían en rueda.


Eso sin contar los chistes y las creencias de que “hay que darles su toque técnico para que cojan mínimo”. Me parecen totalmente deleznables. Tenía un amigo que decía “A mí lo que me jodió la vida es vivir en la planta baja”, para justificar por qué no había tirado a su mujer por la ventana.
Muchos de estos machos me han insistido es que sí es necesario darle su “toque técnico” a las mujeres para que “cojan mínimo”.


Para ellos –y para quienes crean esto correcto- les voy a presentar mi método con el cual comenzaré a maltratarlas, en caso de ser necesario. Es un método que patentaré y que tiene como base una famosa milonga llamada "Amablemente" de Iván Diez y Edmundo Rivero. Es un soneto precioso, que empieza con fuerza:


La encontró en el bulín y en otros brazos.
Sin embargo, canchero y sin cabrearse,
le dijo al gavilán: "Puede rajarse;
el hombre no es culpable en estos casos".


Esa primera estrofa está bárbara porque te mete en situación desde la primera línea (usando solamente nueve palabras): el marido llega a su casa y la ve a la ingrata revolcándose con otro. Pero en vez de matar u ofender al intruso, lo deja ir porque no tiene la culpa.

Y al encontrarse solo con la mina,
pidió las zapatillas y, ya listo,
le dijo, cual si nada hubiera visto:
"Cebáme un par de mates, Catalina".


La segunda estrofa la pudo haber escrito Alfred Hitchcock, de haber tenido nociones de lunfardo argentino. Porque es puro suspenso, y del bueno. No sabemos qué pasa, ni porqué el hombre, mancillado su orgullo, no reacciona. Se genera un ambiente tenso. "¿Para qué quiere tomar mate, ahora, este señor?", nos preguntamos, con desconcierto y un poco de morbo también.


La mina, jaboneada, le hizo caso
y el varón, saboreándose un buen faso,
le siguió chamuyando de pavadas...


Como nosotros, ella también cae en cuenta que la cosa va por mal camino. La adúltera está "jaboneada", pero obedece. ¿Qué más puede hacer ella, si acaba de refregarse con un desconocido en la propia casa del buen esposo? Mientras, él, como si nada, le habla del tiempo, de cómo le fue en el trabajo… Este penúltimo terceto debería durar unos veinte minutos, pero en cambio llegan, arremolinados, los tres versos finales:


Y luego, besuqueándole la frente,
con gran tranquilidad, amablemente,
le fajó treinta y cuatro puñaladas.


Ni un trompazo en la boca, ni una palabra subida de tono para que los vecinos después argumenten en la televisión, nada. Nuestro galán la besa, con dulzura pero sin espamento. La besa, con amable lentitud, en la frente. Y después la descuartiza y mete los pedacitos en una bolsa del mercado.


Creo que jamás haría lo que hizo el lunfardo. Pero si algo me gusta de la violencia doméstica sureña es la educación, el autocontrol... Estos detalles de sensibilidad son los que hacen falta acá en nuestra región. Un poco de respeto para con la dama que será asesinada. Hay que hablar menos del tema en la televisión, usar menos las armas, los puños y los insultos y empezar a matar con arte, con amor. Suavemente y con besos en la frente, en los labios…en donde sea.


… Y esas siempre serán mis únicas armas para maltratar (te)

18.7.10

Llevando (te) presente


Cuando verdaderamente extrañas, es complicado conciliar el sueño con facilidad. Veamos. Cuando extrañas porque ella toma distancia, sea justa o no, simplemente no duermes durante dos o tres días: la nostalgia, algo de rabia y el dolor –para qué negarlo- te devoran por dentro y te desvelan por fuera. Quedas en estado de sequedad orgánica y sonambulismo. Ojeroso, atraviesas las madrugadas, evocando escenas, deshojando teorías y probabilidades (a falta de margaritas) tratando de entender en qué momento ha pasado todo. (Porque las relaciones, como ya se sabe, nunca se quiebran cuando se produce la distancia, sino mucho antes: la noche, la tarde o la mañana aquella en que intuiste que algo andaba mal, pero no te detuviste a conversar. Es en ese instante en que un inofensivo furúnculo empieza a convertirse en cáncer mortal. A la larga, el rompimiento es solo la manifestación epidérmica de algo no andaba bien).

Por otro lado, cuando eres tú el que propone distanciarse, te vas a la cama con la negra sensación de haber dañado a la otra persona. No es más triste, pero sí más agotador. Si llorar por la ausencia desgasta, ver que alguien llora por una decisión tuya desgasta el doble. En el ínterin, muchos flaquean y prefieren oxigenar artificialmente una relación agonizante cuyo final es irreversible. Es como querer resucitar a un muerto.

Pero, volviendo al tema que nos ocupa, el extrañar supone un desapego que puede ser traumático. Y es que cuando encuentras a un ser humano que te gusta, te eriza, te entretiene, te cuida, te complementa, te inspira, desarrollas de modo irracional un indómito sentido de la pertenencia. Y para que eso ocurra no tienen que transcurrir años de años: bastan unos cuantos meses para que ese sentimiento nazca, se reproduzca, crezca y se expanda. Sientes que la pareja es tuya, como tuyos son tus brazos, tuyo tu auto, tuya tu mascota, tuya tu alma, tuya tu almohada, tuyo tu riñón. Tanto te convences de esa posesión que también cedes tu individualidad para congraciarte y ser su propiedad sentimental.

Sin darse cuenta, los enamorados convierten el amor en un zapato ortopédico, una prótesis sin la cual no pueden caminar (o por lo menos eso les gusta creer). Por eso –o por lo menos es mi caso- el sentimiento de extrañar a alguien es similar a una amputación: siento que me están arrancando una vértebra, que me están extirpando las tripas, cuando simplemente ella está en un estado de ausencia, aunque sea parcial.

Pero, llevándolo a la objetiva profundidad, el hecho de extrañar implica una necesidad. Y es el signo de que esa otra persona deja o ha dejado huellas en ti, tan indelebles, tan sublimes y tan vivas que no se pueden borrar, o por lo menos no de un buen plumazo. Es un ardor, en ocasiones incendiario, en otras refrescante, pero que hace mella en ti y sigue presente.

En los últimos días he vivido algo de todo esto. Me odié cuando nos dimos un adiós involuntario, pero imperante. Me odié por no entender. Me odié por no poder comprender. Es una sensación de impotencia indescriptible que, poco a poco con la experiencia, aprendes a matizar. Pero no a borrar más cuando el deseo te arranca la piel y pone a volar tus sueños en el ocaso y el alba.

Ella es la chica que más me ha hecho llorar. Hasta antes de que mi vida se cruzara con la suya yo pregonaba esa frase que asegura que “los hombres no lloran” (otra antigua estupidez con inexplicable vigencia contemporánea). No me gustaba exteriorizar mi lado vulnerable. Pero con esta dama no pude hacerme el BraveHeart. La noche en que comprendí su lejanía sentí que alguien me clavaba el cuchillo de Rambo en el empeine.

