28.4.10

Para ser como El Principito


De niño soñaba ser como El Principito -el primer libro que leí en mi vida-. Vivir en un asteroide, tener mis volcanes, pelear contra los baobabs y cuidar de mi rosa. Quizá no anhelaba tanto lo de hacer las preguntas "tontas" porque ya las hacía -y aún las hago-. Lo cierto es que, como alguien dijo por ahí, nuestra misión es ir detrás de nuestros sueños, y por eso me he comprado un terreno en la Luna, que no es un asteroide pero es lo más cerca que tenía. Aquí les muestro mi título de propiedad:


Mi terrenito lunar me costó costó 20 dólares —gastos de envío aparte— y lo pagué con tarjeta. (Me ofrecían un terreno más grande, pero el total serían como 600 dólares y no veía viable engañar a Cadivi con unos "cultivos organopónicos lunares"). En fin, compré mi pedacito y, además del certificado con mi nombre grandote, me vino por correo una foto satelital de mi parcela. No sé si ustedes estarán viendo la Luna, que anda llena por estos días; pero si la tienen a mano dibujen en ella una cara imaginaria. Mi terrenito estaría sobre el ojo derecho. La región se llama "Lago de los Sueños" (Lacus Somniorum en latín) y está casi saliendo del Mar de la Serenidad, como quien va al Cráter Posidonius. Queda 36º latitud norte, y 32,6º latitud este. Y la parcela es la nº 1554.

La verdad no es gran cosa: haciendo cuentas descubrí que son apenas cuatro mil metros cuadrados. De todas maneras, el hombre que me vendió el terrenito dice que esta zona, el "Lago de los Sueños" se está convirtiendo en una de las más deseadas, y me advirtió que me apurase porque se las estaban sacando de las manos. ¿Cómo no iba a hacerle caso a este señor, si es un visionario de la modernidad?

Investigando un poco antes de la transacción, pude conocer que el dueño de la Luna se llama Dennis Hope, pero no siempre fue tan moderno ni tan visionario. De hecho, en su niñez y juventud él miraba la luna como la vemos nosotros: con cara de tonto y pensando en otra cosa. En los años setenta este buen hombre, algo gordito y con gesto entre pánfilo y boludón, trabajaba de ventrílocuo. Iba pueblo por pueblo, junto a un teatro de variedades que funcionaba en el sur de Estados Unidos. A Dennis las cosas no le iban muy bien porque, al parecer, movía demasiado los labios. Pero insistía.

Según dicen, Dennis seguía en el pobre teatro rodante porque estaba enamorado de la hija del dueño. Una chica que se llamaba Alice y que hacía equilibrio o malabares, según la necesidad. Pero la chica era menor, y entonces él la deseaba en silencio, y esperaba a que cumpliera dieciocho para declararse. En medio de la espera, se casó con una bailarina mexicana, pero el matrimonio funcionó muy mal.

A finales de 1980 la vida de Dennis dio un giro inesperado. Todo, absolutamente todo, salió al revés de lo esperado. Un día se divorció de su mujer para irse con la chica que amaba, al día siguiente la chica se mató en un doble salto mortal sin red, al tercer día el dueño del teatro entró en depresión y cerró el espectáculo, y al cuarto día él se quedó sin trabajo, en el medio de una carretera comarcal de California, con un auto viejo, un muñeco de madera y dos mudas de ropa. Sin nada. Mirando la luna como un estúpido. Como la miramos nosotros cuando llegamos al fondo del pozo y ya no sabemos qué hacer con nuestras vidas.

Entonces, esa noche trágica del 22 de noviembre de 1980, Dennis Hope tuvo una extraña revelación:

Ahí se pueden construir un montón de casas —se dijo, mirando la palidez del satélite panzón.
Hasta ese momento, absolutamente a ningún ser humano se le había ocurrido patentar la Luna para hacerla urbanizable (si se lo hubiera preguntado a un venezolano antes, ya tendríamos ranchos y gallineros verticales). Pero en eso reside la grandeza del tipo. O su locura, que es lo mismo.

Dos días más tarde, un ventrílocuo mediocre que no tenía nada que perder, porque ya lo había perdido todo, entró sin golpear a una de las Oficinas de Registro de San Francisco y le dijo al tipo que estaba del otro lado del mostrador:

—Buenas… Vengo a reclamar la posesión de la Luna, de los ocho planetas vecinos a la Tierra y de todos sus satélites. ¿Qué formulario hay que rellenar?

Estuvo unas cuantas horas discutiendo con los administrativos, que le aseguraban que tal cosa era imposible. Y en parte tenían razón: existía (y aún existe) un Tratado del Espacio Exterior, firmado en 1967 por la ONU, donde se acordó que ningún país podría reclamar la soberanía de los cuerpos celestes. Dennis Hope, testarudo como ventrílocuo malo, no se rindió y volvió a la tardecita con un abogado de mala muerte, compañero suyo de la primaria. El abogado tuvo su gran momento de lucidez frente a los funcionarios:

—El Tratado dice que ningún país puede, pero no habla ni de empresas ni mucho menos de particulares.

Los de la Oficina de Registros, más cansados que vencidos, y ya con ganas de poner el cartelito de “closed” e irse a sus casas, le dieron a Dennis unas planillas azules, éste registró allí minuciosamente sus propiedades, aquéllos sellaron todo con cara de aburrimiento, le dieron una copia, archivaron los originales y santas pascuas.

Una semana más tarde Dennis Hope metió tres cartas idénticas en el buzón que estaba en la esquina de la casa de su madre: una carta a la ONU, otra al Gobierno de los Estados Unidos, y la tercera a la todavía viva y coleante Unión Soviética. Allí le informaba a la santísima trinidad del espacio sobre sus flamantes derechos y les anunciaba (no les pedía permiso, sólo los ponía en conocimiento) que en el futuro se dedicaría a vender por partes sus territorios.

Nadie le contestó, por supuesto. Y así pasó ese año, y después otro, y después cayó el Muro de Berlín, y más tarde llegó Internet y el siglo veintiuno.

Ventiséis años después de aquella noche de revelaciones, Dennis Hope lleva vendidas más de dos millones y medio de parcelas de la Luna (los planetas todavía se resisten un poco; la gente no quiere terrenos tan lejos de casa). El ex ventrílocuo tiene una página web, LunarEmbassy.com, donde cualquiera puede comprar una propiedad en el espacio, como hice yo mismo la semana pasada. Y también tiene, cómo no, un montón de detractores y de gente que confunde las cosas; a él lo confunden con un estafador, y a nosotros, los compradores, nos confunden con unos imbéciles.

