29.8.10

Demasiado Tarde


Mi último zapping madrugador, cada vez más recurrente y que se ríe de la infusión de Rosa Jamaica, la valeriana y de los antihistamínicos fue tomado por el grandioso y envejecido Sabina canturreando la que para mí es una de sus canciones más logradas: Princesa, cuya letra es un calco de un drama quizá para muchos recurrente y en que hoy pongo el dedo en mis propias llagas. Bien vale el esfuerzo luego de que el señor de Úbeda me diera bofetadas con el cuento de la chica que, aunque ya bordea la base tres, aún persiste en actuar como una alborotada e irresponsable veinteañera.

Eso en sí mismo –sufrir el trastorno de la adolescencia tardía– no me merece mayores reparos. Incluso a veces yo mismo me achaco la teórica incoherencia de estar casi llegando a la treintena y comportarme despistadamente como un desubicado carajito de 18. Y más fregado es cuando esa supuesta inmadurez va acompañada de un inaudito y sistemático método para batallar con el drama de la incorrespondencia o de la imposibilidad.

Pongamos las barbas en remojo. Muchas son las relaciones –quizá haya usted estado inmerso en una de ellas- donde una de las partes es gran animador de la fiesta: el romántico, el desinteresado, el incondicional, el fiel, el detallista; es decir, lo que para cualquiera–en el falso plano austral-romántico- vendría a ser el enamorado/a perfecto/a –o, para algunos, quizá el/la perfecto/a idiota-. El que se desvive para proporcionar comodidad al otro. Muchos hasta reprimen su clásica hiperactividad y cambian de hábito, envolviéndose en ropajes de comedidos y zanahorias, aunque nunca lo hayan sido.

Resulta curioso cuando, a veces sin querer, se alteran aspectos de la forma de ser solo para preservar la armonía. Si eso lo pone feliz y la pareja vale el sacrificio, pues bienvenidos sean los ajustes, el control, la autocensura y las variaciones de personalidad. El problema está cuando la pareja no es correspondiente, o es complicada. Allí sus instintos serán castigados con temporadas indefinidas de "break" que pueden hacer sufrir.

En una relación siempre hay un miembro de la pareja que tiene la sartén por el mango y que, cuando es consciente de eso, pues se termina aprovechando de que la balanza esté inclinada a su favor. Es difícil que dos personas se enamoren con la misma intensidad. Lo regular es que haya uno que seduce y otro que se deja seducir; uno que traza los planes y otro que los acata; uno que domina y otro que es dominado; uno que quiere más y otro que quiere distinto.

Muchos son los casos cuando uno de los dos –por variadas razones- lleva la voz cantante, la que decide cuándo salir, cuándo bailar, cuándo ir al cine. En muchos casos, las razones se convierten en verdades solo para no verse en la obligación de encararse. “No cabe duda que es verdad que la costumbre…” decía la balada ranchera. Aquí el amor raya en un entramado de dudas, caprichos e inconsistencias. Uno frega al otro, y con un llamado de atención, vuelve a ablandarse.

Es horrible la palabra "empepado", pero hasta que el lenguaje no encuentre una jerga menos vulgar que la reemplace de manera convincente, pues tendremos que seguir apelando a ella designar casos como éstos, tan vividos, tan comunes. Y duele más cuando se llega a vivir atado a una cama y al sueño optimista de que algún día eso se convierta en algo más real, más verdadero, más humano.
Quienes hemos pasado alguna vez por el terrible rito de la contrición amorosa y hemos apelado a esas peticiones sabemos lo duro que es esperar a alguien que se quede contigo y recibir a cambio tan solo una devastadora mirada de lástima, o una caricia de compasión o, peor, un tibio beso en la frente.

Espero que sean pocos –entre los pocos lectores de este trasto de blog- los que hayan identificado con esto. Para ellos, la fortaleza del gran Sabina quien cantaba “ya es demasiado tarde”. Qué valga para mí igual, de una u otra manera



25.8.10

Por la boca...

Se conocen en una fiesta. Conversan durante horas. Se gustan. Hierve la sangre y la piel. Antes de retirarse ÉL le pide el número de teléfono y a los pocos días la llama para invitarla a salir. Salen. A la segunda salida se dan un beso. Sin habérselo propuesto y del modo más natural, salen durante una, dos semanas. Cada vez se gustan más, se besan y abrazan con fuerza, se desean. Un viernes, después de ir a bailar, al cierre de la madrugada, hacen el amor en un hotel y les resulta sensacional. Salen durante uno, dos meses. Actúan como enamorados. Se telefonean cada dos días y se monitorean con mensajes de texto o por el Pin. Una noche, en la cama, en medio del fragor de la excitación, ELLA le dice a boca de jarro que lo ama. Es evidente que está más enamorada que ÉL (siempre hay uno que se enamora más que él otro). ÉL no quiere decirle que la ama, pues no está seguro de sentirlo, pero ahí, montado sobre ELLA, entrando y saliendo de su cuerpo, a punto del orgasmo, cree amarla y –pum– se lo dice balbuceándolo en su oído. ELLA no olvidará ese momento.