Hasta ahora no puedo creer todo lo que chillé. Un bebé recién nacido hubiera parecido un monje tibetano al lado mío. Lloré lo que no había llorado nunca antes. Parecía una fuente de lágrimas. Si alguien me cargaba y me ponía en medio de una plaza, hubiera sido una perfecta catarata ornamental. Ahí, postrado voluntariamente en la cama, barritaba de desolación. Lo raro –lo tremendamente raro– es que algo dentro de mí disfrutaba de todo eso.

Por esos días llegó a mis manos un librito de cuentos de Alfredo Bryce Echenique. En lugar de tomar ansiolíticos que me ecualizaran el ánimo (o barbitúricos que me lo aniquilaran de un trancazo), me sumergí en la lectura de ese libro para ver si la Literatura hacía algo por mí (ya que yo no hago nada por ella). Y fue en esas páginas donde comencé a entender las razones por las cuales hay que recapitular los sentimientos. Y así me ha nacido reforestarlos, darles tareas de cariño, darles de beber, arroparlos en mi pecho, desnudarlos en el huerto y hacerlos crecer. Con paciencia, con convicción, con real entrega. El amar y ser feliz es una decisión propia. Y el solo hecho de dar a quien amas, te hace feliz. Y así lo estoy haciendo!

No podría asegurarle a quien se atreva a leer esto lectores del blog que esa sea la mejor técnica para no extrañar a alguien, o llevarlo todo con entereza… pero tampoco pongo en tela de juicio la eficacia del método.

Te extraño. Te llevo presente … y necesitaba escribir esto

15.7.10

Je t'aime moi non plus (Muriendo de amor)


“Y matarme contigo si te mueres” quizá le habrá susurrado ella al oído. La historia de estos dos enamorados no la canta Sabina sino que la publican los periódicos y medios digitales españoles, donde ayer se reportó el hallazgo de una pareja de cadáveres –literalmente- abrazados.




La pareja, de aproximadamente 80 años según los patólogos, fue encontrada en su piso en Vigo en avanzado estado de descomposición. –Sí, seguro que estarán pensando que pendejadas me pongo a leer yo en las guardias nocturnas- Lo cierto es que, después de darle vueltas a la escena –sí, me salió mi porción necrófila, lo admito- y del respectivo debate con los cercanos para sondear opiniones, la única reacción que pude generar en mi básica cabeza fue recapacitar una vez más en el poder mismo de los sentimientos. ¿Puede un sentimiento ser tan grande que pueda llegar a acabar con nosotros?. Los sentimientos nos arrastran sin nosotros poder llegar a hacer nada por evitarlo. Nos dicen que es solo química, ¿pero esa química es tan poderosa como para hacernos sucumbir físicamente?

La historia, la literatura –y hoy, hasta los sucesos- nos remiten a pruebas de ello, con todas las críticas posibles al concepto de "morir por amor". Por ejemplo, Romeo y Julieta –donde, más que la historia, la contradicción puede nacer del propio Shakespeare-, ¿Qué tan jodida podría estar Julieta para clavarse una daga en el pecho por Romeo? Apenas y lo conocía. ¿Cuántas veces se habrán frecuentado antes de casarse? A lo sumo unas cinco. Y sin embargo, Julieta decidió morir por amor en lugar de seguir con su vida al ver a Romeo vencido por el más vil veneno del apotecario.

Lo mismo podría decirse de "Madame Bovary" por tragarse semejante cantidad de arsénico al verse abandonada por su amante Rodolfo (¿o León? Ya no me acuerdo) -aunque con el tiempo he llegado a la conclusión de que ese fue un suicidio por amor propio (o la falta de)-.

Es más, no vayamos tan lejos, la Reina Amidala desfallece aún con Leia y Luke en su vientre cuando se entera de que Anakin fue el que mató a todos los pequeños padawan en el templo y que sucumbió al lado oscuro de la fuerza para convertirse en Darth Vader. La enfermera robot sale de la sala de parto diciendo que "ha perdido la voluntad de vivir".

Hasta el ser inmortal más famoso del final de la década, Edward Cullen desafía a los Volturi esperando que lo maten cuando cree que Bella está muerta. Y seguramente como Julieta, Emma y Padmé hay más ejemplos de "morir por amor" en los libros y películas.

Pero si hasta el momento piensan que el asunto es un recurso literario, pues trasciende la vida real. Conocido fue el caso de Nalan Geçer y Ferdi Yalçin, dos turcos enamorados que se fugaron de su pueblo en la provincia de Agri huyendo de su pasado y de sus compromisos, sin embargo, la luna de miel duró lo que tardaron sus familias en encontrarles. Cosa ruda en un país como Turquía, donde con demasiada frecuencia suele correr la sangre por rencillas familiares y problemas amorosos. Nalan tenía tres hijos y lleva bastantes años casada. Ferdi la conoció cuando hacía el servicio militar en el pueblo de al lado y tras unos meses de romance clandestino decidió que no quería esperar más.

Por si faltaba sal y pimienta a la historia, la familia de Nalan denunció que la niña tuvo que ser forzada para hacer algo así y exigió explicaciones a los padres del amante por el "rapto". Al día siguiente las dos familias quedaron en discutir el asunto y hacer las paces, pero la escalada de tensión llevó al combate, alguien sacó una navaja e hirió en la pierna al tío de Nalan (la dama). Como respuesta, éste sacó una pistola y mató al enamorado y a dos familiares suyos. Y la tragedia no terminó ahí, ya que la parca todavía rondaba por Agri y quiso pasar por el funeral. Un minibús que trasladaba a familiares hacia el cementerio colisionó con otro autobús y otras dos personas más de la familia murieron. En fin, ¡Eso si es morir por amor!

Otros ejemplos no son tan difíciles encontrarlos. Y tampoco de otros continentes. Sólo dense una vueltita investigativa por nuestras páginas de sucesos y recopilen los crímenes pasionales. Aparte de ser un lúdico ejercicio, podrán reconfirmar la teoría de que el amor es el mayor y más fuerte de los sentimientos, llega a inhibirnos del mundo e incluso a solo pensar y vivir para él.

Cada quién tendrá su forma de pensar, a unos les parecerá dulce, a otros la mayor de las pendejadas. Yo por mi parte, confieso que más que reflexionar, prefiero morir por amor. Enamorarme hasta la médula, pues no me va eso de poner cortapisas al amor como prevención a lo que pueda ocurrir. Me perdería lo mejor del amor y es embriagarse del propio amor, aunque después andemos como perros apaleados, reconozco que merece la pena el precio. Por eso muero con paciencia...

... y muero y renazco cada día, sólo con verla…

14.7.10

Las Rara Avis: Una tertulia vía Skype


En estos días he tenido un pensamiento recurrente: Siento de un modo fatal, que estoy a punto de dejar para siempre la juventud –aunque mis más cercanos sostienen que ya yo boté eso por el bajante hace bastante- y entonces le pedí a un amigo de esos de toda la vida y que lo conocen a uno desde el gateo, un favor muy grande. “Quiero dejar constancia de esta época”.