Mis amigos, sin ir más lejos, están convencidos de que este señor me engañó como a un chico al que le roban los caramelos en el recreo. Que me vendió aire, dicen, que me engatusó, y que ahora el tal Dennis se ríe, con mi dinero en el bolsillo.

Nada más lejos. Acabo de comprar una historia de sobremesa, algo para lo que levantarme cuando sea viejo y mostrarle, con orgullo y un poco de autoridad, a mi futuro yerno. Los suegros tienden a levantarse de la mesa y traer cosas raras y únicas, para que los yernos deban ensayar gestos de falso interés. La vida es así, y yo no podré resistirme a esa práctica ritual, cuando sea suegro. Y hasta hoy no tenía nada para cuando llegue ese momento.

Ahora tengo una parcela en la Luna y puedo decir que ya me siento más como El Principito. Un bonito certificado en forma de pergamino. Un mapa satelital con las coordenadas de mi terrenito lunar. Ahora ya podré avergonzar a mi hija cuando se aparezca con un novio melenudo.

Yo creo que habría que tener un poco más de fe respecto a la modernidad y sus nuevas formas de negocio y de ocio. A mí, la verdad sea dicha, Dennis Hope me cae muy bien. Es la clase de tipo que me gusta: fracasado, mentiroso, paciente y de repente asombroso y genial. Me encanta que haya sido ventrílocuo y que ahora sea millonario. Me encanta que la prensa lo confunda con un estafador, y me encanta que la gente, a pesar de no creer una sola palabra de lo que dice, le compre la Luna.

Hay un error en todos los artículos, blogs y páginas Web que hablan sobre este tema y sobre este hombre. En general, se da por sentado que los compradores son estúpidos, o gente crédula. Y no es así. El mundo ha cambiado mucho y los nuevos compradores de fantasía somos concientes de que no hay nada, pero nada, más allá de ese papel falso con ribetes dorados. Compramos una historia. Y las historias ya no vienen solamente en el formato de un libro o de un ticket para la matiné. También vienen dispersas en las charlas y las conversaciones. También vienen colgadas en las paredes de las casas. Las historias son, a veces, lo que nosotros queremos que sean.

A mí no me importa la Luna. Pensándolo bien, la Luna está entre las cosas que menos me importan de la vida. Pero por suerte, veinte dólares también. Y entre poder decir en una sobremesa “tengo un pedacito de la Luna” y decir “tengo veinte dólares” yo sé muy bien lo que hay que hacer. Hay que comprar un libro, hay que comprar un disco, hay que comprar la Luna. Cosas pequeñas e inútiles que tengan la capacidad de convertirnos en niños otra vez. No en niños a los que les han robado el chocolate en el recreo, sino en chicos con el sabor del dulce en la boca.

Dennis Hope y yo hemos hecho un negocio imaginario. Yo le di veinte dólares, que es un papel que representa un pedacito de un lingote de oro que hay en la bóveda del Tesoro Norteamericano. Él me dio otro papel que representa un retazo al norte de la Luna.

Nadie ha visto nunca esos lingotes.

Yo a mi Luna, a mis volcanes, a mis baobabs y a mi rosa las miro cuando se me antoja...

15.4.10

Mujer panzona y con barba


Me llamo Andrea, pero de cariño me dicen "Nena". Adoro ese diminutivo: es, ay, no sé, práctico, cariñoso, súper femenino. No me gusta ventilar mi edad. Me parece socialmente innecesario. Pero, bueno, para efectos de esta presentación lo diré una sola vez: tengo 28 años (y muy bien vividos y transpirados, por si acaso).

Desde luego que no los aparento. Es más, todo el mundo me calcula, máximo, 24 o 25. Debe ser porque me cuido todo el tiempo para estar lo más divina posible. Cuatro veces por semana voy al gym, hago cardio, hago sentadillas, hago Pilates, hago spinning, tengo el Wii Fit, hago tae-bo, hago bailoterapia, uff, hago de todo. Obvio que también me someto a una dieta permanente: como sólo la clara de huevo en las mañanas o mi Special K -del negro, que es el que rebaja-, y en las noches, un atuncito con galletas de soda (Ojo, solo dos, para no abusar). Y en el almuerzo, mi pollito a la plancha con ensalada.

Como cualquier chica, odio estar flácida, odio la celulitis, y ahora que vienen las vacaciones odiaría que mis rollos se desborden y cubran las tiras del bikini nuevo que compré. Se vería fatal.

Me encanta ir a la playa, pero siempre tengo que pensarlo dos veces antes de meterme en el agua. Mientras una está echada en el pareo todo está bien: te engrasas el cuerpo con bronceador, te echas un poco de crema protectora de rayos ultra violeta, otro poquito de bloqueador, y te relajas para que el sol te deje bien perladita. Pero al momento de ir al mar, ay, siento que todo el mundo me mira y, no pues, no hay forma de que me vean fofa ni descolgada.

Alguien podría decir que soy una frívola, una superficial, pero no es cierto. ¡Me gusta sentirme bien! Por eso también, antes de dormir, me pongo crema humectante, crema exfoliante, y crema revitalizadora con esencia de vainilla. Antes, lógico, procedo a depilarme las axilas y las piernas y me pongo aloe con doble poder hidratante en todo el cuerpo.

Lo que más detesto es tener que afeitar el bigote horripilante que me crece debajo de la nariz. Es un bozo duro y necio. Tengo una amiga que dice que no se nota, pero tengo la sospecha de que me miente. No sé si para no hacerme sentir mal o para que no me vea más bonita que ella y le robe las miradas. Ya saben, las mujeres nos podemos querer mucho, pero en el fondo somos un poco celosas y competitivas.

Yo adoro a mis amigas, a Mary, a Jenny, a July, a Sofi… en menos de dos años, ya se casaron toditas, y algunas, por apuradas, ya se están arrepintiendo. Fui testigo de la mayoría. Pero eso sí, son unas tontas: casi todas se casaron con el primer pendejote que les aseguró la vida. Es alucinante. No estaban enamoradas, simplemente se sentían seguras y agarraron viaje.

