25.3.10

Una raja de cuchillo en la barriga

La Mari no era peligrosa, más bien un personaje top de la farándula del pueblo, pero mi madre se ponía en alerta máxima —¡Andrés, metete para adentro!— cuando la loca se acercaba demasiado. Sus rarezas eran dos: iba vestida con uniforme de colegio (chemise beige y falda de permalina de pliegos azul), y se desvestía en la calle para ponerse una batica vieja roida por el desgaste. Por lo demás, la Loca Mari era inofensiva y mi madre imagino que me mandaba para adentro por que quería resguardarme de que yo pudiera verla sin ropa. Y lo hizo bastante mal, porque fue la primera mujer desnuda que vi en la vida.

Yo tenía siete años y esperaba en la vereda a que el señor Chucho sacara la vieja camioneta Willy's amarilla que tenía para llevarme al colegio, hacía un frío bárbaro. Y allí, a las 6:30 am estaba La Mari, detás de la mata de ponsigué y se quitó la batica de un solo vuelco, como niño que ve playa. El momento fue intenso y memorable. Me quedé pegado viéndole las tetas caídas, el matorral esponjoso, las estrías, los brazos blancos como la leche. Pero no fue la palidez del secreto lo que me impresionó.

—¡Andrés, metéte para adentro!

Yo miraba otra cosa en el cuerpo de la loca cuando mi mamá se le acercó y la espantó como si fuese un perro, con verada de Tamunangue en la mano y demás. Acto seguido, se dio vuelta y en tono bajo, pero un tanto amenazante, me preguntó qué había visto y yo le dije que nada.

-Nada cómo.

-No vi nada, mamá.

Pero no era cierto. Yo había visto algo en la Loca Mari. Lo único que me llamó la atención de su cuerpo, lo que sigue en mi memoria después de veinte años, fue la tremenda cicatriz que le partía la barriga en dos pedazos. Semanas después, oía una conversación entre Dilcia, la señora de la bodega/taguara de la calle y el señor Chucho. "La pobre mujer está así porque la pareja que tenía la abandonó, se le perdió, se alejó". Y yo entendí que hablaban sobre aquella herida horrible. Y por eso, desde aquella mañana, la herida que queda cuando alguien que queremos nos abandona, o parte, o se aleja, es una raja de cuchillo en la barriga.

No era la primera vez que entendía mal las palabras. De chamo yo tenía dos enormes desperfectos: uno, era muy autosuficiente, y dos, era excesivamente sali'o y me encantaba meterme en las conversas de los adultos. A raíz de esta mala mezcla siempre confundí todas las cosas. Me gustaba saltar al vacío de las definiciones sin saber si abajo había agua. Por orgullo supongo, y también por vanidad, sospechaba significados enrevesados y los daba por certeros. También creí, durante años, que el orgasmo era un pianito eléctrico que mi tía Aurora no había tenido nunca.

Estos errores, casi siempre, se desvanecían gracias a un trancazo no esperado. El problema de las palabras malentendidas no estaba en acuñar un falso significado, sino en utilizarlas en una frase cualquiera, días o meses más tarde. Por ejemplo, en una tienda de instrumentos musicales:

-¿Quieres que te compre el cuatro o la guitarra?

-No, mamá. Me gustaría tener un orgasmo.

-¡Toma, carajito er'coño!

Con el tiempo, la escuela y los diccionarios Larousse Ilustrado me descubrieron el verdadero significado de algunas palabras complicadas. Pero en otros asuntos yo seguía siendo muy ingenuo. Los chamos curiosos somos desordenados en la prioridad de los descubrimientos. Es posible que conozcamos los nombres y la ubicación de todos los dientes, pero al mismo tiempo creemos en el Ratón Pérez que nos pone un billete bajo la almohada.

A los siete años yo ya conocía algunas definiciones estrafalarias pero, qué paradoja, aún no sabía que el Niño Jesús eran Andrés y Arellis. Sospechaba que había un rollo que no cuadraba, un trasfondo secreto, pero no lograba entender el qué. Era imposible que un niñito recién nacido pudiera entregar miles de regalos al mismo tiempo en Barquisimeto, Valencia y Caracas (mis únicas ciudades conocidas entonces), pero también eran imposibles muchas otras cosas más.

Una cosa es comprender, por ejemplo, qué dice el diccionario sobre los vocablos abandono, alejamiento o partida, y otra cosa mucho más pedagógica es sentir cada letra en el pecho y en la nuca. Cuando Alejandro Plaza, en el recreo, me contó que se había muerto su mamá, sentí el peso multiplicado de la palabra. En el caso de estos vocablos, los tres, sin excepción, son un terremoto en los cimientos del ser, del recuerdo vivido, un vuelco en el screenplay de tu propia historia que desconocías y que alguien ha modificado para que te sientas perdido, en el aire, triste y como un imbécil en diferido. Los recuerdos son los que se encargan de mostrarte tu nueva cara. Si no tuviéramos memoria no nos afectaría.

Un chamo que descubre la profundidad de esos vocablos podría quedarse solo en medio de una casa llena de juguetes sin pilas. Si el asuntito del Niño es un hecho trascendental, un abandono, alejamiento o partida podría lanzarlo al vacío. Y el nuevo vestido nunca viene solo: la escoltan, bravuconas y serviles, el dolor, la sospecha y la incredulidad. ¿Seré adoptado? ¿Mi abuela también será mi madre? ¿Existe El Chavo, los Transformers, Dios?

Yo cantaba tangos a los gritos, porque los oía mucho en mi casa y en la bodega/taguara de Dilcia, cuando no le daba por poner la típica Raspacanilla -patrimonio regional de Lara-. Yo decía “arácnido en tu pelo” en El Día Que Me Quieras. Cuando supe que esa letra no era tal, que era otra, tuve vergüenza de mi pasado de "niño gardeliano", e imaginaba -sin razón lógica- las veces que los grandes me habían oído desafinar y quizá si habían reído a mi costa sin marcar nunca el error, para poder seguir riendo en el futuro. ¿Cuántas veces me quedé esperando insomne en la noche, para oír llegar al Niño, y ellos también reían?

El verdadero significado de una partida o de un alejamiento siempre es un descubrimiento tardío, lo demás es solamente ecos del descubrir de los sentimientos. El cornudo que descubre a la mujer en la cama, o el/la novi@ que lo dejan se duele, antes que nada, de su pasado dolorido, de los pequeños detalles del pasado. Lo monstruoso es que el ayer se derrumba —sí, también el futuro, pero no está allí el epicentro del dolor—; se derrumba lo que creíamos blanco y nos sentimos algo estúpidos en el ayer, pobres diablos en la percepción del otro, que reía y nos veía reír, que juraba haber oído la llegada del Niño Jesús.

No, yo no estaba equivocado a los siete años: Sí es una raja de cuchillo en la barriga que puede volverte loco como a la Loca Mari, y dejarte desnudo para siempre atrás de un árbol.

23.3.10

Mis cuadernos

...Los míos se siguen llenando en tu nombre


Desde muy pequeño he sido "cuadernofílico" -no se si este término existe, pero lo acuño para ver si los señores de la RAE me lo compran-. Me explico: soy de esos tipos que entramos a una librería comercial, papelería -incluyendo Farmatodo y Compumall, que son cualquier cosa- a buscar cualquier cosa y nos quedamos como hipnotizados viendo cuadernos hasta que se nos caiga la baba en el piso o en el mostrador.

Los abrimos, los olemos, tocamos las hojas con la yema de los dedos, preguntamos "¿no habrá de este en tapa dura?", fastidiamos al vendedor para que nos busque el modelo que queremos en el depósito, meditamos si es mejor comprarlo como block de notas o grande; empastado o de espiral, fantaseamos sobre lo que habremos de escribir en él y salimos un rato a fumar y a decidir.