Lo que le pedí era tan absurdo que no pudo negarse: Le dije que necesitaba que él me hiciera tres entrevistas de doscientas páginas cada una, la primera ahora, otra a los cuarenta y ocho, y la última a los sesenta y ocho años. Nadie me conoce mejor que tú —le dije—, y además no tienes plata para hacerme un regalo como la gente.

Mi amigo aceptó con muchísima gracia y hasta dijo que le parecía un reto. Siempre ha dicho que yo sería un entrevistado insoportable, disperso y evasivo. Así, iniciamos la tertulia vía Skype la noche del martes (13 de julio de 2010), conviniendo que volverá a reanudarse, si hay suerte, en las mismas fechas de los años 2030 y 2060, completando de este modo la trilogía Juventud, Madurez y Senectud.

Inicialmente comenzó a preguntarme sobre cómo estaban mis cosas, cómo había evolucionado en el trabajo y si aún tengo la idea del libro en la cabeza. Tratando de responder a esas inquietudes, no sabemos cómo, caímos en el tema de las mujeres. Lo que sigue es la reproducción de ese intercambio visceral.

ÉL—¿Por qué, de entre todas las mujeres que ves, te han gustado siempre las mujeres serías, con responsabilidades y hasta con hijos, y no las que estén dispuestas a vivir la vida loca todos los días, sin compromisos ni obligaciones? ¿Por qué te gustan las mujeres que van por la calle con un yeso o con algún defecto? ¿Por qué te gustan las chicas que van recataditas y no con un buen escote? ¿Por qué notas belleza en eso, y no en la belleza top model, que muchas veces ni te calienta?

YO —Es necesario que las chicas que me gustan a mí, en algún momento de su vida, hayan atendido la casa un sábado en la noche, que no se hayan rebelado a esa obligación, y que incluso —al atender— lo hagan con simpatía. Las chicas que me gustan a mí tienen que haber pasado por la experiencia de que el padre, o el abuelo, les hayan pedido que atiendan el negocio familiar, y que ellas hayan pensado en la familia. No tienen que ser una esclavas de la casa -pues también es imperante que disfrute del mundo contigo-, pero se que una mujer con ese nivel podrá siempre estar pendiente de ti en cualquier escenario

ÉL —¿Y las enyesadas o defectuosas?

YO —¡Eso de defectuosa está muy fuerte! Jajajaja. Ojo, no me gustan todas las chicas enyesadas o “defectuosas” que andan por la calle, sino las que van con un yeso o su “defecto” y parece que no. Esas, me gustan. Son mujeres a las que no les importa andar por la calle mostrando que ayer se tropezaron y se cayeron. Eso habla muy bien de ellas.

ÉL —Una vez me dijiste una frase célebre. Una definición perfecta sobre el tipo de mujer que te gusta. Me parece, además, la única definición exacta.

YO —¿Qué te dije?

ÉL —Me dijiste: “Yo me enamoro para siempre de una mujer que le guste el arte, el vino, los boleros y la trova”

YO —Y es la puta verdad. Eso es mucho mejor que tetas grandes. Eso es belleza. ¿Sabes qué hay en una chica que le guste el arte, el vino, los boleros y la trova? Hay una sensibilidad tan grande que no podrías aburrirte de ella nunca. La posibilidad de que alimente la relación con delirios no comunes. La cantidad de rockolas y potes de mediecitos que va a haber. El otro extremo es la Cicciolina, porque lo primero que les muestra a los hombres es el pezón. Con esas mujeres está todo mal.

ÉL - ¿Una mujer que te haga pensar?

YO- Más bien que me ponga a soñar. Como diría Girondo: "No aceptaría que no supieran volar"

ÉL—Esta clase de mujer de la que hablamos podríamos definirlas como “Bellezas Parciales”?

YO – No, si tuviera que ponerles un calificativo, yo las definiría como “Rara Avis”. La personalidad de una Rara Avis es arrolladora (y eso a veces no es ni sereno ni agradable). En ellas prima la personalidad sobre cualquier otra cosa. Podría escribir un decálogo sobre las Rara Avis...

ÉL- ¿Y cómo diría?

YO —Sería algo así: “La especie Rara Avis no centra su potencial de arrolladora belleza de cuerpo y espíritu en los parámetros con que se suelen medir estas dotes”. Si la sabes descubrir y ella te brinda los dotes de su belleza –muy importante, la Rara Avis siempre decidirá a quién mostrarle su belleza, por eso es una bendición y siempre debe honrarse- , descubrirás que tienes a la mujer ideal. Una que siempre estará a dos pasos de ti y complementará tu personalidad.

ÉL—¿Te parece?

YO —Sí, para mí es la única posibilidad de ideal particular. Una Rara Avis (el ideal general, el Ideal con mayúsculas) siempre será la mejor, sólo hay que saber bancarse en su inquebrantabilidad.

ÉL –Yo creo que tú estás buscando una mujer que te domine, que tenga siempre ella la última palabra

YO- Eso tiene sus puntos de equilibrio. Pero en mi defensa, siempre he dicho que este mundo sería mejor si las mujeres tuvieran el mando en todo.

ÉL—Acá disiento de ti. Yo se que te gusta la mujer apasionada. ¿Pero una mujer que esté al mando de todo? Esa sería una mujer que no tendría tiempo para nada

YO- Pues el reto está en ganarle al tiempo. Buscar ese espacio en blanco y dejar una huella sembrada para que ella sepa que eres completamente de ella. Un escrito, un mensajito. Me trasnocharía sólo por esperar ese espacio para poder decirle “Te quiero”.

ÉL– Yo creo que el “Rara Avis” eres tú, guevón

YO- Posiblemente, pero no me veo echándome los perros a mí mismo. Soy demasiado feo.

ÉL—Insisto, eso es una cadena perpetua

YO —Siempre pensé que tengo capacidad de adaptación. Que, si me dan tiempo, le puedo encontrar los puntos sublimes a cualquier cosa. Pero me tienen que dejar pensar un rato, hasta que mi esencia optimista dé con la clave. Pero estoy convencido de que en algún momento de la falta de libertad, digo: Bueno... Esta es mi cárcel, toda la vida va a ser así, el del Pabellón 2 es un tipo simpático, cuenta anécdotas divertidas...

ÉL– Pues esa mujer tendría que ser demasiado increíble para hacer todo eso

YO – Te lo digo. Si esa mujer me dice que la única posibilidad que me queda en mi carrera poética es el soneto, la cárcel del soneto, llegaría a aceptar el por qué perder el tiempo manifestando a favor del verso libre. Trataré de hacer los mejores sonetos del mundo, pasarse las noches intentando buenos sonetos. Sonetos que, con la experiencia que da la práctica y la pasión, puedan leerse de corrido y parezcan verso libre. Por ella aceptaría, y otra vez cito a Girondo, "sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos"

ÉL- ¿Acaso ya la encontraste?