No meto en el saco a Stéfany, que se casó con Luis, que es un excelente partido: bello, con buen trabajo, emprendedor y súper tranquilo. En cambio las demás, ay Dios: sus maridos son unos vacíos, atorrantes, ególatras y le echan los perros a cualquiera, pero, claro, como todos juegan ganan plata, tienen unos súper puestos, casa en la playa y viajan a Europa o Estados Unidos de vacaciones, mis amigas prefieren hacerse de la vista gorda. Yo, la verdad, no los trago mucho, pero soy una hipócrita profesional.

Pero a la que más quiero es a mi amiga Lucy. Es como yo: más independiente y libre. Nos acompañamos mucho aunque, en el fondo (esto nunca lo reconocemos salvo cuando estamos ebrias), las dos quisiéramos encontrar alguien que nos quiera. No cualquier hijo de vecino tampoco. No se trata de estar con un idiota para salir del apuro. En todo caso, preferiría volver con mi ex, que –aquí entre nos– es otro imbécil. Un día, después de tres años de relación, me salió con el cuento de que se sentía asfixiado, que no estaba seguro de que él fuera el hombre para mí y no sé qué tantas mamaguevadas más (perdón que lo diga así, pero cuando me acuerdo de él se me sale el Lina Ron que todos tenemos por dentro). Obvio que lo corté. “Mira, papito, si no sabes lo que quieres después de tres años, no me hagas perder más el tiempo". Y listo. Neeeeeeeeeeext. Y que quede claro: él me dijo para terminar pero fui yo la que tomó la decisión. Mis amigas dicen que por lo menos me fue sincero, pero, no sé, es el hecho pues.

Ahora está correteando niñitas con las lolas operadas en discotecas. Qué patético. La vez pasada me lo crucé de lejos en un café, pero ni me acerqué. Me dije a mí misma: “Nena, tú quieta, ni lo mires; ante todo, actitud”. De reojo lo vi más panzón y un poco más calvo. Me alegré en silencio por su deterioro. Yo, felizmente, estaba con un grupo de amigas, súper relajadas, tomando unos Baylis. No voy a negar que a veces lo extraño y me provoca llamarlo, pero eso jamás se lo diría. Primero muerta. Una tiene su dignidad y tiene que darse su sitio.

Además, no es el único flaco del mundo. Hay hombres por todos lados. Lo malo es que en Caracas cuando tienes más de 30 ya te hacen sentir vieja. Los chamitos son muy inmaduros y los más viejos, o ya están comprometidos o no quieren comprometerse. Y los pocos chicos guapos que están solos, casi todos son abiertamente maricones. Es una vaina.

Por otro lado, para qué negarlo, la competencia es dura. Las chamas de ahora están todas regias. Todas estilizadas las malditas. Y yo –con el dolor de mi ego– sé que ya no estoy tan apetecible como cuando tenía 20. O sea, fea no soy ni recién levantada, pero ya no es lo mismo. Antes era sumamente exigente, ahora, en cambio, le jalo bola a algunos tarados solo para sentir que aún soy atractiva, que aún puedo seducir. Si tuviera que hacer una sincera descripción física de mí misma, diría que soy atrevida. Con tetas y un trasero que es un delirio. Yo sé lo que tengo. Por eso me cuido.

Cuando llegan los fines de semana extraño horrores a mis amigas. O sea, siempre tratamos de juntarnos, de desayunar en Boston Bakery, o de almorzar enun buen sitio en El Hatillo, o tomarnos unos vinitos en Café Olé, pero no es lo mismo. Se casaron y se perdieron las ingratas. Y ni loca voy a estar yendo al cine o al teatro sin nadie, como una pulgosa antisocial que no tiene con quién andar.

A veces extraño a mi mamá. Creo que ella está más angustiada que yo con el asunto de mi soltería. La única que está verdaderamente feliz de que yo ande solita es “Canela”, mi perrita, una fox terrier muy coqueta, despistada y tragona. Siempre anda con la cola levantada, alborotando a los perritos del vecindario. Para ser perra es bien zorra. Me muero por ella. También la extraño muuuuuuuuucho!

Además de ir al gimnasio, me la paso organizando fiestas, baby showers y despedidas. Me encanta hacerlo porque ahí me encuentro con todas mis mejores amigas y nos tomamos un trago, chismeamos y nos cagamos de la risa. Bueno, también nos mentimos un poco subrayando lo muy felices que estamos, lo divinas que nos sentimos, etcétera, pero ya me acostumbré. En Caracas, si no mientes, estás frita. Tienes que decir que tu chico, tu novio o esposo es un príncipe azul aunque en el fondo solo sea un sapo que se la pasa eructando y haciéndote la vida imposible.

En esas reuniones nunca falta el fotógrafo de Sociales que aparece en la mesa y todas, automáticamente, cambiamos nuestra cara de pompi y ponemos nuestras sonrisas más triunfales. Me gustan las fotos, porque la gente ahí siempre está alegre y yo me considero una chica profundamente alegre. Me gusta tomar cientos de fotos, luego las publico en el Facebook, ‘taggeo’ a todas mis amigas y después me pongo a esperar el comentario de algún amigo para ligar un poco. Es tan nice el Facebook, aunque últimamente me llegan invitaciones de unos loosers del colegio a los que ya no quería volver a ver en mi vida, como un tal Andrés T, al que encontré gracias a mi amiga Valery. El tipo escribe en un blog y lo estuve leyendo un poco. Tiene escritos que creo que son para una chica y otros un tanto más serios, pero graciositos. A veces creo que el tipo debe ser un bobo y un feo, pero igual me río.

Bueno, ahora sí mejor me despido, porque en media hora empieza mi clase de bailoterapia y no quiero llegar tarde, sino el profesor me mata. A propósito, ese profesor siempre me está mirando. Es un buzo. Creo que me tiene ganas.



(..............) Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa (............................)


Fue ahí, justamente ahí, mientras bailaba reggaetón metido en una malla muy apretada, que me desperté de un angustioso sobresalto. “Mierda”, murmuré, sin salir completamente del sueño o, mejor dicho, de la pesadilla.

Había soñado que era mujer, qué digo mujer, había soñado que era un Toronto con tetas y que tenía una horrorosa peluca tipo Bon Jovi, y que escribía un post limítrofe y muy ordinario contándoles a todos los lectores mis ideas y experiencias más delirantes. Qué susto.

Después de la impresión vino la carcajada, porque recordé que en el sueño aparecían, involuntariamente travestidos, varios de mis amigos y hasta el pobre de Bandido, mi pobre perro, que habrá sido muy malandro y muy feo, pero era muy machito.