Al rato entramos de nuevo, elegimos (para no fallar) uno de cada uno, le agregamos al combo una caja de lápices o unos tres bolígrafos Kilométrico, de esos de plástico y tinta negra chorreante, pagamos tratando de contener la alegría y nos metemos enseguida en una taguara a bebernos un trago y a decidir cuál de todos los cuadernos que hemos comprado será el cuaderno definitivo, el que usaremos este año, el que llenaremos hasta el final con idioteces, con dibujitos, con principios de cuentos, con sonetos, con palabras raras y con caritas en los márgenes. Ésto, y no otra cosa, es ser un "cuadernofílico".

En la casa de uno de los de mi especie hay, pongamos, unas veinte cajas de cartón -de esas que uno usa para las mudanzas, apiladas en una esquina o en la parte de arriba del closet. En cada cajón hay unos tres o cuatro cuadernos recién empezados, todos muy bellos, algunos hasta muy caros. Y cantidades industriales de otros escritos hasta la mitad, otros casi nuevos con cinco garabatos graciosos, unos pocos llenitos hasta el borde y dos o tres que han fallado, que parecían maravillosos pero resultaron ser chimbos. Esto es lo que menos le importa a un cuadernofílico. No hay frustración ni culpa si no se puede acabar un cuaderno. Lo bueno es regresar, cada dos o tres meses, a leer y escribir más. Lo bueno es escribir en ellos en una taguara o en un café, mientras se espera a la gente, o mientras no se espera a nadie.

La suma de todas las páginas escritas en estos cuadernos, si los pobrecitos sobreviviesen (cosa que nunca ocurre), conformarían la verdadera autobiografía de quién los escribe. Pero hay dos catástrofes naturales que provocan la pérdida irremediable de casi toda esta información: las mudanzas y los momentos de rebelión existencial.

Cuando los cuadernofílicos nos mudamos, no sé por qué, no lo hacemos de un modo organizado. Y siempre, además, escapamos debiéndole mucha plata al señor o señora del alquiler. Solemos salir de noche, metiendo cosas en cajas y decidiendo qué será más importante conservar en el futuro inmediato y desolador. En esos momentos bisagra de la vida, a los cuadernofílicos suele parecernos más importante una batidora eléctrica que un cuaderno, una tele chiquita nos parece más útil que otro cuaderno, una manta gruesa para la intemperie nos resulta mejor que otro cuaderno, y así vamos perdiendo la mitad de los cuadernos en los traslados nocturnos.

Los que se salvan de esta primera catástrofe siempre son los últimos que hemos escrito, así que una vez instalados en nueva casa y sin apuros económicos, descubrimos enseguida que hemos hecho una elección estúpida: hubiera sido mejor conservar los antiguos, los que decían más sobre nosotros, los que guardaban información que ya no está en nuestras cabezas. Y retomamos así, con culpa y compulsión la compra de nuevos cuadernos, para que los que ahora que son los últimos, se conviertan pronto en los antiguos.

Cuando hemos hecho otra vez acopio, llega la segunda depredadora natural: las rebeliones existenciales. Estas calamidades ocurren en la bonanza económica del cuadernofílico, y cuando llegan, lo arrasan todo.

Cuando un cuaternófilo tiene la panza llena, un trabajo estable y tira periódicamente, le importa un carajo la conservación de elementos que reconstruyan su anterior vida de mierda. Entonces un día se vuelve a Compumall o cualquier centro comercial, pero esta vez a comprarse pendejadas para redecorar la mesa de trabajo y descubre, así de golpe, que se ha convertido en un ser minimalista y que al espacio le sobran muchas cosas que, asegura el cuadernofílico con cirta blasfemia, "estoy guardando al pelo".

Y entonces tira a la mierda fotos que alguna vez le habían dicho algo, billetes de 100 bolos de los viejos -si, aquellos marroncitos con la cara de Bolívar- que guardaba para mostrarle a sus hijos, diarios regionales donde había visto algo interesante, páginas de revistas, una hoja seca o pétalo de rosa, colillas de pitos de marihuana, billeteras viejas o e-mails impresos de los tiempos en que los emails se imprimían porque eran una novedad.

Caso especial ocurre si es cuadernofílico vive con su pareja o su madre. Sea cual fuere, saltará de alegría cuando el cuadernofílico en cuestión le dan estos ataques de rebeldía, y es la primera vez que lo ayuda a limpiar. Es ella, generalmente, la que lo alienta a dar el paso en falso:

Todos estos cuadernos me imagino que también los vas a botar

Y el cuadernofílico, envalentonado por el eficaz formateo que está realizando con su disco duro sin que de momento se le mueva un pelo, dice:

Bota eso, esa vaina es basura — y se siente machito, indoloro y hasta inmortal.

Esto ocurre siempre a las 7:00 pm. Y alrededor de las doce de la noche del domingo el cuadernofílico, mirando al techo, se queda pensando si bajar al depósito de la basura para ver si encuentra aunque sea uno de los cuadernos que envalentonadamente decidió mandar al bajante. Está enojado y triste, se siente de repente huérfano de sí mismo, hastiado de sus decisiones equivocadas, y sobre todo solo, solo y sin cuadernos. Así, resurge el fenómeno, reinicia el ciclo y volvemos a la libreria, papelería, Farmatodo o Compumall, como si esa autobiografía fantástica que tejemos a lo largo de toda la vida tenga siempre que empezar de cero, por culpa de las mudanzas y las rebeliones del alma y las novias o madres desalmadas que alientan los errores de la limpieza. Como si nunca fuera posible que una serie de textos privados puedan permanecer cerca de su autor, solamente porque su autor es estúpido.

A mí me ha pasado todo esto desde que tengo uso de razón. He escrito cientos de cuadernos, todos con alegría momentánea, todos con pasión y paciencia. Y después los he extraviado o los he dejado deshacerse de mí. Mis cuadernos perdidos tenían algo mío que hoy quisiera redescubrir.

Hay un refrán que dice "es mejor el verso aquel que no podemos recordar", sé que en la ausencia de las cosas se exagera mucho su intensidad y su valor. Pero me gustaría tenerlos a todos, ahí en fila india, de una punta a la otra de esta habitación, para leerlos y revolcarme de la risa, o recordar cómo fueron mis amores, cómo metí la pata en cada uno de ellos, ver los dibujos, o para confirmar que el que los escribía sigue siendo el mismo que esta noche cuenta esto.

Pocos de esos cuadernos privados me duró vivo un año entero. En ninguno escribí sin interrupción durante un año entero. Eran todos breves y sumaban mucho en conjunto, pero no a solas con sus tapas. Y cada escrito o dibujito, aunque fuera breve, estaba cargado de severos aluviones sentimentales o confusiones variadas. Ahora tengo este blog -que cabe destacar que no es el primero, pero como mis cuadernos, tambien fueron afectados por "rebeliones existenciales"- que también es un nuevo cuaderno, aunque sin olores ni texturas, pero sí lleno de esos aluviones sentimentales o confusiones varias.

Espero que ni las mudanzas ni las rebeliones lo volteen esta vez. Tengo la ventaja de que, cuando me aburra, le puedo cambiar el diseño y listo. Y otra ventaja es que no es tan privado, los lectores podrán ir y venir, unos se quedarán pegados, otros dirán qué estúpido es el autor de esto, otros simplemente lo mirarán con indiferencia. Pero no importa porque, al fin y al cabo, este cuaderno es mío. Y, de una forma u otra, será una forma invisible de homenajear a todos mis viejos cuadernos, a mis queridos cuadernos con garabatos y palabras, a esos que deben estar en el fondo de una caja de cartón, pobres santos, poniéndose amarillos, y esperando a que yo vuelva y les dibuje una cara en el margen; una cara de tristeza.