YO –Lo hablamos en el 2030

13.7.10

Los cofres de la memoria viva


Creo que en alguno de los anteriores post confesaba que era asiduo, o adicto que es la acepción más correcta, a los rituales. De alguna manera, se puede decir que soy un conpleto y confeso "ritualista". Tengo métodos y mañas raras para hacer y representar todo: para las labores, los quehaceres, los sentimientos. Particularmente, en formas sincréticas y oníricas que podrían convertirme en un potencial candidato para los pocos sanatorios en mediano estado del país.

Hago esta introducción para confesar uno de estos rituales. Tengo en mi armario cajas con memorabilias de los momentos que más he atesorado en mi vida. De situaciones diferentes -viajes, conciertos, trabajos-, en estas cajas se pueden conseguir cualquier cosa: fotos, regalitos, chapas de refresco, pulseritas, medallas y botones, postales, billetes arrugados, cajas de cigarrillos con inscripciones memorables -o atemorizantes-, entradas a conciertos, cartas escritas temblorosamente en hojas de cuaderno, en fin. Ese arsenal de chucherías le ha dado a mi vida un respaldo escénico, un ambiente, un clima, un invisible papel colomural.

Inicialmente, esos receptáculos se abren teniendo la función de organizar los cachivaches, cual base de datos. Sin embargo, una vez que el momento termina, comienzo a desmontar esa pesada escenografía, iniciar la mudanza y descolgar cada diploma, retirar cada afiche y despintar cada graffiti, agrupándose con el resto. Así, la repisa superior del armario se ha vuelto un cementerio de la memoria, en la que reposan, encajonadas en pequeñas tumbas de cartón -cajas de zapatos, para ser exactos-, los residuos humeantes de momentos finiquitados.

Mucha gente prefiere deshacerse de todo lo que recuerde los momentos pasados, mucho más si han tenido finales desagradables. Si guardabas los materiales POP de la empresa y por mala suerte te despiden de ella, la acción común es mandar al primer cesto de la basura todo adminículo que tenga impreso el logo o nombre de la degenerada e infelíz organización. Otro ejemplo común es cuando de novio te cortan. Metes todo en una bolsa -preferiblemente negra, para darle un aire más necrófilo a la situación- y, resentidísimos, lo llevan hasta el bajante o container de basura más cercano a tu casa o, si eres más impúdico, a la puerta de la casa de la ex.

Esos arbitrarios delivery de recuerdos me parece un tanto cruel y revanchista. Si uno se pone a pensarlo, cada cosa representa un momento, una historia, un recuerdo...una identidad en la que uno, quiera o no en un futuro, seguirá siendo protagonista. Antes me costaba menos desprenderme de ciertas evidencias físicas, pero mi demencia ritualista ha hecho que atesore esos momentos.

No obstante, el recuerdo debe ser un acto democrático. Si uno en realidad no quiere quedarse con ninguna reliquia de nada, simplemente que las extermine y listo. Que rompa las fotos, que queme las cartas, que regale las baratijas. El chiste está en hacerlo con decisión, sin culpa ni anestesia. No como el novio idiota de la película Una propuesta indecente, que destroza con furia las fotos de Demi Moore luego de que ella lo ha abandonado para irse con Robert Redford, pero después, arrepentido, las recompone curándolas con cinta scotch.

Pero en mi caso, para los que somos afines, a conservar y confinar los cachivaches, el leiv motiv está en que, preferiblemente motivado por una inocente curiosidad matizada con fastidio, en un sábado de ocio o limpiando tu cuarto, te topas con esos cofres polvorientos y, en un acto entre nostálgico y masoquista, lo abres. Lo que debo advertir es que exhumar un ataúd siempre trae consecuencias: enseguida dejarás de limpiar y te sientas con las piernas cruzadas a ver fotos, leer cartas, a reírte (o llorar). Es como forzar una puerta que tu memoria ya había tapiado. O -si nos ponemos ultra metafóricos- es como volver a una isla y contemplar los restos de tu propio naufragio: los huesos, las calaveras, los remos quebrados. Muchos quizá pensarán que mi práctica tiene un tinte masoquista. En mi defensa argumento que no me gusta olvidar de donde se viene y por donde se ha pasado. Me gusta honrar lo bello y, si algún día la providencia me brinda descendencia, esos receptáculos de la memoria serán lo que muestre a ellos diciendo "que bien lo pasé", "aquí crecí" o "la amé o amo tanto".

Por eso no todos mis baúles tienen sentidos necrófilos. Muchos aún se siguen llenando de detalles, cartas, escritos y otras hierbas. Por estos días tengo dos que se han vuelto mis preferidos. Uno de cosas que en un futuro me recordarán las etapas de mi actual trabajo y otro, el más querido actualmente, son las cosas que voy guardando en honor a la dama que me gusta. Este último, por lo pronto no tiene muchas cosas tangibles, solo un cuaderno -que encontré hace poco- y que he estado llenando con muchísimo afán. Y cada vez que lo abro, sueño y anhelo que se llene, que se llene de detalles, de cosas, de monumentos, de memorabilia, y no para llevarlas al cementerio del armario, sino para constantemente abrirla y dar las gracias por los favores recibidos. Anoche, entre el frío y un fuerte malestar físico, volví a abrir el "cofre" y el cuaderno para seguir escribiendo. Y tengo la convicción de que, por mucho tiempo, se seguirá llenando.

Sí, soy un psicótico ritualista. Lo que quiero dejar claro es que, todo lo que quiero, tiene siempre en mí un lugar para acomodarlo.

11.7.10

De poderes y kriptonita

Desprovisto –por natura– de la belleza hercúlea y apolínea necesaria para hacer que las chicas se rindieran ante la menor de mis insinuaciones, de chamo, en el colegio, no tenía más opción que buscar salidas creativas para persuadir a las mujeres de lo buena que resultaba la idea de que yo fuera, al menos sólo por el tercer lapso, el hombre de sus vidas.

Gordito –bastante gordito-, torpe y miope; portando unos lentes redondos, cuya sola montura superaba el tamaño de mi cara, me paseé por Primaria (y los primeros años de Secundaria) luciendo un ‘look’ infame, solo comparable con la tosca apariencia de un Toronto, pero con lentes.
La vida me enseñó rápidamente que, si a una chica no le gustabas de entrada, si el golpe de la primera impresión no rendía los frutos esperados, debías optar por el sacrificado, árido, pero honorable camino de la paciencia. Ello implicaba un sistemático trabajo de captación, cuyo primer paso era tomar ubicación respecto de la mujer que te gustaba: una distancia específica, pertinente, amistosa. Estar lo suficientemente cerca como para que ella sepa que existes, y lo suficientemente lejos como para no ser una ladilla. Un justo término medio entre el acoso y la indiferencia. Ante la imposibilidad natural de impactarlas desde el físico, la mecánica de seducción que se imponía era menos anatómica, pero más cerebral.