No sé si alguna vez los señores que leen este post se han puesto a pensar cómo serían si fueran mujeres, o si las señoritas han imaginado cómo serían si fuesen hombres. En lo que a mí respecta, esta pesadilla ha sido un duro escarmiento. Felizmente estoy muy cómodo siendo hombre. Si fuera mujer, sería una loca insoportable y bipolar.

Todavía con sueño me deslicé hasta la cocina para tomar algo que me recompusiera de la resaca de tan oscura fábula onírica. Mi tía entró y me preguntó qué me pasaba, que por qué tenía esa cara de mono castigado. Le conté todo y al final la provoqué: “¿te imaginas cómo sería yo en versión femenina?” Ella se cagó de la risa y me regaló un inmejorable cierre para este post.

–Qué asco. Serías una treintona resentida.

11.4.10

Epígrafe


¡Simplemente...gracias!

Creí que pasaría mucho más tiempo antes de que volviera a hablar de Ella. Hasta llegue a creer que, en su instante de ausencia, en el fondo, se trataba de uno más de esos amores platónicos, extraños e inconclusos que un día te quitan la materia gris del cerebro y luego, poco a poco, con el paso inapelable de las semanas y los meses, se van extraviando entre los insondables agujeros de ese enorme colador que es la distancia.

Además –más por culpa mía–, había puntos clave que mi efervescente e impertinente actitud había dejado colar ante el deseo. Luego de eso, mantuvimos un silencio sospechosamente largo. Cada uno se metió en sus cosas, a meter las narices en la realidad que le correspondía. La idea de volver a vernos –tan inspiradora y poética–se había convertido por un momento en una simpática e improbable superstición. Hasta que un asalto de madrugada me hizo saber, con un mazazo, que ella está perenne en mi dura y roída cabezota.

Mis manos apretaron el teléfono y me quedé inmóvil. Todo parecía irreal de tan súbito e inesperado. Mentiría si dijera que no pensé inmediatamente en la posibilidad de reencontrarme con Ella. Desde luego que lo pensé. Cómo no hacerlo. Más cuando en estos tiempos cualquier cosa que hago lleva en los mantos del pensamiento inequívocos sinónimos de su nombre. El hecho de escribir, de bailar, de reír, de pensar, de tomar una copa, lleva impregnado el recio olor de su recuerdo.

En ese entonces meditaba el por qué de su ausencia. Y confieso que le di rienda suelta a mis fantasmas más pérfidos. Llegué a imaginar lo peor: 1) Que ella estaba con un novio enorme; o 2) Que, aunque mi nombre le sonaba un tanto familiar, había conseguido olvidar quién carajo era y todo lo vivido. Ese pensamiento me sacudió el corazón. Por un momento, sin razón alguna, hasta le tomé rabia porque, en el zafarrancho de mi imaginación, ella se había olvidado de mí. Así pasaron los días, la sentía en la lejanía. Pero ya dice Silvio Rodríguez “…la cobardía es asunto de los hombres, no de los amantes”.

Y así los días subsiguientes estuve dándole vuelta a la estimulante idea de tenerla cerca, sólo para mí, otra vez. Y así comencé nuevamente a escribir. Y gracias a la escritura volví a encontrarme con ella. Mensajes, posteos…así las letras nos fueron nuevamente acercando. Las de ella, terrenales, las mías, voladoras. Como nuestros signos.

Así, sin mucho pensarlo –como siempre me ha pedido hacerlo- volvimos a estar juntos ese fin de semana. Entre las cosas habituales quedó un momento de sorpresa. Me había pedido acompañarle en su espacio. Hacia afuera, mi reacción podía parecer natural, tranquila y hasta despreocupada. Pero no lo podía creer. El reencuentro estaba a punto de concretarse. Tuve un suspiro de desahogo a la altura del pecho, y a continuación fui víctima de un contundente ataque de alegría: Salté de la silla cual simio chiflado y excesivo. Puse la música a todo volumen, me tomé los cementerios residuos de las botellas que quedaban una tras otra. Eructé sonoramente. Bailé frenéticamente. A todas luces era una reacción bipolar, o que me habían dicho por el teléfono que me había ganado el Kino o que me dejaron una herencia. No era ni una cosa ni la otra. Era algo más simple: un paraje asolado por el huracán de la felicidad.

Así compartimos esa noche. A simple vista parecía normal, un simple tomar tragos, un simple hablar. Pero dentro de mi, mi felicidad estallaba. Entre cuentos, anécdotas y recuerdos del pasado, todos escuchados con fiel atención, comprobé que Ella está más viva que nunca en mí. Que me juego la vida por un instante con sus manos tomadas. Y la madrugada, sin mediar muchas palabras, me regaló una bocanada de aire bendito, salida de las fauces de la boca más sensual que he conocido, en la forma de los labios más suaves que he besado y en la lengua más arrebatadoramente enloquecedora que podría probar.

Luego me tocó dejarla… y manejar hasta mi realidad. Porque así son nuestros momentos, o así los veo: llenos de magia, de misterio, de meditar en flashback en qué momento voy a besarte. Intempestivos, sorpresivos, fascinantes. A veces pienso que si fuesen planeados, no serían tan divinos, tan naturales, tan apoteósicos. Revivo la velada, cuadro por cuadro, y no se me ocurre qué cosa podría mejorar.

Hoy sigo escribiendo (le) –muchas de esas cosas no están acá- con su imagen en mi cabeza –como sigue actualmente cual flama inapagable- y con la firme convicción que en algún momento ella podrá leer todas esas letras que se han convertido, lejos de tortura, en una atesorable huella del tránsito. Son letras de redención. Sería por el azar, sería por el recuerdo; pero el destino me había invitado a pasar a su fiesta, dándome la oportunidad de vengar al idiota que fui, y yo no podía privarme de hacerlo.

Siempre he pensado que uno no es nada si primero no se lo cree. Y yo, a pesar de todo lo que digan mis pocos acérrimos críticos, me creo un escritor. Fundamentalmente porque escribiendo me gano la vida, porque escribo este blog, porque quiero escribir un libro, y porque no me imagino haciendo otra cosa en la vida que sea esa: escribir. La escritura es para mí como el revólver al policía: me confiere un poder, y sin ella me sentiría completamente desarmado.

Y por eso hoy, a manera de epígrafe, escribo esto para agradecer a las letras, esas que me han permitido volver a sentirte cerca. Y te las dedico a tí. Primero, porque solo es contigo con quien puedo compartir el asombro de vivir estos episodios tan auténticos. Y segundo, porque creo que los dos hemos estado a la altura del desafío que ha significado mejorar cada encuentro. Pudimos haber abortado todo lo que compartíamos, y sin embargo, míranos, ahora tenemos una historia más maravillosa todavía.