Y aún queda mucho por escribir (te)...

21.3.10

Acuerdate de olvidarte de...


He estado todo este fin de semana en casa, y entre tanto café, cigarrillos y películas es inevitable no pensar en tonterías, las cuales prefiero llamar "teorías", para darme un poco de mastrubación intelectual. Y este fin de semana se me ha venido a la cabeza la teoría de que la carcaza de la cabeza tiene un espacio limitado, y que cada vez que memorizas una información, otra información ya antigua se cae, se pierde y se muere. Pero... ¿escogemos lo que borramos, o eliminamos al azar? Porque elegir lo que vamos a olvidar es lo que diferencia a los humanos de los primates y de las cajeras del Plaza's o del Excelsior Gama.

Por ejemplo, conoces a alguien y te dice: "Que tal, me llamo Eulogio". Como sabes que durante toda la conversación vas a tener que recordar ese nombre para no quedar como un despistado, lo memorizas: "Eulogio, Eulogio, Eulogio...". A continuación, con el objeto de dejar espacio y que la seguidilla de caracteres "E-u-l-o-g-i-o" te entre cómoda en el cerebro, borras de la memoria otro recuerdo al azar, por ejemplo la marca del segundo auto que tuvo tu papá. Ford Fairlane, Fairlane, Failan...¡Coño!

Hasta ahí vamos bien. ¿Pero qué pasa cuando quieres memorizar una imagen pesada, o los detalles de una mujer inolvidable? Ocurre que tienes que borrar algo también de más peso, de más "mega-bytes" cerbrales, pues.

Yo, por ejemplo, para guardar preciadamente los detalles de la mujer que hoy en día me trae de cabeza, tuve que eliminar automáticamente a dos o tres compinches de la primaria, que tenia sus nombres guardados al pelo. ¡Ojo! No sólo hay que olvidarse los apodos, sino de todo: la cara, la voz, el apellido... (Un apellido castellano pesa 32bytes; un apellido judío, 4k...y uno maracucho -incluído el nombre- pesa muchísimo más).

Si ayer tuviste un día movido y hoy te quieres acordar del día enterito, lo mejor es que borres algún pasaje tonto de tu época de adolescente. Recomiendo eliminar algún día de domingo, que casi nunca pasaba nada. Si eres fanático del fútbol, no vayas a elegir días de 1990, 1994 0 1998 porque había Mundial y capaz que te olvidas de algún partido importante. Si ya para ese entonces ya eras mayor y viviste de cerca la política, tranquilo...borra el que tu quieras.

Otro buen consejo es comprimir archivos, sobre todo los de la época de estudiante. En esa época empiezas a ver a las primeras mujeres en pelotas, experimentas las primeras peas interesantes, tus amigos tienen caras divertidas; es decir: casi todo lo que te pasa está bueno. Yo comprimí todos estos en Mp3 y los canto a veces. Por eso es que en esa época cuesta tanto aprenderse de memoria los nombres de las capitales de los estados o de los Parques Nacionales. En esas épocas te conviene usar el caletreo.zip o directamente el chuleta.rar. Y después del examen eliminas los archivos enseguida. Antes era más selectivo porque lo hacías a mano y no tenías tan a disposición el vodka o un porro, con los que te olvidas hasta de tu mamá.

Lo que no hay que hacer nunca es eliminar al azar, porque la cabeza es muy hijadeputa. Yo antes de ser menos bruto borraba a ciegas. Un día, para acordarme de memoria el teléfono que una chama me dio en una rumba, eliminé por error la cara de mi mamá. Gestos, color de ojos, ¡todo! Y para nada, porque la chama me dió un teléfono falso
Otra cosa muy peligrosa es jugar a ser "El Hombre que Calculaba" y no borrar nada. Tenía un amigo que, en una época, se acordaba de todo. Yo le preguntaba, por ejemplo:

—¿Te acuerdas del concierto de UB40 en el Coliseo de Barquisimeto?

Mil novecientos noventa y nueve, para ser exacto —me picaba adelante, preparando el monólogo—. El coliseo estaba reventado. Fumamos monte y nos bajamos una botella de ron en la entrada. Circo Urbano fue el telonero y tuvieron que alargar el toque porque UB40 no había llegado porque el cantante se había fumado una lumpia. Pasadas las 10 llegaron los tipos y abrieron con "Red Red Wine", en "Kingston Town" nos fumamos otro porro y nos cagamos de la risa porque el cantante también se estaba fumando uno. El concierto terminó con "Can't Help Falling In Love" y de allí nos fuimos a casa de José Gabriel a seguir tomando. Armamos todo un rollo en el porche de su casa hasta las 7:00 am cuando nos botaron y ....

Era admirable su capacidad de retentiva y "memoria histórica" de semejantes desbarajustes, pero cada vez que hacía el esfuerzo le salían muchos granos y se quedó miope. El otro día hablé por teléfono con él y me asegura que ya no se acuerda de nada, que ahora anota todo en un papel que tiene pegado a la nevera, lo cual me parece muy bien. Con este mismo pana llegué a la conclusión de que Jorge Luís Borges se sabía tantos libros de memoria no porque fuera inteligente, sino porque todos sus recuerdos son .txt (dado que el .jpg y el .avi no son compatibles con la gente ciega). "Así cualquiera", decia mi pana.

Otra cosa que me parece importante no borrar son los momentos cuando los hijos son protagonistas, porque serán experiencias para toda la vida. Por ello ya me estoy preparado para cuando algún día -si tengo la suerte- nazca mi primer hij@. Porque pienso guardar esos milagrosos minutos en alta definición, y sé que tendré que eliminar un montón de información, Ya elegí olvidarme del año 1998 entero, botar a la basura el archivo Capitales_de_Asia.mdb, y una carpeta con los nombres reales de todos los actores del Chavo, que me venían bien para las conversaciones posmodernas. Lo siento mucho, pero los hijos valen más que eso.

Pero igual tengo cosas que jamás podré borrar. Como la noche cuando estuve con Ella. A esa madrugada la debo haber guardado como archivo de sólo lectura, o con una contraseña encriptada. Porque siempre dan vueltas esas imágenes, son como tres megas, y es imposible sacarlas de mis recuerdos.

Y aún las evoco en mis noches...

18.3.10

Cuando es justo o no morir...


Lo último que yo quisiera diez minutos antes de morir -de la forma que fuera, natural o violenta, uno no sabe cómo va a morir por estos lares- es que me dieran el más fuerte de los abrazos. La muerte, de cualquier forma, es de por sí fastidiosa, inoportuna y grave, como para que además le pase desapercibida a los que están alrededor. Por eso, desde ayer, me ha estado dando vueltas la imagen de un hombre al que asesinaron muy cerca de mi trabajo y que, para haber sido asesinado tan cerca -e inclusive, varios vimos el cadaver desde la lejanía- paso algo desapercibido por muchos en el edificio. Hoy encontré en el archivo la foto que le realizara uno de los fotógrafos.

No hay cabezas visibles, sólo el cuerpo ensangrentado y mugriento de este hombre, que a todas luces podría pensarse que es un indigente, o un drogadicto al que le pasaron factura. Aunque, de ser esta última, parece raro que no le hayan quitado nada. Lo cierto es que duró horas allí. Inclusive, el reportero de sucesos levantó el hecho, le hicieron esta fotografía y las autoridades "hicieron la experticia" y se fueron, dejando el cadaver allí, en el mismo sitio. Pasadas las horas hasta a mí me envolvió la historia del muerto: dos hombres vestidos de civil y con chapas de la polícia se me acercaron fortuitamente para preguntarme si sabía de algún muerto por allí. Y, conociendo cómo puede ser un policía en este país, preferí callarme la boca.