Mi gran problema a los 11 o 12 años era que mi paciencia mutaba en un mosquito patas blancas, y volaba apenas iniciaba mis planes de contingencia. La vehemencia romanticona me traicionaba y más temprano que tarde acababa declarándome a las niñas como un gafo -vehemencia que, confieso, se mantiene en mí intacta-, regalando poemas, abriendo mi corazón como una lata de melocotones -o de atún, por el contenido-, con los resultados nefastos que ya podrán imaginar.

Por esos días, el único pasatiempo que lograba sacarme de mi depresión luego de que una chica me ignoraba o me mandaba al carrizo, era la música -preferiblemente, los temas de mayor puñal, otra costumbre que se mantiene hoy en día- los libros y las películas. Me encantaban esas películas adolescentes de los años 80, todas llenas de personajes desvalidos, flacuchentos de aspecto Lambda, Lambda, Lambda, que debían exigir a fondo su imaginación para seducir a la niña que les daba en la torre.

Me sentía especialmente identificado con la película Lucas, esa donde un chamín cara e' tonto hacía cualquier cosa con tal de llamar la atención de la niña guapísima del colegio. Harto de ser su amigo incondicional y de verla besuqueándose con los musculosos jugadores del equipo de fútbol americano, Lucas hacía tontería tras tonería, en la boba esperanza de que algún día ella pudiera mirarlo con los ojos inflamados de pasión. La gracia se le acabó cuando se empecinó en jugar fútbol americano, creyendo que así ella lo apreciaría un poco más. En su primer partido salió magullado en extremo, casi inconsciente y paralítico luego de colisionar con un gordo que le cuadruplicaba el tamaño. Sin embargo, a pesar de las contusiones, Lucas había conseguido eso que tanto buscaba: que la señorita que le removía las tripas se preocupara por él.

La absurda nobleza del protagonista me llevó a pensar que quizás a las chicas, más que seducirlas, había que conmoverlas. Además, por ese entonces, no sé en donde (la televisión, la radio, algún libro) había oído que a las mujeres les gustaban los chicos tristes, porque les inspiraban una onda maternal que las llevaba a querer curarlos y redimirlos de su condición debilucha. Era como si, ante un chico golpeado o enfermo, a las chicas se les saliera la abnegada enfermera interior, la activista de los Derechos Humanos que llevan dentro.

A inicios de secundaria yo agonizaba por una de las chamitas más lindas del salón, y de la que solo me separaba un pupitre. Pero mientras para mí ella era la causante de mis más afiebrados desvelos pubescentes; para ella yo solo era uno más de sus inofensivos compañeritos de salón.

Un buen día –luego de ver Lucas– decidí llamar la atención de la chamita a cualquier costo, buscando aterrizar a la práctica la teoría esa de que a las mujeres les gustaba hacerse cargo de los chicos malheridos. Ya que mi físico tosco no le impresionaba en lo absoluto, recurrí a los recursos de la ficción para convertirme en un muchacho digno de ser acariciado.

La primera mañana llegué al colegio con el ojo sospechosamente morado. Ella me vio y de inmediato se apenó. “Pobrecito, qué te pasó”. Su compasión era música para mis oídos. Si no podía obtener su amor, podría arreglármelas con su lástima. Suena raro, pero siempre me ha parecido que hay un sentimiento, un transistor que comparten el amor y la lástima: el íntimo deseo de protección.

Yo le conté con lujo de detalles que me había peleado con un vecino abusivo la tarde anterior, y que aunque salí perdiendo lo hice con gallardía y dignidad. Ella me pagó la mentira con una sonrisa de orgullo y un beso en el cachete. La mentira había resultado un éxito. Estaba tan contento que no creí conveniente decirle que, en realidad, el color morado de mi ojo provenía, no precisamente del violento derechazo de un vecino pegalón, sino de un roll on para almohadillas de sellos de esos que usan las secretarias y que yo había encontrado en un cajón del escritorio de mi papá.

Con el timbre del recreo la magia entre la chamita y yo se disipó: ella se fue a departir con los chicos mayores de 4to y 5to, y yo me fui a sentarme en mi esquina de rezagado. De regreso a la clase, el sudor ya me había despintado por completo la tinta del falso moretón, haciendo que mi ojo se vea inesperadamente restablecido en tiempo récord. La chamita, felizmente, no cayó en cuenta de nada.

Dos día más tarde me decidí a probar suerte de nuevo. Esta vez, con un cuento más exagerado todavía. Llegué al colegio cabizbajo, con los hombros caídos, arrastrando la cara lánguida de un enfermo terminal. Todas las desgracias humanas parecían haberse tatuado en mi pálido rostro adolescente. Ante mi semblante plumífero, la chamita nuevamente mostró su preocupación. "Es el corazón", le dije.

–¿En serio? ¿Qué tiene tu corazón?

El doctor dice que es una arritmia que puede convertirse en un soplo al miocardio, inventé

No lo puedo creer, comentó ella, casi quebrándose…

A pesar de mi semblante de muerto viviente, por dentro disfrutaba enormemente toda la pantomima. Preocuparla era una manera de someterla, de dominarla, de tenerla cerca. Por unos segundos sentí que toda su atención estaba dirigida solo a mí, y eso me producía un placer inédito, riquísimo.

Con angustia, ella tomó mi mano, y yo sentí que ese era el momento estelar que tanto había estado esperando. Tenía que decir algo que la llevara a abrazarme y luego a darme un beso. Tenía que preocuparla aún más para que su conmiseración se comenzara a transformar en un amor incipiente.

Me han pronosticado tres años de vida como máximo…

Cuando dije esa mentira despojada de toda proporción, la pobre chamita se quedó muda, pasmada y luego se echó a llorar sin consuelo.

Sin duda, había llegado demasiado lejos. El asunto se me había escurrido de las manos por bocón. La poca gente que transitaba por el salón a esa hora de la mañana (estábamos en un receso) comenzó a mirarnos con extrañeza.

Yo trataba de calmarla, jurándole que no era nada serio, que seguramente la arritmia era solo una contractura muscular, un calambre, un hipo atracado. Le repasaba la mano por la cabeza diciéndole que estaría bien, pero ella ya no me oía: chillaba como una condenada, soltando un indiscriminado coctel de mocos y babas. De pronto, sus amigas llegaron, alarmadas por el lloriqueo.

Se va a morir, repetía ella, con la voz entrecortada

Las advenedizas me miraron como diciendo qué demonios le has dicho, gordo estúpido.

Debo decir que en todo el salón (es más, en todo el colegio) la candidez de esta niña era célebre. Siempre le tomaban el pelo por su excesiva ingenuidad, por su credulidad irritante. Le decías que los extraterrestres habían tomado por asalto Miraflores, y ella se lo creía. Le decías, no sé, que un tsunami asolaría la ciudad, y se deprimía sinceramente. O sea, era bonita, pero tonta. Y aunque yo la quería en silencio, ahora, repentinamente, la había comenzado a odiar. En ese cuadro lacrimógeno, ella era la clara víctima y yo aparecía como el gnomo malévolo que le había causado un daño anímico quizá irreparable.