Creo que siempre nos perseguirá la incertidumbre de saber a donde nos lleva todo esto, y es bueno tener claro que ese destino tal vez no sea tan fácil de divisar. Sé que debo esperar con paciencia el próximo encuentro, el momento perfecto. Practicar ese “tratar suavemente”.

Mientras tanto, sueño cuando el destino conspire a nuestro favor y estemos juntos de nuevo, en un café, en una librería, en el cine, en el teatro, en algún bar del mundo, en un sitio más íntimo; y nos riamos un poco de los tumbos del destino, y nos tomemos un café o un buen trago, y nos miremos un rato a los ojos como si nunca hubiera pasado nada: que es la mejor forma de saber que sigue pasando todo.

Te quiero. Irremediablemente. Extrañamente. Como a un amor distante. Y cómo recuerdo esos besos...

8.4.10

Lo que no te dijo tu papá y tu mamá


Los papás influyen decisivamente en el primer concepto que tú te haces del amor. De hecho, ellos son la primera pareja de enamorados que conoces: el primer hombre y la primera mujer a los que ves besarse, sonreírse y tomarse de la mano. Desde la oblicua perspectiva de tu cuna –cuando solo eres un renacuajo mudo que se contenta con mirar e interpretar silenciosamente el mundo- intuyes que entre ese señor que diariamente te enchufa en la boca un tetero caliente y esa señora de pelo larguísimo que con tanta delicadeza te limpia los majaretes volteados que tienes por nalguitas, existe algo serio. No tienes la lucidez ni el raciocinio para saber de qué se trata, pero –entre Uaaa’s y Auuu’s– alcanzas a percibirlo.

Con los años, esa idea primigenia del amor se nutre de lo que ves en el colegio y lo que aprendes en la televisión. Hasta que llega la adolescencia, te cruzas con una niña preciosa, tiemblas y te sientes desorbitado. Para saber qué hacer recurres a la fuente: tus viejos. Un día, distraídamente, digamos en pleno almuerzo, intentando parecer poco interesado, como si en el fondo no te importara tanto, les preguntas cómo es que se conocieron. Lo que en verdad te interesa, es saber el método de seducción que utilizó tu papá para conquistar a tu mamá. Sin embargo, mientras tú estás a la expectativa de esa información crucial, ellos empiezan a elaborar el recuerdo, y se miran, se ríen, discuten graciosamente sobre quién conquistó a quien, canjean versiones, se transfiguran, se sienten jóvenes otra vez, renuevan su atracción y se empiezan a besar con ternura delante de ti. Tú arremetes como un árbitro de boxeo e interrumpes el beso. Quieres que ellos se concentren en la historia y te den el “lomito” del asunto, no quieres que se mimen sino que te hablen del secreto: cómo es que el amor floreció, qué eventos fue menester que acontecieran para que ellos estuvieran juntos.

Muy a tu pesar, ellos siguen sin ponerse de acuerdo, se vuelven a besar y al final –probablemente para que no los jodas más– salen del paso contándote una historia de almíbar; un cuento inverosímil que no te sirve de nada, en tu propósito de conquistar a la niña que no te para bolas.

Mis papás estuvieron casados casi 15 años hasta que la muerte del amor los separó ante el juzgado. Si mi papá estuviera vivo, él y mi mamá habrían cumplido el 18 agosto próximo 33 años de matrimonio. Para no entrar en detalles incómodos que pudieran herir susceptibilidades familiares, apenas diré que la de ellos fue una relación muy bonita que, en sus buenos tiempos y si me memoria infantil no me falla, logró imponerse a no pocas contrariedades.

Más allá de algunas riñas menores de índole doméstico, el recuerdo que tengo de mis papás es el de una pareja muy asentada en su virtud complementaria: él abogado con una educación muy culta y con una disciplina casi militar –ella estricta y sagaz; él algo dubitativo –ella decidida; él idealista – ella práctica; él amoroso – ella leal; él proveedor – ella hacendosa; él convertido en figura pública –ella adorable en su anonimato; él un cero a la izquierda en la cocina – ella ejecutora del pasticho más exquisito del que mi paladar tenga noticia.

Claro que también compartían otros rasgos menos memorables. Por ejemplo, su firmeza para no dejar impunes mis pequeños crímenes infantiles: mi papá me aplicaba unos trancazos de temer cuando traía las mismas malas notas de siempre, y mi vieja me zarandeaba por los aires pellizcándome las patillas sin compasión cuando estropeaba sus plantas en el jardín de la granja.

Creo que, además de un concepto primerizo del amor, uno también hereda de sus papás una determinada idea de los devenires de la adultez. Cuando cumples, digamos, 20 años y ya te toca pisar el terreno pantanoso de las grandes decisiones, surgen dos caminos: o quieres que tu vida adulta sea como la de tus papás, o quieres que sea todo lo contrario.

Si de vocaciones se trata, ¿en qué momento exacto te das cuenta de que quieres ser abogado o ingeniero, como tu viejo; o en qué momento te percatas de que prefieres ser artista, periodista, músico o chef, carreras que tu papá y tu mamá miran con no tan disimulado repudio?

Igual pasa con el matrimonio. Si es que has visto a tus papás cumplir 20, 40, 50 años de casados, y eres testigo de su envejecimiento armonioso, entonces lo más probable es que te provoque imitarlos. Pero también puede suceder al revés: creces oyéndolos pelear, gritándose, reprochándose tonterías, faltándose el respeto con triste familiaridad, separándose; y entonces concluyes que, si el matrimonio se trata de eso, jamás te gustaría estar dentro de él.

El problema es que, por lo general, los hijos idealizamos a los papás, y creemos que nuestra suerte (profesional y sentimental) será igual a la de ellos por el simple hecho de desearlo. Pocas veces uno se pregunta si realmente nació para ser, qué sé yo, abogado o economista, o si su esencia de verdad está hecha para la vida conyugal. Muchas veces la gente decide sus futuros por la única ilusión atávica de continuar ciertas tradiciones, sin tomar en cuenta que tal vez tu destino no tiene nada que ver con la historia de tus padres.