Y es dificil que no se escape en uno, por algún segundo, una pizca de humanidad; esa misma de la cual se reniega al hablar de ladrones, drogadictos, prostitutas o indigentes. ¿Por qué no se lo llevaron?, ¿Existe el calificativo de 'escoria social' aún vigente en nuestros días, mucho más en un país donde las autoridades se dan golpes de pecho autodenominandose 'humanistas'?¿Por qué nadie advirtió de ese cadaver? Y otras preguntas, si tratamos de mirar más allá. ¿Quién habrá sido?¿Sería indigente o drogadicto?¿Le habrán pasado factura?¿Por qué tanta gente sucumbe por drogas a estos extremos?¿Hasta cuando tanta desidia?

Lo que más me espanta de esta foto, no es la muerte. Es la soledad. Allí lo dejaron, nadie lo está mirando. Ni siquiera el fotógrafo, que ha improvisado una foto de montón. Nadie le está diciendo "dale guevón aguanta", ni "vamos chamo, que de peores has salido", o ya, de resignación, un "que bolas, esto se pudo haber evitado", ni nada. Quizá horas antes se burlaba de la muerte, hoy sus colegas lo acompañan en el nicho imaginario a donde creo que van todos los muertos.

La foto me hace imposible saber si su gesto es de impotencia o de dolor físico, o ambos. Su mano izquierda, la del reloj, se aferra a al suelo. No mira a nadie. Nadie tampoco lo mira a él. A veces veo la foto y me parece que aún estaba vivo y sabía todo. Era consciente de su bala en el abdómen y de la cosa rara que tenía en su cara; era consciente de por qué había sido asesinado y de la pésima sanidad pública que lo esperaba impotente para verlo morir.

Y ustedes dirán ¿para qué dedicarle tantos caracteres a un indigente o drogadicto?, "quién le manda, le pasaron factura y ya". Y sí, se que en nuestro depreciado país de inseguridad, violencia y muerte hay muertos más dolorosos, más graves y, si ustedes lo quieren, más dignos. Pero una muerte es una muerte, y son nuestros gobiernos y nuestra sociedad que aún señalan con el dedo, que aún guarda conceptos de "escoria social", que mide en dignidades una muerte, las que pudieran evitar, de alguna u otra forma, que estas cosas sucedieran. Por algo Jesús tenía entre sus prioridades a los leprosos, las putas y los ladrones.

Lo menos que esperamos todos, cuando nos llegue la hora, es que alguien nos esté abrazando, o tomando de la mano, o mirando. Por eso esta foto es tan terrible. Y aunque no hubo ni gritos, ni ráfagas y sirenas, sabemos que en realidad, cuando el fotógrafo disparó esta foto ayer, había en el ambiente un silencio ensordecedor y un hombre solo. Sin nadie al lado.

*Foto: Boris Vergara

16.3.10

Sólo piensa... y acaba, hijo

Si lees estas líneas es porque hoy cumples trece años y no se si estaré contigo. Sí, ahora no estoy junto a tí, pero mi ahora es tu ayer y no nos sirve. Escribo de coñazo. Las balas pasan tan cerca que es probable que ya tengas trece años. Es buen momento, entonces, para que tengamos una charla de hombre a hombre. Me habría gustado hacerlo en persona, pero ya ves: las cosas a veces no son como las deseamos.

Entre tantas rutinas que puedes tener a tu edad hay una en donde el padre debe tener el valor de dar al hijo consejos fundamentales. Voy al grano, porque tengo poco tiempo y menos luz. Es muy probable que hayas comenzado a notar ciertos cambios en tu cuerpo. Tu madre, aunque bondadosa, abierta e inteligente, quizá le dará algo de pudor explicarte qué ocurre, o darte un consejo para que aquello ocurra de un modo placentero. No la culpes, porque es un tema masculino. Y, si me lo preguntas, sólo de ciertos hombres.

En breve tendrás (o quizá ya los tengas) amigos mayores o más espabilados que te explicarán las mejores técnicas para el desahogo automático del cuerpo: enjabonarse la mano, por ejemplo, o abrir un hueco en la almohada. Todo esto será válido y al mismo tiempo será falso. No redacto esta carta para enumerar maniobras eficaces ni para revelarte accesorios.

El mono también hace lo que haces tú cada noche. Con un poco de suerte, en un laboratorio se le podría enseñar al mono la técnica de enjabonarse la mano para darse mejor placer. Pero tú tienes algo que el mono no tendrá nunca. Me refiero a una herramienta muy poco valorada por los adolescentes y por los hombres vulgares: la fantasía privada.

La fantasía privada, la masculina, la secreta, se construye sobre la base de dos consignas: "Qué haría yo si...", cuando eres joven e inexperto; y "Qué hubiera pasado si...", cuando eres mayor y esperas con impaciencia o te arrepientes de las oportunidades perdidas. Con estos mínimos recursos los hombres de bien le ponemos fin al tema de la imaginación, una herramienta que, por lo demás, utilizamos poco.

Ahora eres muy joven, pero llegarán tiempos de padecer un largo viaje en avión o tren, de intentar conciliar el sueño en vano, de esperar en una esquina a que llegue alguien... Es entonces cuando debes hacer uso del "Qué haría yo si...", y del "Qué hubiera pasado si...". Con la práctica, cualquier tiempo monótono puede convertirse en un tiempo clandestino.

Toma papel y lápiz, porque lo que voy a decirte es más valioso que cualquier manualidad que te enseñen, en la escuela o en la calle, tus panitas más grandes. La imaginación privada masculina se desarrolla únicamente en dos contextos:

a) Bajo el amparo de un hecho inconcluso del pasado ("¿Qué hubiera ocurrido si me animaba a proponerle un trío a las morochas vecinas mías la noche que estaban borrachas en la planta baja?"... desarrollar la idea hasta acabar)

b) En la sospecha de un futuro improbable ("¿Qué haría yo si la mamá de Juan, mi amigo del quinto piso, me viene a pedir azúcar un sábado a las dos de la madrugada, con una batica cortica y tansparente?"... explayarse sobre el tema hasta acabar).

No hay más recursos que esos dos; ni en el universo de la fantasía masculina, ni en la literatura erótica en general.

Con estas introducciones no te serán necesarias las películas ni las páginas porno, ni las revistas de desnudos -que creo que para este entonces se habrán acabado-, ni binoculares para echar un ojo al edificio de al frente. "Qué haría yo si…" y "Qué hubiera pasado si…" Estas dos frases y no otras, deberán servirte como contraseña para todas tus noches, desde la noche de hoy y para siempre.

Los hombres —mayores o púberes, lo mismo da— tenemos una extraña virtud: sólo pensamos con cabeza fría de qué modo actuar cuando ya ha pasado la ocasión propicia o cuando ésta aún no se ha presentado. En el momento preciso, justo allí, no podemos reaccionar; antes y después, lo tenemos más claro que el agua. Pero al menos lo sabemos, con tardanza o con clarividencia, pero lo sabemos; y eso es lo que importa. El mono no lo sabrá nunca; ningún animal de la selva sabe casi nada sobre la frustración.