–¿Cómo es eso de que te vas a morir ah? me preguntaron las amigas, enfurecidas, intuyendo que ahí había algún gato encerrado.

¡Es todo mentira!, grité.

Estaba ruborizado pero sobre todo harto. Harto de los quejidos infantiles de la tonta; harto de las incriminaciones de sus amigas intrigantes, y harto del ridículo aprieto en el que estaba metido. Grité, me puse en automática evidencia y salí corriendo por el pasillo, con ganas de que la Secundaria se acabara ese mismo día.

Con el paso del tiempo también las maneras de aproximarse al género opuesto evolucionan significativamente. No es que me haya vuelto un seductor talentoso, pero he ido encontrando formas más honestas y sensatas para tomar cartas ante una mujer que me interesa. Digamos que físicamente no mejoré mucho, pero los lentes de "pasta intelectual" y algunas benevolencias de la genética hicieron algo menos tosca mi apariencia. Dejé de esparcir esas mentirillas que tanto matizaron mi vida colegial y el mundo empezó a parecerme un lugar más confortable.

A mi primera novia, por ejemplo, la conquisté a fuerza de empuje. La perseguí meses de meses, insistí, organicé alrededor de ella todo un concierto de detalles que terminaron por doblegar su resistencia inicial. Nunca fui tan romántico como en esos meses de ilusión casi veinteañera. Le escribí cuartillas de poemas, le compuse decenas de canciones, le consentí casi todos los caprichos. Cuando ella me dejó, algo de ese romanticismo se perdió para siempre en el éter.

La segunda se dejó conquistar, supongo, por mis galanterías veraniegas. Más tarde, cuando el sol de marzo de esfumó, ella se dio cuenta de que esas galanterías eran solo un espejismo y se cansó de mi apatía y sosiego invernales.

Ellas tres, sumadas a otras chicas que fueron y vinieron, siempre resaltaron mi sensibilidad, mi locuacidad, mi capacidad de escucharlas, mi atención. También celebraron mi forma de besar (cosa rara, considerando que quienes me ‘enseñaron’ el arte del ósculo fueron las muñecas de mi hermana). Lo que nunca les ha gustado, más bien, es que sea tan posesivo, egoísta, voluble, distraído y falto de consideración.

Me queda claro que con la adultez uno troca la inocencia por cierta malicia. Al crecer te transformas: adquieres vicios, abandonas virtudes, aprendes trucos.

Hoy soy consciente de mis pequeños poderes, pero también le temo a la kriptonita de mis debilidades. Espero que la chica a la que por estos meses me ha traído de cabeza tan intensa y desordenadamente advierta que debajo de mi pellejo de antiguo Toronto hay un hombre que vive confundido, buscando una señora que lo quiera mucho y lo rescate pacientemente de sus contradicciones.

¿Y tú, lector extraño, sabes cuáles son tus poderes y cuál tu kriptonita?

8.7.10

Clonazepam y Circo: A propósito de la visita de Calamaro



“…En esta vida real, siempre fuimos decadentes”
Andrés Calamaro.


He venido siguiendo de cerca, por acercamiento y comentarios, toda la vorágine virtual en lo que se ha vuelto la visita de Andrés Calamaro a Venezuela. Y no puedo dejar de sentir algo menos que estupor. No porque El Salmón y sus representantes hayan aceptado completar el doblete con una presentación gratuita; nada más alejado de eso. Sino porque nuevamente volvemos a hacer baluarte nuestros radicalismos extremistas.

Estupor me da que la simple visita de un artista ponga de plano lo inconscientemente enajenados que podemos llegar a ser. Aquí el artista aceptó una presentación gratuita y lo tildan de “chavista de mierda” –seguro los mismos que hace algunos meses reclamaban su presencia-; pero más atrás salen los afectos al gobierno a decirle que no le pare bola a los escuálidos del carajo, y hasta un medio de comunicación oficial aprovecha el tema para meter el dedo en la llaga de la polarización.

Es desolador pero también habitual ver como el populacho –y hasta voces con obligada conciencia social- se encienden demagógicamente sin ni siquiera tomar en cuenta la posición real del artista, en cuanto como artista viene a dar un espectáculo. Aquí desde hace tiempo la famosa diana se va desvaneciendo a la conveniencia política de cada quién; pero no es ni rojo o azul, sino siempre teñido de negro desde el primer fotograma. Cada uno podrá sacar su propia interpretación, desde luego. Pero la mía, también lo digo, es que estamos haciendo una apología virtual del terrorismo.

En mi posición, las críticas y “apoyos beligerantes” están todos fuera de lugar; porque el arte es un quehacer absolutamente individual, emana de un solo individuo que crea y su objeto de creación está ínsitamente ligado a él. Mientras que la política, del signo que sea, no es cosa de uno pese a que se haga recaer siempre sobre uno, sino de muchos y hasta de todos. El político que destaca, en el régimen que sea, sobresale por ser director de orquesta y no solista. Ni siquiera los dictadores. Y no creo que ésta sea o haya sido la intensión de Calamaro al venir al país.

Cada quién puede tener su posición política, somos animales políticos y todos las tenemos, pero nada habilita para insultar a otros y, en el caso de El Salmón, llegar hasta señalarle que es un “chavista de mierda”. Hoy cobró Calamaro, ayer cobró Calle 13, Bersuit u otros tantos. Eso habla más bien de emocionalidad herida o estados alterados de la mente, ya que pertenece a la esfera privada de la persona y no es asunto de interés cultural. Como sí lo es que, pago o gratuito, se haya logrado la posibilidad de que uno de los artistas más influyentes de la escena musical latinoamericana haya tenido a bien visitar el país, luego de 19 años de ausencia.

Lo que más asusta de los agravios es la capacidad que tenemos para llamar a la polarización y la exclusión, en un país donde no se necesita que alguien más lo proponga, porque ya nos tienen perfectamente divididos entre chavistas y antichavistas, y disentir del disfrute del arte. No necesita este país que la absurda polarización llegue hasta las preferencias musicales, y exhorto a quién lea estas humildes posturas a no caer en tan baja propuesta, porque la situación nacional exige de nosotros sindéresis, claridad, mesura y aportes en la búsqueda de la equidad y la paz, cuando asomamos a una crisis de identidad que ya comienza a mostrar sus efectos y con tanta y tan feroz evidencia de que la situación empeorará por todos los costados.

A propósito, entre las rabias insolentes, nadie le puso el ojo a las implicaciones de la productora en todo este tema. Recomiendo leer la columna de hoy del periodista Luis Villapol que, guste o no guste lo planteado –son múltiples las posturas que puedan tenerse sobre el punto- es hasta el momento la única pluma que ha visto el tema en una óptica distinta, lo cual celebro.