Confiando en esa superstición, por ejemplo, un día te casas y todo parece maravilloso. Tus papás babean de felicidad. Hasta pareciera que ellos están más felices que tú. Su alegría se parece mucho a la que mostraron el día en que te graduaste de la universidad. Evidentemente, la foto de tu boda, en donde sales con cara de hombre realizado, abrazando de tu flamante esposa frente al altar, será el souvenir más preciado de tu mamá, y cada vez que vayas a visitarla te toparás con esa fotografía en la mesa principal de la sala.

A los pocos años te das cuenta de que tu matrimonio es un fiasco, de que no eres feliz, de que tu esposa y tú no hacen otra cosa que lastimarse mutuamente. Sin embargo, estás tan empeñado en seguir el modelo de tus viejos que te obsesionas con el famoso cuento de que el matrimonio está minado de problemas que exigen cristianos sacrificios. Te convences de que todos los matrimonios son así y repites a tus amigos que solo estás atravesando una crisis.

Los papás nunca te cuentan la verdad cruda. Supongo que están en su derecho. Debe ser muy difícil ser papá. En su deseo de protegerte de cierta información oscura, a veces te tratan como a un niño enfermo. Como decía al inicio del post, les preguntas cómo se conocieron y te salen con una confitada fabula de amor, apta para todos, digna de ser transmitida por la televisión en horario familiar. Les preguntas cómo se portaban ellos con sus papás (tus abuelos) y seleccionan los hechos más convenientes (hasta que tus abuelos, claro, los desmienten en las reuniones familiares). Y cuando los interrogas acerca de las travesuras que cometían de chicos (muy parecidas a las travesuras por las que a ti te encierran y te someten a correazo limpio), pues ellos las relatan como si fueran épicas y pintorescas historias. Qué buena raza.

Ocurre un poco lo mismo con el asunto de la vida matrimonial. La mayoría de papás prefiere omitir temas delicados (pero reales) como el agotamiento de la pasión, el sexo adulto, la infidelidad, las mentiras, la mediocridad de la rutina, los engaños. Los papás se encierran en sus habitaciones para que los hijos no escuchen sus polémicas. O, en su defecto, esperan a que ellos se vayan al colegio o a la universidad para luego, en perfecta intimidad, mandarse al diablo. La excusa es que lo hacen para blindarte, para no hacerte pasar un rato amargo, pero al cabo de los años mucho de esa “protección” puede acabar siendo un lastre.

No recuerdo haber hablado nunca sobre sexo con mis papás. En ese terreno, tal vez por la enorme diferencia de años que nos distanciaba, mi papá siempre actuó con graciosa torpeza. La vez que más cerca estuvo de introducirme al tema fue cuando, una noche, entró a mi cuarto en puntillas de pie mientras yo dormía, abrió mi closet y escondió un condón en el interior de una de mis zapatillas. Al día siguiente, cuando me calcé la zapatilla intervenida y mi pie entró en contacto con un objeto pequeño y blandengue, lancé un alarido de pavor: creí que se trataba de una cucaracha enorme que se había escurrido hasta allí.

Ni mi papá ni yo mencionamos nunca ese episodio. Yo no tenía idea de cómo ese condón había ido a parar ahí, y por mucho tiempo ese fue uno de los hechos más absurdos y misteriosos de mi nerd adolescencia. Fue mi mamá la que, años después, cuando mi papá ya había muerto, me confesó la verdad detrás de la anécdota.

Si de niño preguntas qué es el sexo, tus papás se atarantan, carraspean, se turban, evitan la explicitud y se van por la tangente: te hablan de abejas, semillas, y de unas extrañas cigüeñas que, no se sabe bien por qué, vuelan desde París llevando un niño en una sábana que cargan con el pico. Cuando eres grande, tu curiosidad se va despejando poco a poco gracias a las narraciones de tus amigos del colegio, y ya no te provoca oír el rollo moderado que tus viejos quieran darte.

Siento que igual pasa con el asunto del amor y del matrimonio y del futuro. Todo te lo cuentan a medias. Su deseo de que tu vida no se vea envilecida, sus férreas ganas de que tu existencia sea mejor que la de ellos, los lleva a autocensurarse, a mostrar las zonas menos ennegrecidas de la realidad.

Aún no sé si el casamiento sea uno de mis asuntos pendientes. Si lo fuera, “trataría” de ser un esposo tan paciente y cariñoso como fue mi viejo, y sin duda me “gustaría” que mi esposa se parezca a mi mamá (a veces las mamás son las novias que en el fondo buscamos). Pero lo pongo así, con verbos entre comillas, porque nada me garantiza que así vaya a ser: por muy imitables que mis papás hayan sido, yo tengo que vivir mi propia historia, con todo lo bueno o malo que eso signifique.

¿Y ustedes, pacientes lectores, qué han hecho con la historia que heredaron de sus papás? ¿Es tan maravillosa que les provoca repetirla, o es tan desastrosa que más bien quisieran cambiarla? ¿Les gustaría ser como ellos o todo lo contrario? ¿La vida está siendo como tus papás te prometieron que sería? Comenten sin pudores: lo más probables es que sus viejos no lean este blog.

6.4.10

Para saber si una mujer te gusta


Sabes que una mujer te gusta cuando le envías un mensaje de texto al celular y te pasas los siguientes minutos contemplando la pantalla de tu teléfono, esperando su respuesta, con una ansiedad solo comparable a la ansiedad que tuviste de fumarte una caja de cigarros, uno tras otro, cuando aguardabas nervioso los resultados (catastróficos) de tu examen de ingreso. Y de hecho sabes que ella te gusta cuando, al notar que su respuesta no llega, te empiezas a bombardear a ti mismo de mensajes de texto, con la única finalidad de comprobar que aún tienes saldo o la línea no esta jodida cuando más la necesitas.

Sabes que una mujer te gusta cuando estás en la oficina listo para irte, muerto de hambre y lo que quieres es llegar a tu casa comer como un cerdo y a rascarte la hombría haciendo zapping en el televisor. Pero ella te llama y te dice para verse aunque sea un segundo. Como el corazón tiene la capacidad de neutralizar al estómago (igual que la piedra a la tijera en el jueguito ese de las manos), reprimes el hambre de prisionero de guerra que te marea, te olvidas de las bajos instintos y cambias de dirección, con tal de ir, verla y oírla hablar de cualquier cosa: el trabajo, los hijos, los amigos, el fin del mundo. Lo que sea.

