26.7.10

La pincha sueños


Otro de los detalles de la visita a la casa de la infancia es que rescaté de uno de los viejos escaparates la flamante y pesada Remington modelo compacto con su caja de madera. Estaba también una Olivetti grandota y una Atlas, pero sólo me traje la Remington porque tenía la maleta y para que no me tomaran por loco en el terminal ni en la casa. Si hubiese ido en mi propio carro y viviera solo me las traía a las tres, porque la máquina de escribir es, de las cosas que no respiran, una de las cosas que más quiero.

Pero sobre todo me fascina ésta, la Remington Mini Modelo Remette, porque reproduce los anhelos de mi infancia. Mil veces me levanté descalzo hacia la sala y perseguí el ta-ca-ta-ta-ca que llegaba desde la estancia. De chamito, no había maravilla más grande que mi papá sentado frente a esta cosa, escribiéndo sus documentos.

Yo arrastraba una silla blanca y me trepaba para verlo. La fila de hormigas elegantes que aparecía en la hoja se detenía únicamente cuando él se mordía un labio; el de abajo. Y cuando levantaba las cejas volvía el sonido de la marcha: ta-ca-tác, ta-ca-tác... Lo que más me gustaba era que llegara al final de una línea, porque el mejor de todos los ruidos era el timbre del salto de carro: había que mover el rodillo o las hormigas se podían caer, desde la hoja hasta el suelo, y podía ser fatal.

En aquellos tiempos lo único que yo quería de mi vida era aprender ese arte; sentía que el artefacto —macizo, gris, y más que nada poderoso— era el mejor juguete que existía sobre la tierra. Y que saber usarlo por diversión sería, por lógica, el mejor de los juegos humanos. Y así aprendí toscamente a manejarla y, antes de que llegara el primer computador a la nueva casa, ya estaba escribiendo los primeros intentos de cuentos y sueños de niño enamoradizo; y acumulando las primeras montañas de bolitas de papel cada vez que me equivocaba. Creo que, de alguna manera, podía pinchar un sueño en cada tecla.

Ahora que está acá, puse a la Remington huérfana en un sitio privilegiado de la casa, frente a la computadora. Así que ahora la miraré todos los días, esperando que, de una forma absúrdamente telepática, me lleve nuevamente a la sala de la vieja casa, a la época en que oía el traqueteo en la sala, y vuelva a sentir en la parte de atrás de la nuca esa piquiña por escribir.

Otras de las cosas que recordaba era que me fascinaba que las personas grandes se quedaran en silencio frente a las hojas incómodas de El Impulso, y que movieran los ojos para leer. Una vez, solo en el baño, quise repetir el gesto adulto y entonces no me entretuve con los dibujos de Olafo El Amargado ni los de Quintín Pérez, sino con las letras indescifrables de los titulares. Las miré fijo, como si el proceso de leer no llegara desde la comprensión, sino de una postura determinada de los ojos —como los estereogramas que estuvieron de moda en los noventa—, pero no ocurrió ningún milagro. Me concentré en una letra (específicamente la jota) y pensé algo demasiado enfermizo: pensé que los mayores tampoco veían nada en aquellos garabatos, y que en realidad se burlaban de mí todo el tiempo para después, a solas, divertirse a costa de mi ingenuidad.

Debo haberle ladillado mucho al viejo Andrés para que me enseñara el truco; se lo debí haber implorado hasta con espanto, porque esa misma tarde apareció en casa un libro que se llamaba Upa, y al día siguiente, como en tercer grado, mi papá usó la Remington para enseñarme todo lo que sé.

Nunca supe si el viejo Andrés supo que me divertia demasiado. Nunca supe si él sabía que buscaba un gesto en sus ojos, y que la curiosidad que yo tenía por aprender quedaba en desventaja frente a las ganas de que él hiciera el gesto de triunfo, que era el de levantar las cejas y decir "muy bien, negrito", y después buscar en mi mamá, en los ojos de ella, la otra mitad de la gloria.

Yo aprendí a leer y escribir en la sala de casa. El viejo Andrés volvía de trabajar a las ocho. Y yo lo esperaba con el libro Upa en la mano, sentado frente a la Remington, para que me explicara más. Cuando llegaba con tragos encima se postergaban las lecciones y yo me quedaba con mucha rabia, pero cuando la sobriedad lo bendecía, ocurría el milagro del encuentro de dos grandes obsesiones: la mía por entender, y la suya por que entendiera.

En sus últimos años de vida recuerdo que tuve que explicarle cómo contar palabras y ajustar los márgenes en Word, cosa que me daba mucha ladilla explicar. Hoy ya sé por qué debía hacerlo: porque le estaba devolviendo un poco de lo que me dio en la infancia. Y no se lo pude haber pagado nunca ni con mil tutoriales. Porque él, sin saberlo, me enseñó las dos cosas que todavía creo que hago con cierta propiedad: leer y escribir.

Ahora que tengo nuevamente conmigo a la Remington y a una mujer que me hace volar, tengo delante de mis narices una tarea trascendente: trasmitir todo el deseo y la pasión que pueda.

Y vuelvo a sentir en la parte de atrás de la nuca esa impaciencia, esa alegría desbordada, como si otra vez fuera niño, las letras de la Remington fuesen garabatos por conquistar y que, con cada tecleo, pincho un sueño y le doy un beso inmenso a esa mujer que me hace volar.

1 comentario:

  1. Hola, sabes cómo se saca el número 1 en la maquina de escribir Remington?? Saludos.

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