11.7.10

De poderes y kriptonita

Desprovisto –por natura– de la belleza hercúlea y apolínea necesaria para hacer que las chicas se rindieran ante la menor de mis insinuaciones, de chamo, en el colegio, no tenía más opción que buscar salidas creativas para persuadir a las mujeres de lo buena que resultaba la idea de que yo fuera, al menos sólo por el tercer lapso, el hombre de sus vidas.

Gordito –bastante gordito-, torpe y miope; portando unos lentes redondos, cuya sola montura superaba el tamaño de mi cara, me paseé por Primaria (y los primeros años de Secundaria) luciendo un ‘look’ infame, solo comparable con la tosca apariencia de un Toronto, pero con lentes.
La vida me enseñó rápidamente que, si a una chica no le gustabas de entrada, si el golpe de la primera impresión no rendía los frutos esperados, debías optar por el sacrificado, árido, pero honorable camino de la paciencia. Ello implicaba un sistemático trabajo de captación, cuyo primer paso era tomar ubicación respecto de la mujer que te gustaba: una distancia específica, pertinente, amistosa. Estar lo suficientemente cerca como para que ella sepa que existes, y lo suficientemente lejos como para no ser una ladilla. Un justo término medio entre el acoso y la indiferencia. Ante la imposibilidad natural de impactarlas desde el físico, la mecánica de seducción que se imponía era menos anatómica, pero más cerebral.

Mi gran problema a los 11 o 12 años era que mi paciencia mutaba en un mosquito patas blancas, y volaba apenas iniciaba mis planes de contingencia. La vehemencia romanticona me traicionaba y más temprano que tarde acababa declarándome a las niñas como un gafo -vehemencia que, confieso, se mantiene en mí intacta-, regalando poemas, abriendo mi corazón como una lata de melocotones -o de atún, por el contenido-, con los resultados nefastos que ya podrán imaginar.

Por esos días, el único pasatiempo que lograba sacarme de mi depresión luego de que una chica me ignoraba o me mandaba al carrizo, era la música -preferiblemente, los temas de mayor puñal, otra costumbre que se mantiene hoy en día- los libros y las películas. Me encantaban esas películas adolescentes de los años 80, todas llenas de personajes desvalidos, flacuchentos de aspecto Lambda, Lambda, Lambda, que debían exigir a fondo su imaginación para seducir a la niña que les daba en la torre.

Me sentía especialmente identificado con la película Lucas, esa donde un chamín cara e' tonto hacía cualquier cosa con tal de llamar la atención de la niña guapísima del colegio. Harto de ser su amigo incondicional y de verla besuqueándose con los musculosos jugadores del equipo de fútbol americano, Lucas hacía tontería tras tonería, en la boba esperanza de que algún día ella pudiera mirarlo con los ojos inflamados de pasión. La gracia se le acabó cuando se empecinó en jugar fútbol americano, creyendo que así ella lo apreciaría un poco más. En su primer partido salió magullado en extremo, casi inconsciente y paralítico luego de colisionar con un gordo que le cuadruplicaba el tamaño. Sin embargo, a pesar de las contusiones, Lucas había conseguido eso que tanto buscaba: que la señorita que le removía las tripas se preocupara por él.

La absurda nobleza del protagonista me llevó a pensar que quizás a las chicas, más que seducirlas, había que conmoverlas. Además, por ese entonces, no sé en donde (la televisión, la radio, algún libro) había oído que a las mujeres les gustaban los chicos tristes, porque les inspiraban una onda maternal que las llevaba a querer curarlos y redimirlos de su condición debilucha. Era como si, ante un chico golpeado o enfermo, a las chicas se les saliera la abnegada enfermera interior, la activista de los Derechos Humanos que llevan dentro.

A inicios de secundaria yo agonizaba por una de las chamitas más lindas del salón, y de la que solo me separaba un pupitre. Pero mientras para mí ella era la causante de mis más afiebrados desvelos pubescentes; para ella yo solo era uno más de sus inofensivos compañeritos de salón.

Un buen día –luego de ver Lucas– decidí llamar la atención de la chamita a cualquier costo, buscando aterrizar a la práctica la teoría esa de que a las mujeres les gustaba hacerse cargo de los chicos malheridos. Ya que mi físico tosco no le impresionaba en lo absoluto, recurrí a los recursos de la ficción para convertirme en un muchacho digno de ser acariciado.

La primera mañana llegué al colegio con el ojo sospechosamente morado. Ella me vio y de inmediato se apenó. “Pobrecito, qué te pasó”. Su compasión era música para mis oídos. Si no podía obtener su amor, podría arreglármelas con su lástima. Suena raro, pero siempre me ha parecido que hay un sentimiento, un transistor que comparten el amor y la lástima: el íntimo deseo de protección.

Yo le conté con lujo de detalles que me había peleado con un vecino abusivo la tarde anterior, y que aunque salí perdiendo lo hice con gallardía y dignidad. Ella me pagó la mentira con una sonrisa de orgullo y un beso en el cachete. La mentira había resultado un éxito. Estaba tan contento que no creí conveniente decirle que, en realidad, el color morado de mi ojo provenía, no precisamente del violento derechazo de un vecino pegalón, sino de un roll on para almohadillas de sellos de esos que usan las secretarias y que yo había encontrado en un cajón del escritorio de mi papá.

Con el timbre del recreo la magia entre la chamita y yo se disipó: ella se fue a departir con los chicos mayores de 4to y 5to, y yo me fui a sentarme en mi esquina de rezagado. De regreso a la clase, el sudor ya me había despintado por completo la tinta del falso moretón, haciendo que mi ojo se vea inesperadamente restablecido en tiempo récord. La chamita, felizmente, no cayó en cuenta de nada.