Como te he dicho al principio de esta carta, hijo, las cosas casi nunca son como las deseamos, y esa verdad es la madre de la imaginación privada. A tu edad, y durante algunos años, tus fantasías nocturnas te llevarán por el camino de la ficción, porque todavía no tendrás memoria de tus fracasos; pero con el tiempo, todos los hombres nos quedamos con una sola fantasía privada. Una sola. Y siempre comienza con la música del "Qué hubiera ocurrido si..." Volvemos a reeditar, una y otra vez, la misma escena que nos obsesiona.

¿Qué harías, hijo, si la joven profesora de castellano, que te ha encontrado fumando solo en el baño del colegio, en lugar de llevarte de una oreja a dirección te pidiera un cigarro y se quedara allí, contigo? ¿Qué harías si, entre jalón y jalón, te confesase que se ha separado hace seis meses y que echa de menos el calor de alguien en su cama? Y si enseguida te dijera, por ejemplo, que pareces mayor de lo que eres y después te rozara al descuido una pierna, tú, ¿qué harías?

Yo, que quizá no esté contigo en este momento, hace algunos años fui un alumno tembloroso. La historia con la profesora de castellano me ocurrió en la vida real, no en el mundo privado de las sábanas, y entonces me escapé del baño y corrí por el patio del colegio con total cobardía. No supe qué hacer con semejante porción de realidad servida en una bandeja. Huí.

Antes de ese día mis noches eran irreales de principio a fin. Utilizaba únicamente el "Que haría si..." y con eso me contentaba. Pero desde esa misma tarde, solo en la cama o en la regadera, comencé a descubrir las infinitas variantes que me había ofrecido, sin saberlo, la profesora de castellano. Ella había abierto una puerta. El placer ahora me resultaba más doloroso y humillante, pero su hallazgo inauguró un sin fin de mundos paralelos.

A veces yo la desnudaba en el baño del mismo colegio, trabando la puerta con la punta del zapato. Otras veces iba a su casa la noche siguiente, y ella me había dejado la ventana de su cuarto entreabierta. En ocasiones nos encontrábamos en el depósito de la cancha, y estirábamos las colchonetas de gimnasia; o nos escondíamos de todos en la oscuridad del salón de reuniones. A veces, en mi fantasía, la chamita que me gustaba nos veía desnudos y se ponía celosa. Otras veces se acercaba a nosotros, se nos unía. Cada noche yo tenía un romance diferente con mi profesora de castellano. Un romance que comenzaba, siempre, con la conversación real y la caricia real en la pierna. Esa verdad sin discusión le daba al resto de la utopía un poder deslumbrante.

Lo cierto es que, al pasar los años, tomarás conciencia de la metodología y podrás fantasear con la mujer que tu desees. Hoy en día, ya adulto, revivo y recuerdo esta metodología para fantasear con Ella, con la mujer que hoy deseo. Cuando pienso en ella -casi todas las noches- pongo mi mente en blanco y mi película personal comienza y no puedo dejar de verla hasta el final, porque el final nunca es el mismo. Lo hago todas las noches, cuando las circunstancias me dejan solo y a oscuras. Imagino el momento inicial del cigarrillo y la conversación que podemos tener, y después construyo las diferentes variaciones que pudieran ser, o que no sucedieron. Las que me completan.

Ojalá pienses, durante tus primeras noches de placer solitario, en tu profesora, en tu novia, en tu vecina que te da morbo, en la mujer que deseas, en esta historia que te he contado. Comienza a imaginar la escena por donde yo la he dejado: cuando ella me mira, fuma despacio y me mira temblorosa. Ella es hermosa, está divina, y tiene una mirada de picardía irredenta y de deseo de cariño y protección en sus ojos. Después puedes continuar la historia por donde tú quieras. Acaba por mí, hasta el último de los días.

El desahogo masculino es un amor a destiempo, un romance nocturno que ocurre en épocas paralelas que no se cruzan. Se parece mucho a esta conversación remota, hijo, en la que yo le hablo al hombre que serás, y en la que tú me escuchas sin saber si estaré o no contigo.

14.3.10

Tu cara me es familiar


...Últimamente (te) sueño muchísimo

Según los psicólogos, las personas que se nos aparecen en los sueños son rostros que alguna vez hemos visto. Si en tu sueño cantas una canción perfecta sobre un escenario, por ejemplo, cada uno de los veinte mil rostros de la multitud que te aclama pertenece a gente que pasó por tu vida: actores de antes, compañeros fugaces de la primaria, la chama que estaba leyendo a Coelho en el metro con cara de intensa, una maestra suplente de música que salió del salón llorando, etcétera.

A veces me da por pensar que cuando nos quedamos solos en la mesa de un lugar, o parados en una esquina distraídos con el vaivén de las caras ajenas, sin pensar en nada pero atentos al tumulto humano, lo que estamos haciendo en realidad es el casting de aquellos rostros con los que iremos a soñar la semana que viene.

—Este sí, porque tiene una calva graciosa; esta no, porque le faltan tetas; a esta vieja la llevo porque puede funcionar como abuelita macabra...

Sin querer, quizá automáticamente y al descuido, buscamos personajes secundarios nuevos para algún sueño multitudinario, de esos con gran cantidad de extras, con cambios abruptos de paisaje y explosiones.

Posiblemente las personas que tienen el lujo de poder dormir la siesta no tengan necesidad de hacer estas búsquedas de roles no protagónicos, porque quienes duermen más pueden ir gastando los personajes del casting durante el día, y tendrán dos o tres personajes fuertes: el padre muerto que regresa, un@ ex novi@ que se convierte en el actual, el tipo que vende el periódico que te persigue con un cuchillo...realmente no lo sé. Lo que sí creo saber es que los que tenemos la costumbre de dormir poco y profundo somos muy dados a la producción onírica de alto costo, a los espacios infinitos, a los argumentos culebreros.

Los sueños de la noche son más intensos, más duraderos, más creíbles y generalmente más agradables que los de la siesta. Eso sí: si te toca una pesadilla, agarráte de la sábana con ambas manos. Las pesadillas de la noche, por alguna razón, ocurren con tanta nitidez, y el argumento es tan hijodeputa y certero, que una vez que te despiertas estás todo el día con una sensación fea, como si realmente hubiera pasado algo irreversible en la vida real. Como si hubieras pisado pupú de perro y ahora te quedase el tic de caminar por la alfombra pidiendo perdón.

La misma sensación de realidad, pero esta vez acolchada y feliz, ocurre cuando el sueño ha sido erótico o de amor. A mí me está pasando mucho recientemente, que me despierto de la cama completamente enamorado, mucho más que el día anterior. Recientemente soñé que la tenía frente a frente, estaba desnuda, sus ojos brillaban y tenía una cara mezclada entre entrega perversa y necesidad de protección. En el sueño no hicimos nada, pero me dejó al despertarme una sensación feliz de amor verdadero y sensual. Y sin querer, un hueco de frustración que me duró hasta que me agarró el hambre de la cena.

En la noche, el subconciente nos proyecta más bien cortometrajes, seis o siete sueños seguidos, pero cortitos; alguno es de terror, otro medio alegórico, a veces reponen dos o tres simpáticos, y otros que te vuelan la cabeza, que te despiertan de sopetón o que te haga pensar en la inmensidad del destino o en la necesidad de ella en tu cama. A diferencia del sueño de la siesta que es quizás demasiado disperso y poco intelectual, y lo único que tiene de bueno es que a veces resulta de un simplismo tan absurdo que le encuentras la vuelta. Inclusive, la mente está fresca -o en stand by, porque sabes que dentro de un rato debes levantarte a trabajar o hacer cualquier cosa- y hasta tienes la posibilidad de adecuar el sueño a tu gusto, para que se acabe rápido: le pones un paisaje que te guste, empiezas a buscar mujeres por los costados del sueño para tocarles las tetas, lo que tú quieras. Empiezas a ser el guionista omnisciente de tu propia fantasía.