En cuanto al señor Calamaro. Si, seguro no se imaginó que el hecho de haber aceptado una simple negociación para un show gratuito le crearía tantas molestias en su Twitter, tanto que hicieron explotar su rabia. Lo comprendo, yo hubiera hecho lo mismo y mandarlos a la mierda se hubiera quedado corto. Pero aquí ni el hecho cultural ha logrado mover las bases del clonazepam* y circo en que se ha convertido esto. Una hierba y música, que todo pasa...

Ya el hombre está en Caracas. Este viernes y sábado serán los shows. Que cada quién que decida a cuál prefiere ir y que disfrute. Mi dedo erecto es para la polarización. Y que El Salmón nos brinde su arte. Ya lo dijo él mismo en su Twitter. "Hermanos americanos, lo que ocurre en twitter se queda en twitter, todo bien no hay rencor, llego a CCS con las ilusiones intactas !" ¡Gracias por la visita y la deferencia, Salmón!


*Clonazepam: Fármaco indicado en el Trastorno de Pánico con o sin agorafobia. Rivotril, Ravotril, Diocam para lo comercial

6.7.10

Mi propia película


Confieso que siempre he vivido la vida bajo el manto de la esperanza y mis oníricas situaciones me proporcionan en ocasiones ácidas tortas en la cara. Pero es mi naturaleza, no lo puedo controlar. Una de esas manifestaciones recurrentes es, cuando una dama me gusta, inmediatamente proyecto películas en mi cabeza. Películas en las que, desde luego, la trama roza la perfección: yo y ella salimos a cenar a un lugar romántico, tomamos una botella de vino, nos besamos, pasamos una noche de sexo formidable y, de pronto, a la mañana siguiente ya somos novio y novia, marido y mujer y ahí nomás tenemos un hijo al que le ponemos de nombre el que ella le de la gana.

Y reconozco que a veces es francamente insoportable esta manía de soñar bobadas y armar deleznables castillos en el aire. Puede estar ella frente a mi y, mientras ella simplemente me cuenta cómo va el trabajo, los amigos o la cita médica, yo voy liberando a las miopes mariposas de mi imaginación y fantaseo y pienso en lo feliz que sería si viviera con ella en mi aparatamento, cocinando tallarines y escuchando un disco arrallanados en un puff. Todo esto acompañado de una repentina expresión abstraída e idiotizada, a la cual hay que chasquearme los dedos en la cara para evitar esos trances mongoloides y hacerme pisar tierra.

Siempre es igual. Me precipito, me impaciento, me figuro escenarios que no son, veo romances inminentes ahí donde solo hay cotidianas empatías y, como lógico resultado de tan diletante comportamiento, me voy trágicamente de boca contra el asfalto.

Algo parecido ocurre cuando esa mujer que me gusta me envía un mensaje o me escribe un mail. Lo leo y releo un sinnúmero de veces, tratando de descifrar cada palabra, como si estuviese delante, no de un trivial correo electrónico, sino de un jeroglífico que quizá esconda en algún recoveco un críptico mensaje amoroso. Repaso los adjetivos que emplean su autora, las supuestas intenciones insinuadas entre líneas, el esmero y cuidado que ponen en la ortografía.

También reparo en el tamaño, porque creo -por algún esoterismo absurdo que más de uno criticará– que la extensión de los correos delata una postura y encierra un significado particular. Si una chica alguna vez te manda un mail mayor a 3K, sin duda le interesas; pero si lo máximo que es capaz de escribirte es uno de 1K, no te hagas ilusiones, que lo más probable es que seas bulto en su lista de contactos.

Sin embargo, el indicador más confiable de todos está en el modo en que una chica se despide cuando te envía un mail. Ahí sí afino toda mi atención detectivesca. Porque no es lo mismo que alguien te mande ‘un beso’ a que te mande ‘un besito’ o ‘un besote’ (aunque es mejor todavía si coloca ‘besos’). Por el contrario, si la muchacha firma con un ‘abrazo’, ahí sí se jodió el asunto: el cartel de amigo no te lo quitará nadie.

Algunas escriben ‘chao’ a secas, en lo que vendría a ser una convención mecánica pero no del todo indiferente: con un ‘chao’ ella te quiere decir que, aunque no le gustas ni le disgustas, tendrás que trabajar duro para talar el árbol de su cariño que por ahora, recio, se niega a caer.
Pero antes que el ‘chao’ yo prefiero el ‘hablamos’, porque en esa expresión se concentra una cierta voluntad de prolongar indefinidamente el contacto.

Lo que sí encuentro catastrófico es cuando los mails se cierran con un gélido ‘saludos’ o, peor todavía, con un ambiguo ‘cuidate’, pues uno no sabe bien de qué tiene que cuidarse, si de pescar un resfriado, o de ser asaltado en una esquina, o de contraer una enfermedad venérea, o de que te caiga un porrón desde alguna azotea. Desconfío del ‘cuidate’ porque me genera angustia, y me hace pensar que, más que una afectuosa forma de decir adiós, es un anticipo de la desgracia, una suerte de amenaza disimulada: cuídate, cuídate de mí, cuídate de mis palabras, cuídate porque un día de estos te voy a dejar solo y me voy a ir, pendejo.

Si este post lo lee alguna mujer guapa que me vaya a mandar un mensaje de texto o un mail en el futuro, les pido encarecidamente –en aras de mantener mi salud mental a buen recaudo– que se despidan por escrito con cautela. Y si se les complica mucho, pues pongan ‘bye’ y listo. Eso sí, por ningún motivo escriban ‘chus’ o cualquiera de esos insípidos apócopes derivados del ‘chao’ que más parecen ininteligibles onomatopeyas orientales.

Volviendo al tema en que estábamos antes de irme por las ramas, cada noche y fin de semana lucho contra mis desvaríos cinematográficos y trato de ocuparme en cualquier cosa dejando las expectativas bien guardadas en la mesa de noche. Pero no saben cuánto me cuesta, y a veces sé que trepo a mi barca esperando volver con frescos lenguados y nutritivas curvinas y, por casualidades atmosféricas, el mar solo arrojó una anguila y dos aguamalas. Y así me dedico a vagabundear sin hacer predicciones, sin santiguarme, ni encomendarme a nadie. Solo cabe aceptar con humildad las ricas o pobres provisiones que la noche tenga a bien obsequiarme.

Que espero, pacientemente, sean de la mayor delicia. Yo sabré siempre rendirles tributo.

2.7.10

Justificando

Ayer estuve limpiando un poco el desastre apocalíptico en que estaba convertido mi dormitorio –lo cual creo que me provocó una congestión y una pre-gripe que me ha adormecido todo el día, para más señas de cómo estaba ese cuarto-, y entre papeles y papeles encontré un cuadernillo de escritos varios que he ido llenando desde hace algunos meses. Sentado sobre la cama, recordé con una nostalgia vigente la motivación –aún latente- que me hacía llenar ese cuadernillo y, junto a esa nostalgia, se me vino a la mente mis primeros cuentos e intentos de poemas: Unos papeles mecanografiados doblados en cuatro partes, en unos cuadernos Moderno tapa dura donde mi mamá guardaba moldes viejos de “Punto y Ganchillo”; fotos de cuándo era niño y recibos de pago de negocios que ya no existen. Eran tiempos de inseguridad literaria, y yo quemaba mis papeles cada dos o tres meses. Si todavía queda alguno vivo, habrá sido porque mi madre los guardó en otro lugar y los salvó, sin querer, de mis fantasmas pirómanos.