Sabes que una mujer te atrae cuando, luego de oír de su boca una frase medianamente prometedora, empiezas a sonreírle a todo el mundo. Les das monedas a los pedigueños en los semáforos; dejas que la chama amargada de la panadería se quede con el vuelto. Y te sientes un hombre de bien porque a ella, aparentemente, le gustas. Apenas te ha dicho que te recuerda y esa frase goza de una potencia estereofónica sobre la que se erige tu autoestima y extraordinario buen humor. En vez de caminar, bailas capoeira en la calle, les pellizcas los cachetes a los niños gorditos y les cedes el paso a las viejitas en la avenida. Pareces un mimo guevón que no tiene otra cosa que hacer que contagiar su incomprensible felicidad a los demás, sabiendo que el día que te diga que no quiere verte más, el mundo te parecerá el Infierno mismo. Si ese día un anciano te saca la manito para pedirte que esperes a su aletargado paso, no le pararás bola, lo mirarás con odio, lo mandarás al diablo, y no contento con ello le pasarás por un lado a toda mecha, y no te importará si lo dejas lesionado y tirado en medio de la calle como paquete vacío de galleta.

Sabes que una mujer te está volviendo un tanto loco cuando, en pleno trabajo, cuando el caos de la oficina está en su punto más álgido, te revientan el teléfono para darte la última pauta a cumplir o para que soluciones un problema y no le paras bola porque estás con los audífonos pegados escuchando un tema que te recuerda a la mujer en cuestión.

Sabes que una fémina te da en la torre cuando al momento de vestirte te recuerdas que una vez te dijo que te gustaba cómo te veías en shorts. Y como tienes meses que no los usas, abres los clósets reservados a la ropa vieja, te zambulles en un océano de prendas guardadas por años, y ahí, ahogándote con el olor a polilla muerta, rescatas unos shorts cuyo diseño está completamente fuera de onda. Te los pones creyendo que estas de lujo, cuando en realidad pareces un carajito peleón.

Sabes que una mujer te gusta cuando, acaso intuyendo que existe una micro posibilidad de robarle un beso, te cepillas los dientes con inusual frenesí, repasándote una y otra vez el hilo dental por los escondrijos más inaccesibles de tu boca (ahí, entre la endodoncia y la caries), y sorbiendo verdaderos ‘shots’ de Listerine para evitar que ella perciba el más mínimo rastro del olor de los 40 cigarros que te fumaste antes de verla.

Sabes que una mujer te está metiendo en problemas sentimentales cuando, durante una luz roja, te quedas mirando un punto fijo (una valla, un edificio, una nube), abandonándote al bobo ejercicio de la ensoñación, mientras los apurados conductores detrás de ti tocan la corneta y te empapelan de iracundos insultos entre los que destacan ciertas alusiones escatológicas que tienen a tu señora madre como perjudicada protagonista.

También sabes que una mujer te gusta cuando te levantas por la mañana y es en ella en lo primero que piensas. Y mientras te desperezas evocas su nombre, y al pronunciarlo estás convencido que se trata del nombre más bonito del mundo. No importa que sea Gertrudis, Josefa, Ruperta o Teófila. Cuando alguien te gusta, su nombre expele una extraña belleza etimológica.

Sabes que una mujer te gusta cuando, haciendo menoscabo de tus ideas y convicciones supuestamente más arraigadas, empiezas a torcer tus opiniones con tal de calzar en el imaginario que ella va delineando en sus conversaciones. Si ella dice que le gusta el campo más que el mar, pues a ti, de pronto, también te gusta (aunque odies a los mosquitos, aunque tengas alergia al polen y aunque el contacto con las plantas te saque roncha). Si ella cuenta que acude a Misa puntualmente todos los domingos y que le gusta hacer obras sociales, tú desempolvas tus lecturas de catequista reprimido y sacas a relucir el lado menos marchito de tu catolicismo abandonado. Y si ella dice que su comida preferida es el ‘sushi’, pues tú la llevas a un restaurante de comida japonesa y tragas todos los ‘rolls’ que ella te da de comer, uno tras otro, sin importar que los langostinos te produzcan picosas hinchazones cutáneas, amén de horribles accesos de asma.

Sabes que te encanta cuando has quedado con ella en encontrarte en un lugar a las, digamos, 9 de la noche, y todo el puto día se te pasa lentísimo. Miras el reloj compulsivamente, haciendo fuerza mental para que el minutero se mueva a mayor velocidad. La expectativa te mantiene intranquilo, inquieto. El tiempo avanza como una procesión. A falta de solo una hora para las 9 de la noche simplemente ya no puedes más con tu alma. Será la hora más larga de las muchas que has vivido y de las muchas que te tocará vivir.

Sabes que te gusta alguien cuando te importan una mierda las bebederas inconcientes del fin de semana, o todo lo que antes ocupaba tu tiempo libre. Ahora solo quieres estar al lado de ella. Y si uno de tus mejores amigos o un familiar te llama al celular porque quiere verte, no contestas o lo mandas al carajo sin la menor culpa. Y si tú mismo organizas una esperada reunión con alguien que no se ven hace lustros, pues la desbaratas si ella te llama para sugerirte hacer algo juntos.

Sabes que una mujer te gusta cuando crees que Caracas es una mejor ciudad solo porque ella vive ahí. Tú –que siempre despotricaste contra el tráfico, la basura, la gente mañosa y cínica– ahora estás fascinado con vivir aquí, y no pasas una noche sin agradecerle a Dios (de quien te has vuelto un fanático acérrimo) por haberte permitido ubicarte en estas hermosas latitudes geográficas.

Sabes que una dama te interesa cuando, a pesar de tu retórica experiencia en estas lides, asumes con ella el correoso comportamiento de un adolescente, y dejas de ser un hombre aplomado que se mueve con talento para convertirte en un alfeñique carcomido por las dudas.

Por último, sabes que una mujer te gusta un montón cuando pierdes cerca de dos horas en elaborar una pormenorizada lista de situaciones que te demuestran que te gusta. Escribes un texto sobre eso y lo cuelgas en tu blog, cruzando los dedos para que ella lo lea pronto, se emocione, pegue una carcajada de las ridiculeces que escribiste hoy y te pegue un telefonazo (o te ponga siquiera un mensajito de texto) para decirte cuánto le gustas tú.

¿Y cuándo saben ustedes que alguien les gusta? Quizá sus indicadores sean más precisos que los míos.

4.4.10

El poder de las Amazonas



Nunca subestimes a una mujer. Nunca presumas con ella de tener el dominio de la situación, o la sartén por el mango. Nunca se te ocurra tener la seguridad que, si ella está de ida, tú ya estás de regreso. Nunca des por sentado que, por tener más años, más experiencia, más recorrido o más mundo, le llevas cancha. Nunca creas que fuiste tú el que la conquistó, o el que la tiene comiendo de tu mano. Nunca siquiera sospeches que ella depende emocionalmente de ti, que sin ti no viviría. Nunca. Ni un poquito.