Dos día más tarde me decidí a probar suerte de nuevo. Esta vez, con un cuento más exagerado todavía. Llegué al colegio cabizbajo, con los hombros caídos, arrastrando la cara lánguida de un enfermo terminal. Todas las desgracias humanas parecían haberse tatuado en mi pálido rostro adolescente. Ante mi semblante plumífero, la chamita nuevamente mostró su preocupación. "Es el corazón", le dije.

–¿En serio? ¿Qué tiene tu corazón?

El doctor dice que es una arritmia que puede convertirse en un soplo al miocardio, inventé

No lo puedo creer, comentó ella, casi quebrándose…

A pesar de mi semblante de muerto viviente, por dentro disfrutaba enormemente toda la pantomima. Preocuparla era una manera de someterla, de dominarla, de tenerla cerca. Por unos segundos sentí que toda su atención estaba dirigida solo a mí, y eso me producía un placer inédito, riquísimo.

Con angustia, ella tomó mi mano, y yo sentí que ese era el momento estelar que tanto había estado esperando. Tenía que decir algo que la llevara a abrazarme y luego a darme un beso. Tenía que preocuparla aún más para que su conmiseración se comenzara a transformar en un amor incipiente.

Me han pronosticado tres años de vida como máximo…

Cuando dije esa mentira despojada de toda proporción, la pobre chamita se quedó muda, pasmada y luego se echó a llorar sin consuelo.

Sin duda, había llegado demasiado lejos. El asunto se me había escurrido de las manos por bocón. La poca gente que transitaba por el salón a esa hora de la mañana (estábamos en un receso) comenzó a mirarnos con extrañeza.

Yo trataba de calmarla, jurándole que no era nada serio, que seguramente la arritmia era solo una contractura muscular, un calambre, un hipo atracado. Le repasaba la mano por la cabeza diciéndole que estaría bien, pero ella ya no me oía: chillaba como una condenada, soltando un indiscriminado coctel de mocos y babas. De pronto, sus amigas llegaron, alarmadas por el lloriqueo.

Se va a morir, repetía ella, con la voz entrecortada

Las advenedizas me miraron como diciendo qué demonios le has dicho, gordo estúpido.

Debo decir que en todo el salón (es más, en todo el colegio) la candidez de esta niña era célebre. Siempre le tomaban el pelo por su excesiva ingenuidad, por su credulidad irritante. Le decías que los extraterrestres habían tomado por asalto Miraflores, y ella se lo creía. Le decías, no sé, que un tsunami asolaría la ciudad, y se deprimía sinceramente. O sea, era bonita, pero tonta. Y aunque yo la quería en silencio, ahora, repentinamente, la había comenzado a odiar. En ese cuadro lacrimógeno, ella era la clara víctima y yo aparecía como el gnomo malévolo que le había causado un daño anímico quizá irreparable.

–¿Cómo es eso de que te vas a morir ah? me preguntaron las amigas, enfurecidas, intuyendo que ahí había algún gato encerrado.

¡Es todo mentira!, grité.

Estaba ruborizado pero sobre todo harto. Harto de los quejidos infantiles de la tonta; harto de las incriminaciones de sus amigas intrigantes, y harto del ridículo aprieto en el que estaba metido. Grité, me puse en automática evidencia y salí corriendo por el pasillo, con ganas de que la Secundaria se acabara ese mismo día.

Con el paso del tiempo también las maneras de aproximarse al género opuesto evolucionan significativamente. No es que me haya vuelto un seductor talentoso, pero he ido encontrando formas más honestas y sensatas para tomar cartas ante una mujer que me interesa. Digamos que físicamente no mejoré mucho, pero los lentes de "pasta intelectual" y algunas benevolencias de la genética hicieron algo menos tosca mi apariencia. Dejé de esparcir esas mentirillas que tanto matizaron mi vida colegial y el mundo empezó a parecerme un lugar más confortable.

A mi primera novia, por ejemplo, la conquisté a fuerza de empuje. La perseguí meses de meses, insistí, organicé alrededor de ella todo un concierto de detalles que terminaron por doblegar su resistencia inicial. Nunca fui tan romántico como en esos meses de ilusión casi veinteañera. Le escribí cuartillas de poemas, le compuse decenas de canciones, le consentí casi todos los caprichos. Cuando ella me dejó, algo de ese romanticismo se perdió para siempre en el éter.

La segunda se dejó conquistar, supongo, por mis galanterías veraniegas. Más tarde, cuando el sol de marzo de esfumó, ella se dio cuenta de que esas galanterías eran solo un espejismo y se cansó de mi apatía y sosiego invernales.

Ellas tres, sumadas a otras chicas que fueron y vinieron, siempre resaltaron mi sensibilidad, mi locuacidad, mi capacidad de escucharlas, mi atención. También celebraron mi forma de besar (cosa rara, considerando que quienes me ‘enseñaron’ el arte del ósculo fueron las muñecas de mi hermana). Lo que nunca les ha gustado, más bien, es que sea tan posesivo, egoísta, voluble, distraído y falto de consideración.

Me queda claro que con la adultez uno troca la inocencia por cierta malicia. Al crecer te transformas: adquieres vicios, abandonas virtudes, aprendes trucos.

Hoy soy consciente de mis pequeños poderes, pero también le temo a la kriptonita de mis debilidades. Espero que la chica a la que por estos meses me ha traído de cabeza tan intensa y desordenadamente advierta que debajo de mi pellejo de antiguo Toronto hay un hombre que vive confundido, buscando una señora que lo quiera mucho y lo rescate pacientemente de sus contradicciones.

¿Y tú, lector extraño, sabes cuáles son tus poderes y cuál tu kriptonita?

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