Ser el escritor de tus propios sueños está muy bien: lo malo es cuando lo quieres plasmar en letras en la vida real. Cuando pasa eso, la deformación te lleva a creer que algunos sueños son adaptables al cuento corto o la novela. Es triste pero ocurre: la mayoría de las veces, los que intentamos escribir nos despertamos convencidos de que lo que acabamos de soñar es "La Historia Perfecta". Es tanto el convencimiento y la alegría que ello nos produce, que nos arrastramos tambaleando a buscar el primer cuaderno o papelito, y empezamos a anotar como locos cada detalle de la trama onírica, antes de que las últimas hilachas del recuerdo desaparezcan.

Yo tengo cientos de estas anotaciones, y todas son más o menos de este estilo:

viajába en un tren,
a una vieja le habian robado la cartera,
después estábamos en Barquisimeto
y la vieja era un perro.
yo descubro que el perro no estaba en el tren
entonces la cartera aparece
¡Nada cuadra!
(también estaba Mónica Bellucci)

Es horrible el momento en que, de pronto, estás completamente despierto y lo que te había parecido el mejor cuento policial del año no significa nada. Que todo aquello que parecía unirse como el engranaje de un reloj suizo era una cagada, o una alucinación. De todas maneras yo, por las dudas, no borro esos apuntes, porque capaz que juntando cincuenta o sesenta idioteces de ésas un día me sale un libro de versos vanguardistas. Uno nunca sabe por dónde anda la poesía moderna en este momento.

12.3.10

Mínimos avances en la cama


Con muchas ganas de acostarme...

Menos la cama, todo ha mejorado en este mundo. Antes cocinábamos la sopa haciendo fuego con leña, ahora metemos la taza directamente al microondas; hace medio siglo podíamos tener hasta cincuenta acetatos en casa, hoy tenemos quinientas discografías completas en el bolsillo; ayer íbamos a los sitios a caballo y tardábamos meses en llegar, ahora nos movemos en aviones y en trenes expresos. Todo lo que nos importa ha evolucionado menos la cama, la cama no. Dormir sigue siendo la misma mierda desde el siglo once.

Capaz que soy yo, que me estoy haciendo viejo y ya todo me cuesta mucho, pero cuando llega la noche prefiero quedarme dormido en el sofá, o en el suelo, antes que irme a la cama. Sólo pensar en la cantidad de cosas que hay que hacer para acostarse me desmorona. No hay nada automático, todo es manual y torpe, todo es antiguo.

Observo la vida del hombre moderno y todo parece estar bien, me siento satisfecho: un aparato nos alerta sobre la hora de despertar; enseguida una máquina nos prepara el café; después un vehículo nos conduce al trabajo; allí una computadora piensa por nosotros y nos corrige; por la tarde extraemos dinero de una estructura automática para insertarlo en otra que nos ofrece café o chucherías; por la noche, el vehículo u otro artefacto móvil nos devuelve al hogar; ya en casa una invención nos entretiene con música, dramaturgia o deportes; y otra maquina nos indica que ya es la hora de descansar. Hasta ahí todo es perfecto.

Pero justo entonces —cuando más necesitados estamos de lo automático— sobreviene el fallo: antes de acostarnos, nosotros, los hombres modernos, los que ya hemos conseguido no realizar ni un solo esfuerzo físico, tenemos que hacer la cama -o por lo menos yo que soy un desastre-. No existe un artificio mecánico que nos libre de esa desdicha. En las casas hay control remoto para todo, hasta para bajar las cortinas. Pero no los hay para las actividades que involucran el dormir.

Solamente los japoneses y los enfermos terminales tienen control remoto en sus camas. Ellos sí. A veces me dan ganas de ser amarillo (del verbo tokio o del verbo hepatitis) para que mi cama sea automática y tenga botonera.

El hombre se ha pasado los últimos veinte o treinta años inventando una cantidad enorme de estupideces. Ya hay máquinas que te informan quién llama, con letra de imprenta y todo, para que no lo preguntes en el teléfono. ¡A eso hemos llegado en nuestra loca aventura hacia el confort! Inventamos artefactos que nos liberan de decir "hola, ¿quién habla?". Hay neveras que convierten el agua en hielo sin que tengas que viajar al Polo Norte o Sur. Hay lo que quieras.

Pero a la noche, cuando llega la hora del reposo, debemos airear diferentes telas, extenderlas de manera que sus puntas se toquen, simétricas, y colocar los bordes debajo de una bolsa llena de plumas; una bolsa absurda que pesa lo mismo que la lengua de un dinosaurio.

Odio el colchón actual. Lo odio con todas las fuerzas de mi alma. El colchón y el comunismo son las dos creaciones más equivocadas de la historia del Hombre. Ambos son inventos que jamás funcionaron bien del todo, pero nunca nadie se ha atrevido a decir en voz alta:

—Hemos fallado, señores, hagamos esto otra vez desde el principio.

Al contrario. Al comunismo y al colchón seguimos incorporándoles modificaciones y mejoras falsas, para disimular nuestro error de haber inventado algo tan incómodo. Colchón ergonómico, comunismo libertario; canapé abatible, izquierda moderada; somier articulado, socialismo utópico; colchón de espuma viscoelástica, partido socialista unido de venezuela.

No es posible que, a estas alturas del progreso, todavía haya algo en nuestros hogares que debamos limpiar pegándole con una escoba en el patio. No tiene lógica.

No puede ser que si un día nos meamos (sin querer), tengamos que pedir ayuda a alguien para darle vuelta al colchón. Tenemos microchips, minifaldas, lentes de contacto, calditos de pollo… Una enorme variedad de cosas minúsculas. Pero a la noche dormimos en una cosa que pesa treinta y siete kilos.

Es increíble que ya tengamos carros con los que podemos chocar diez veces sin matarnos, y marcapasos con el que podemos sufrir hasta siete ataques al corazón y seguir vivos, y que —por el contrario— haya que tirar el colchón a la basura cuando nos orinamos dos veces. La tecnología y la modernidad parecen estar al margen de los dormitorios. Los avances se quedan en el comedor, en la cocina, en la sala de juegos.

Si comparamos una cama del año 1308 con otra de este año nos va a costar mucho encontrar un mínimo progreso. Siete siglos muertos, a la deriva de la ciencia, en donde únicamente hemos logrado construir el mismo armatoste horizontal con tres lienzos de tela encima. En setecientos años, sólo hemos conseguido ponerle elástico a las puntas de la sábana de abajo, para que no se salga cuando damos pataditas. En setecientos años, un elástico. ¿Qué carajo nos está pasando?

En estos tiempos de modernidad la cama debería venir con ingravidez de serie. Tendría que ser una cápsula gigante y hermética, sin sábanas ni colchón. Fantaseo cada noche con un artefacto en el que mi cuerpo flota, desnudo y lánguido, siempre a una temperatura perfecta y con un leve sonido de fondo: el arrullo del mar, tres grillos en la distancia, el sonido de un gemido ahogado en el orgasmo. En esta cama 2.0 no existiría ni el ronquido ni el insomnio, ni los ruidos externos, ni las pesadillas, ni los peos con olor. Toda la cápsula estaría insonorizada y atenta a cualquier desliz del cuerpo o del entorno. Las almohadas tendrían un temporizador que las haría dar vuelta solas cuando notasen el cachete acalorado. Y, por supuesto, nosotros mismos estaríamos unidos a un grabador de sueños, para poder ver al día siguiente la repetición de las mejores escenas.