En todos esos casos, lo más probable –lo único probable, en realidad- es que ella esté permitiendo que te lo creas.

En estas noches de Semana Santa metido en casa, mi tía –luego de decirme que se iba de viaje y que buscara que comer durante el resto de la semana-, creo que para contentarme me dijo: “vamos a ver esta película que me prestaron”. Tomo la caja y leo el título: “Ten Tiny Love Stories” (Diez pequeñas historias de amor) de Rodrígo García (para más luces e intriga, el hijo del Gabo García Márquez) “Me dijo Marta –su comadre de cartas y bingo- que es buenísima. Vente pa ca’ y pónmela ahí en el DVD”.

Confieso que con algo de mala gana le puse la película y me senté en el piso calculando ver sólo unos minutos, hacerme el paisano y perderme, pero la verdad no pude dejar de verla hasta el final: diez monólogos de aproximadamente diez minutos cada uno. Uno mejor que el otro. Uno más revelador e hijodeputa que el otro. Y al finalizar me sentí en el mismo sitio donde empecé a ver la película: en el piso.

Y es que no puedes ser el mismo después de escuchar como diez mujeres te despellejan, sin hacer otra cosa que hablarle a la cámara, tratando al espectador como un analista, o mejor aún, como un espejo que no tiene más remedio que oír sus pensamientos, sus indiscreciones en carne viva, sus mentiras más recurrentes, sus ideas más cochinas, sus conclusiones más definitivas. Ellas están ahí, como hablando solas, y tú las oyes, y te sientes un salío, un espía, un detective. En verdad, te sientes como ellas quieren que te sientas. Ellas solo desean saciar la urgencia de vomitar sus vivencias, y con un bien hecho primer plano cerrado te hacen creer que tú, pobre tonto, has sido el elegido para escucharlas.

Aunque cada sección y parlamento son diferentes, todas las protagonistas comparten un rasgo: son dueñas y artífices de la situación que narran. Las cosas buenas y malas que han vivido al lado de hombres ocurrieron porque, en algún punto, ellas dejaron que ocurran. Ellas dieron su conformidad, su autorización, su luz verde, su visto bueno, dieron el OK. Si salieron jodidas o dichosas, esa es otra historia.

Y me fui a la cama a amasar esa idea: los hombres históricamente hemos subestimado a las mujeres. Hemos crecido creyendo que podemos hipnotizarlas, seducirlas, hacerles caminar por la raya amarilla que divide los rieles y nuestras conveniencias. Hasta hemos crecido creyendo que podemos hacerlas permanecer a nuestro lado aún en contra de su voluntad.

Sin embargo, me da la impresión de que parte de la sabiduría femenina consiste en hacernos sentir que somos necesarios. Ese es su gran talento. Su gran poder. Así como nos ensalzan y nos miman para que mantengamos el ego inflado como globo de helio, también pueden, si les parece, extraer una aguja imaginaria, pincharnos el alma, y mandarnos al carajo. Y lo logran con la certeza de un relojero. Ellas solo necesitan operar correctamente los circuitos cerebrales y decir tres o cuatro cosas para desacomodarnos y vencer nuestra resistencia. “El hombre propone y la mujer dispone”, ¡vaya que frase más cierta!

Y es que es cierto: los hombres siempre vamos a estar dispuestos a todo, siempre vamos a tener ganas de hacer cosas. Ganas de salir, de chupar, de besuquear, ganas de acostarnos, ganas de portarnos “mal”. Parte de nuestra misión cultural es ofrecer nuestros servicios de machos galantes. Prueba de eso es que, desde tiempos inmemoriales, somos nosotros los encargados de hacer las grandes preguntas, pero son ellas las que están en el lugar de decidir y redondear las ansiadas respuestas. Son ellas las que atajan o permiten nuestros avances, según su humor y su termostato.

¿Cómo te llamas? ¿Quieres bailar? ¿Te animas a salir? ¿Me das tu teléfono? ¿A qué hora paso por ti? ¿Quieres ir conmigo al cine? ¿Quieres estar conmigo? ¿Quieres ser mi enamorada? ¿Quieres ser mi esposa? ¿Te casarías conmigo? ¿Y cómo es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti? ¿De dónde coño es? ¿A qué mierda dedica el tiempo libre?

Desde siempre he podido conocer los intríngulis del gremio: machos vernáculos tratando infructuosamente de controlar a alguna, atacando a sus víctimas en manadas, murmurando necedades y rebotando a los pocos segundos. Algunos hasta intentan besarlas y a cambio reciben cachetadas, insultos, desplantes.

En cambio, nunca he visto a un chico negándose a besar a una mujer que de pronto se lo pide. Nunca he sabido de ningún muchacho que haya rechazado la invitación de una señorita para pasar una noche juntos, o que se haya horrorizado ante una propuesta en teoría indecente. Pero, venga de quién venga la propuesta, depende de ellas que eso ocurra, no de nosotros los varones. Siempre depende de ellas. De que ellas quieran, de que ellas acepten, de que a ellas les provoque. Y lo curioso es que, aunque te den la vuelta, a veces sí les provoca.

Los monólogos de la película me dejaron intranquilo. Me empezó a doler la barriga luego de verlos. El hecho es que los testimonios eran alucinantes: mujeres que simulan orgasmos; mujeres que fingen querer; mujeres que dejan que los hombres entren a sus vidas, y que incluso pasen por ellas, pero calculando lo suficiente como para que no lleguen a ser fundamentales. Lo que me quedó más claro después de esa hora y media fue que, si alguien lleva las riendas de las relaciones sentimentales, esas son las mujeres. Y no me refiero a las riendas superficiales, sino a las emocionales. El corazón de la mujer es un macizo bloque de cristal; el del hombre, en cambio, es una mazamorra, un puré de papas inconsistente.

Los hombres damos risa. Creemos que piloteamos el avión de nuestro destino, pero son ellas, las mujeres, las que deciden el rumbo de todas las naves. Si nosotros decimos que llevamos los pantalones, son ellas las que tienen la correa. Ellas son más fuertes, quizá no en lo físico, pero sí en lo cerebral y en lo anímico.

Y lo asumo, y lo disfruto con mucho placer y dignidad.