Y recordaba lo torpe que era con la máquina de escribir Olivetti de mis padres –que por ciertos, eran unos artistas de la velocidad con esas teclas- y la cantidad de resmas de papel que terminaban convertidas en bolitas de papel crudo, casi sin usar, ya que era tan impreciso que podía equivocarme en la primera línea. Recordaba también los motivos y lugares por los cuales escribía: algún amor infantil cazado en el patio del colegio y donde ojos ajenos leían algo mío por primera vez, y el jardín de la casa quinta donde corregía eso mismo que había escrito a lápiz. Y en ese divagar entendí algo que me dejó boquiabierto: No, no era el argumento... Era más bien algo en la construcción artesanal del texto lo que me hacía pensar en mis primeras obsesiones.

Recordé, maravillado, un ejercicio increíble que por alguna razón ya estaba fuera de mi memoria: en mi juventud yo no podía permitirme que el margen derecho de la hoja quedara mocho. Al principio me pareció la obsesión de un imbécil joven (yo era casi tan estúpido como hoy, hace quince años; pero no me sentía tan orgulloso como ahora), pero mientras hojeaba el cuento descubrí que no, que aquella enfermedad no era tan inútil.

Mis reglas de entonces, al escribir a máquina, eran pocas pero inquebrantables: con espacios incluidos, cada línea debía tener cincuenta y ocho caracteres, tres la sangría de comienzo de párrafo, y treinta y cinco líneas en cada hoja. Sin que el argumento variase demasiado, yo debía encontrar palabras que cayeran con exactitud en la prisión de los cincuenta y ocho espacios. Para eso, a la mitad de un renglón ya debía saber cómo seguir, y encontrar sinónimos si el asunto se ponía imposible.

No se podía utilizar la salida del doble espacio, ni el truco de los tres puntos suspensivos donde la trama no los pedía. En cambio sí estaba permitido cortar la última palabra con el guión normal, y también con el guión bajo subrayando la última letra (eso se conseguía pulsando la tecla “6” en mayúscula). Tampoco estaba permitido tachar. Si había un error de tipeo, había que empezar de cero.

Para poner un ejemplo, yo le tenía fobia a esto:



Y, con mucha práctica, había logrado escribir de esta otra manera, sin perjudicar demasiado al texto:
Creo que la primera de mis obsesiones literarias fue aquella, la de justificar el texto desde el primer borrador. Esa manía quizá debió servirme, sin saberlo, para pensar mejor cada palabra antes de ponerla en el papel, y para abrir a cada rato el diccionario de sinónimos.

Con el tiempo logré tanta eficacia en este ritual que lo había automatizado por completo. Es decir: llegó un momento en que ya no tenía que pensar en eso: la cabeza trabajaba sola en el problema de las sílabas y los espacios, sin quitarme energía para la imaginación o el deseo de narrar. Llegó un momento, a finales de los noventa, en el que yo era capaz de escribir, a una velocidad increíble, textos con el margen derecho impoluto, sin darme casi cuenta.

Aquellos fueron tiempos en que las computadoras personales eran un rumor de progreso que no se podía confirmar, y tenían más que ver con ser millonario que con el año dos mil. Y seguramente yo hubiera seguido así toda la vida, esquivando el serrucho de la derecha, si no fuese porque entonces aparecieron las máquinas electrónicas, después las eléctricas (que ya justificaban el texto) y por fin las primeras computadoras a precios razonables, llamadas con cariño “dos-ocho-seis”.

El texto justificado fue la primera de una interminable seguidilla de rituales que todavía me persiguen cuando escribo, y que muchas veces son solamente excusas para disfrazar la escasez de voluntad o la falta de inspiración. De joven tenía más de la segunda; ahora casi únicamente de la primera.

La única obsesión que conservo desde las primeras épocas es el mono de escribir (No, no es un chimpancé, un mono deportivo o de piyama). Esta prenda —que no ha tenido más de cuatro o cinco versiones a lo largo de mi vida— es con lo único que puedo sentarme a la máquina, desde 1994 hasta la fecha. Debe ser uno de esos monos escolares azul bien anchotes. Debe tener el elástico roto, algunos agujeros de cenizas caídas y, esencialmente, más de cinco años de antigüedad para que me resulte cómodo y, sobre todo, amistoso.

Con la llegada de la tecnología las cosas no mejoraron mucho en mi cabeza, sólo cambiaron algunas mañosidades. Ahora necesito que el teclado de la máquina no sea demasiado celoso, por ejemplo, y que sea blanco, no esos teclados negros modernos, ni mucho menos ergonómicos o partidos en dos: asco. Que la tipografía del procesador tenga serif, en lo posible garamond o georgia, jamás helvética ni arial ni mucho menos courier. La mesa muy limpia para empezar a trabajar, pero no sólo la mesa del escritorio, sino también la mesa de comer, la que está a mi espalda. Escribir despeinado (si estoy peinado, me meto debajo del lavamanos para despeinarme a punta de agua), siempre descalzo, tener más cigarros de los que necesitaría un náufrago feliz. No escribir caído de la pea, sino con algunas copitas de vino encima. E, innegociable, que sea de noche.

Los actos comunes: Sonreír y prender un cigarro para releer lo escrito, cuando supera las tres o cuatro pantallas. Fumar en el balcón para pensar y ser objetivo. Dar vueltas alrededor de la mesa con las manos en los bolsillos. Silvio al fondo, en volumen bajo y en repeat. Revisar por dónde va la jarra de café para hacer más si hace falta (así esté tomando vino) Y más que nada, tener siempre un poco de frío, como si estuviese a la intemperie y hubiese un río no muy lejos.

Me resulta necesario sentir en algún momento de la noche una especie de excitación infantil que solamente me producía el ir a la quebrada cerca de la granjita donde crecí cuando era niño. Era maravilloso escaparse en las tardes, con una lata de leche condensada y, ya un poco más grandecito, media caja de cigarros de cigarros en el bolsillo secreto de la campera. Sin aún escribir, empecé a sentir la necesidad de tener rituales en esa época.

En fin, escribir sigue siendo hoy un acto ritual. Un acto con el que me gano la vida, perpetúo el tiempo y los sentimientos y honré y sigo honrando a los amores que siguen haciéndome soñar –así ya no estén cerca de nosotros-. Ahora, que ya no importa si las palabras están mochas a la derecha, ahora que han pasado tantos años, solamente escribo para sentir ese hormigueo de la infancia, y para justificar los márgenes de los textos, de los ríos y de los amores por los que he andado.

PD: Ahora que lo encontré, seguiré llenando ese cuadernillo