Yo no sé si falta mucho o poco para que lleguemos a este punto del confort. Pero lo veo muy complicado, porque los científicos están muy ocupados poniéndole más y más guevonadas a los celulares. ¡Qué gente obsesiva!.

Ahora me acuerdo de una frase de Juan Rulfo. Una frase muy bonita que aparece en su novela Pedro Páramo. El protagonista se está quedando dormido sobre una roca áspera, después de haber andado todo el día por el desierto, y dice, antes de quedarse frito:
El mejor colchón es el cansancio.

Puede ser, sí... Puede ser. En esa época los hombres se agotaban mucho, caminaban kilómetros enteros, trabajaban con las manos y la espalda, comían poco carbohidrato, se peleaban con cuchillo. Es decir, antes la gente se esforzaba. Pero ahora ya no. Hemos abolido el cansancio, hemos eliminado el sudor de la frente y el parto con dolor. Nos hemos quitado de encima el yugo triste del siglo veinte. Hoy el único trabajo físico que nos queda es hacer la cama antes de acostarnos.

Y yo no quiero, me rebelo. Me enoja mucho que hayamos olvidado erradicar lo más importante. Nos pasamos ocho horas al día durmiendo, ¡un tercio de la vida! Dormimos más que comemos, más que viajamos, más que reímos y amamos. ¿Cómo es posible, entonces, que todavía nadie haya inventado una almohada que se enfríe sola en medio de la noche? Estamos en el nuevo milenio y tenemos que despertarnos para darle vuelta la almohada.

Somos una raza de imbéciles.

10.3.10

¿Qué pasa (ra) en la oficina?


Un oficinista tipo (un tipo oficinista), de cualquier profesión (abogado, ingeniero, informático o periodista) pasa ocho horas diarias -o hasta más, en algunos casos- entre cuatro paredes, o, lo que es lo mismo, cuarenta horas por semana, o dos mil ochenta horas en el año, o sesenta y dos mil cuatrocientas en treinta años. Esto es malo. Malo para la salud, malo para el espíritu (uno se aguevonea), malo -incluso en nosotros los hombres- para el pedacito de carne que se tiende a caer.

La aspiración de este post fue cambiando con el correr de los días: de lo que primero fue un intento reivindicador de la oficina, se pasó a un conato de objetividad, para caer finalmente, con inclusive descripciones de panoramas en vivo, en un patético documento de advertencia.

Los empleados de oficina deben respetar, hasta sus últimas consecuencias, un decálogo no escrito, pero que tiene más vigencia que la Constitución Nacional, lo cual -a merecer del respeto a nuestra Constitución- no es mucho decir.

A continuación, escribimos el decálogo no escrito:

1. No tendrás más dios que el Jefe.

2. No tomarás el santo nombre de la empresa en vano.

3. Acuérdate de santificar los feriados.

4. Honrarás gerente y horarios.

5. No hurtarás los lapiceros


6. No fornicarás en la oficina (discutible)

7. No matarás, como no sea el tiempo.

8. No levantarás falso testimonio

9. No desearás a la secretaria del Jefe.

10. No codiciarás los puestos ajenos.

Usted pensará: "Dios mío, ninguna persona decente podría trabajar en una oficina".

Y tendrá razón. Muchos muchachos honestos y limpiecitos, luego de contestar un aviso de Últimas Noticias o El Universal, se han perdido para siempre. Porque, ¿quién puede ser bueno rodeado de paredes donde cuelgan absurdos cuadros estadísticos y, en el mejor de los casos, almanaques de las Chicas Polar? ¿Quién puede ser piadoso escuchando el insufrible tableteo de los teclados de computadora, o haciendo cálculos en Excel que vaya uno a saber para qué sirven? Y eso sin hablar de los balances, donde una diferencia de diez bolívares “fuertes” puede hacerle perder el empleo a un honesto padre de familia cuya mujer se gana la vida vendiendo Avon.

Personajes De La Oficina.

Una oficina se compone de jefe, secretaria, empleados, pasante, cafetero, empleado responsable, chismoso, rumbera traviesa, organizador de paseos, "mete el pie" y otros largos etcéteras. Y empecemos por arriba, como quien hace un pozo.

Todos los jefes son iguales: insufribles, malvados, biliosos, y hasta un poquitín mugrientos. Y como iguales que son, suelen apelar a las mismas frases ante las situaciones cotidianas.

A empleado incumplidor: "González, usted no va a llegar muy lejos".

A empleado despedido: "González, la empresa se ve obligada a prescindir de sus servicios".

A empleado que pide aumento: "González, yo comparto su inquietud, pero eso no va a poder ser".

A postulante: "González, muy bueno lo suyo, ya lo vamos a llamar".

A empleado que lo desilusiona: "González, usted me desilusiona".

A empleada hermosa que se viene a postular: "González, quiere dejarnos solos un momento".

El mejor auxiliar de los jefes es el empleado responsable ("González es mi brazo derecho"). Llega todos los días cinco minutos antes de la hora de entrada, limpia el área de trabajo, trae los periódicos y hace café, se lleva trabajo a casa, no se toma vacaciones, admira al jefe, no está pendiente del Facebook ni del Twitter, ni recibe llamadas, en fin, es un perfecto imbécil.

Otra eficaz ayuda para los que mandan es el chismoso ("González me lo cuenta todo"). Este personaje es conocido también como chupamedias, jalabolas, bocaetrapo, lenguaesapo, cuentero, hablapaja y otros. Es el tipo más odiado de la oficina. Al igual que los jefes, los chismosos poseen una particular terminología, empleada especialmente para iniciar sus cruentos relatos:

"No es por hablar, pero...", "Dios me perdone...", "No quisiera equivocarme...", "Antes de que se lo cuente otro...".

Los jefes no le temen a nadie. Salvo, claro está, al "mete el pie". ("González me está moviendo el piso"). El "mete el pie" es como un mal deportista. Para él el escalafón es como un reality show: vale todo. Algunos de ellos van jabonando pisos y haciendo despedir a quienes les hagan sombra, hasta que mueren solos, en el despacho más lujoso de un desierto edificio de escritorios.

Sexologia De La Oficina.

La vida sexual de la oficina es toda suposición y fantasía.

Los pasantes, por ejemplo, se complacen en imaginar la lujuria que son capaces de desplegar las secretarias o algunas empleadas. A su vez, los ejecutivos veteranos son capaces de ver en cada telefonista a una cortesana en potencia.

-Acá se hace la recatada -escucharon decir nuestros cronistas muchas veces-, pero debe ser una...

A su vez, las mujeres parlotean en voz baja y en el baño (especie de santuario confesional de la oficina) acerca de las ojeras que últimamente anda trayendo González. Todos los empleados (y empleadas) tienden a ridiculizar la vida sexual del jefe. Los jóvenes suelen creer que es impotente. Las viejas lo juzgan un viejo verde baboso o un puto, en el mejor de los casos.

El antiguo mito de la secretaria amante del jefe está en franca decadencia. Nadie da crédito a esas historias, salvo, claro está, las secretarias y los jefes.

Las piernas de las transcriptoras son otro estímulo para estas fantasías que gobiernan la vida sexual de la oficina. Los sociólogos de la sociedad de consumo han calculado, con todo desparpajo, las horas-hombre perdidas en el campaneo de extremidades. Un empleado normal consume doscientas horas anuales en esos menesteres. La estadística trepa a picos mucho mayores ante la existencia de cajones a bajo nivel que obligan a las empleadas a agacharse.

Los lunes, los empleados todos proceden a referirse mutuamente las proezas sexuales consumadas durante el fin de semana. Si tales proezas fueran ciertas no quedaría en este país títere con cabeza.

Final Con Prospectiva.

Llegará un día en que unos monstruos espantosos asolarán las oficinas.

Vendrán de los infiernos y aparecerán por los agujeros de los inodoros y meterán a los pasantes dentro de los cortapapeles y violarán a las secretarias, y arrojarán los expedientes por las ventanas y beberán la sangre de los jefes, y pintarán las paredes de rojo, verde y azul de almohadilla de sello y obligarán a los gerentes a mostrar sus calzoncillos invariablemente blancos y forzarán a los mentirosos a ejercer sus hazañas sexuales sobre los escritorios y torturarán a los alcahuetes contándoles anécdotas de la recluta.

En tanto aguardamos el lejano apocalipsis oficinero, sigamos tempranito marcando la entrada con el carnet, sigamos almorzando en el escritorio, hagamos horas extra que para eso las pagan y aguardemos la módica jubilación que nos permitirá ir al metro a contar vagones hasta morirnos.

[NOTA: Lo que viene es una nota de color… lo que todos pensamos y no decimos].

*Yo sería bohemio pero, ¿y si la gente se entera?.

*Quiero que mi hija se case de blanco.

*Yo escucharía música clásica, pero me coincide con Sábado Sensacional.

*Usted sí que es creativo, González.

*No soy un sumiso. Mi mujer no me lo permitiría.

*El presidente de la empresa siempre tiene la razón.

*Yo a los 25 años ya tenía la llave del baño.

*En las elecciones, los votos de las personas inteligentes tendrían que valer tres.

*En mi época los muchachos eran de otra manera.

9.3.10

I am...

...quién apuesta a seducirle
a enseñarle los caminos perniciosos
que conducen al amor.

Yo puedo conseguir, se lo aseguro,
que el menor de sus caprichos,
se haga ley en los demás.

Sin trucos, sin maldades, sin engaños.
Mentiras blancas dichas con sinceridad.
Amar es inventarse cada día, ya lo verá.

Lobos del deseo
comen de mi mano
y cumplen con mi voluntad.
con canciones profanas
y detalles para hacer segunda voz.

Usted manténgase bella
hágase regalos
Vístase bien, como siempre
y finja indiferencia
que se lo digo yo.

Aunque a veces, de mi impotencia, quisiera reventar
por suerte esto no ocurre con frecuencia
una o dos veces en la vida
le aseguro que no más.
son sombras, son espectros, son fantasmas,
que algunos llaman... usted sabrá.

Quiero ser su válvula de escape
su secreto a voces
el nicho que le tape la lluvia
arlequín para su risa
escucha atento e implacable
y fuego de su deseo.

La deseo con todo
con lo bueno y con lo malo
con lo sublime y lo profano
con los laberintos de su pasado
con los altibajos del presente
y con el remanso del futuro.

Sólo espero, señora, que lo sepa...

2.3.10

Chile, Haití, Catástrofes y Política


#Fuerza Chile
#Fuerza Haití

Hoy, luego de seguir -y que me hagan seguir- el devenir de los acontecimientos, me atrevo a escribir de Chile. Y no creo que sea una cosa fácil, por la magnitud de la tragedia, por lo cercano que para muchos de nosotros son Chile y los chilenos, porque nos comprime el sentido latinoamericano y porque ha venido de repente y en cadena con otros acontecimientos, como Haití.

Decir que Santiago parece hoy mucho mejor que Puerto Príncipe es de ningún consuelo para el pueblo de Chile. No va a reconstruir sus casas en ruinas, ni va a traer de vuelta a sus muertos. No va a reconstruir los daños del aeropuerto, ni movilizar a los hospitales de campaña los suministros de emergencia necesarios para mantener a todos los afectados, ni va a inspirar las donaciones caritativas de todo el mundo.

Sin embargo, la comparación es inevitable, por lo que muchas personas ya han hecho: Después de todo, dos grandes terremotos inusualmente debilitantes han golpeado las capitales de los dos países latinoamericanos en un plazo muy corto. En ambos, los líderes políticos se quedaron luchando por metáforas para transmitir la magnitud de la catástrofe. La presidenta chilena, Michelle Bachelet, calificó el terremoto como "una emergencia sin precedentes en la historia de Chile". El presidente haitiano, René Préval, comparó la destrucción en Haití "a los daños que se verían si el país fuese bombardeado durante 15 días."

Pero el efecto sobre las respectivas poblaciones claramente no será idéntico. Un terremoto siempre sale de la nada, y en ese sentido es siempre una pieza de mala suerte en la lotería geológica. Sin embargo, los efectos secundarios a corto y largo plazo de un terremoto - la medida del daño que desata y la velocidad con que la población se reorganiza y reconstruye - no tiene nada que ver con la suerte. Sino que van de la mano con la política y la economía. Al mal tiempo, hay que ponerle más que una buena cara.

Quizá habrá más "saqueo" en Chile esta semana -como lo reflejaba esta semana la prensa- como gente que luche por sobrevivir en las ruinas, pero el ejército chileno y la policía -no Marines estadounidenses- sabrán controlar la situación. Bloques de apartamentos estarán debilitados, pero habrá inspectores en la mano para ayudar a evaluar cuáles podrían ser seguros.
En Chile había reglamentos en vigor antes del terremoto. No todas las estructuras cumplían las normas, pero muchas sí. Y los residentes tienen la cultura de reclamar sus justos derechos: En la ciudad de Concepción, los residentes de un nuevo edificio que se derrumbó amenazan con demandar a los constructores, según las reseñas. El hecho de que siquiera se discute sobre esta opción implica que los propietarios de los apartamentos consideran que tienen un sistema judicial que funciona, un sistema legal que podría obligar a los constructores a pagar una indemnización, y la creación de un sistema normativo que se respeta en general. Haití no tiene ninguno de los anteriores.

Aunque pueda no ser pertinente ni humanitario tomar nota de estas cosas, Chile, a diferencia de Haití, es también una democracia que funciona. En las recientes elecciones, el partido de centro izquierda gobernante perdió contra la oposición de centro-derecha, por primera vez en dos décadas. Se espera que el poder cambie de manos sin ningún incidente, cuando el nuevo presidente, Sebastián Piñera, tome la silla. Aunque Piñera es un multimillonario, dirigió su campaña a los dueños de pequeños negocios, se comprometió a vender algunos de sus activos para evitar conflictos de interés, y acaba de nombrar un gabinete que incluye un número de independientes e incluso ministros de centro-izquierda. Por supuesto, no sabemos qué tipo de presidente será Piñera en última instancia, pero su elección tuvo que recurrir a millones de personas, y no sólo a una élite adinerada y partidista.

A raíz de una catástrofe natural, esto es importante: Para llamar a Chile una "democracia" es otra manera de decir que Chile es un país cuyos dirigentes políticos han de tener en cuenta las preocupaciones de sus votantes. La respuesta al terremoto de Chile tendrá que reflejar los mismos valores que el famoso sistema de pensiones de ese país, que tiene por objeto garantizar a los trabajadores ordinarios unos ingresos de jubilación decentes. En los próximos meses, el Estado no puede ser capaz de ayudar a todos los pobres que han sufrido, pero no puede ignorar a todos ellos ya sea por tiempo indefinido.

Los desastres tienen ninguna lógica, y no tienen significación política. Pero el proceso de recuperación que sigue a un desastre es siempre profundamente político. A pesar de un fuerte terremoto y las perjudiciales réplicas, Chile volverá a la normalidad más rápidamente que Haití. La suerte no tiene nada que ver con ello.

Y que Dios nos ampare si quiera de imaginar un escenario más cercano...