Progresan y continúan saliendo. Se sienten muy afines. Son casi una pareja formal, aunque nunca hayan formalizado su relación con preguntas obsoletas (aunque útiles) como “¿quieres estar conmigo?”.

Mientras más sexo tienen, ÉL se siente más compenetrado, más protector, más seguro. Entonces se tuerce la llave del destino por primera vez: ÉL deja salir al duende romántico que tenía exiliado en una gaveta de su cerebro y empieza a escribir poemas, a componer canciones, a hacer regalos de todo calibre y, sobre todo, a decir un montón de frases hermosas y grandilocuentes que –aunque son coyunturales– llevan el peligroso eco de lo eterno.

“Siempre te voy a amar”, le dice ÉL una tarde, a la salida del cine. ELLA lo abraza y deja caer un leve lagrimeo. No soporta tanta felicidad. Cree que, efectivamente, esas cinco palabras son la garantía de que ÉL nunca se irá de su lado. No sabe que esa frase (siempre–te–voy–a–amar) es solo un impulso, un hipo, un arranque honesto y bien intencionado, pero nada más. Decirle a alguien “siempre te voy a amar” es tan precipitado como asegurarle que dentro de dos semanas un camión cisterna se estrellará contra su casa, o que un aerolito caerá dentro de un año en su jardín.

Lo que ÉL ha debido decirle, en todo caso, es algo así como “hoy, aquí, mientras estamos saliendo del cine, acaso inspirado por la película romántica que acabamos de ver, siento que algo de mí te ama”. Pero, claro, nadie dice esa cosa tan ponderada, desmenuzada, racional y aburrida. A todos nos gusta soltar la lengua, creernos los actorcitos, irnos de muelas y empapelar nuestras relaciones con tempranas sentencias que, más tarde, cuando el amor pasional desfallece y aparecen las dudas, regresan como un boomerang a pegarnos en la cara. No es que las palabras y promesas carezcan de sinceridad, sino que sufren de tremendismo.

ÉL y ELLA siguen juntos cuatro, cinco, seis meses. Están relativamente bien. Ya no tienen tanto sexo volcánico como al inicio, ni van tanto al cine, pero, bah, son otros los lazos que los unen (si le preguntaran a ÉL, diría que los une la libertad incondicional; ELLA, en cambio, diría que los une la proyección, el futuro). De pronto, un día, ELLA plantea la formalización. Quiere que se coloquen mutuamente el cartel de ‘enamorados’ delante de toda la platea de amigos, parientes y demás. Ya basta de ser amigos que se acuestan. Si les ha ido bien hasta ahora, por qué no dar otro paso, piensa. Ahí se produce la segunda vuelta de tuerca: ÉL deja salir al mono neurótico que escondió en algún lado de su inconsciente y se asusta. Se resiste a cambiar las cosas y da un paso al costado. Le dice que no, que están bien juntos mientras sigan sujetos a su libre albedrío.
ELLA llora y le recuerda, una por una, todas las cosas que le dijo al inicio, todas las promesas, todos los regalos, pero sobre todo le recuerda el bendito día en que, a la salida del cine, le dijo “siempre te voy a amar”. ¿Dónde estaba ahora ese ‘siempre’? ¿Acaso había sido mentira? ¿En qué momento se evaporó el amor desquiciado y revoltoso de las primeras semanas?

Recientemente escuché una historia como la que arriba describo y, al oírla, pienso enseguida que las palabras que decimos son como grilletes que, sin saber, nos vamos ajustando en las muñecas y en los tobillos. Son como plantas carnívoras que nos mordisquean para que no olvidemos que nosotros les dimos vida al pronunciarlas tan impunemente. Nuestra pareja nos torturará mostrándonos, subrayadas si es preciso, las cartas de amor que les escribimos, los mails entrañables que les mandamos, el inspirado verso que una noche compusimos en una servilleta de restorán.

Como un ama de casa enfurecida que castiga a su perro arrastrándolo hasta la sala para que huela la mancha de orina que traviesamente dejó, así, igualito, nuestra chica nos refunfuñará para que no volvamos a prometer lo que no estamos en capacidad de cumplir.

¿Cuántas veces la han cagado con el alma por haberles dicho esas palabras preciosas que luego, como por arte de magia, se hicieron aserrín? O al revés: ¿Cuántos de ustedes han tenido que pedir perdón, cabizbajos, por no haber podido sostener en el tiempo una frase memorable que, en su momento, fue dicha con el corazón en la mano? ¿No les parece extraño que las mismas palabras que sirvieron para unir al final estimulen el distanciamiento?

Creo que el diccionario amoroso va variando en la medida que los sentimientos se transforman. Hay quienes afirman que el amor –es decir, el fogonazo, la pasión química que hace posible cualquier relación– dura solo unos pocos años. Cuatro, a lo mucho. Es como una gasolina de alta viscosidad que nos hace arrancar a velocidad hasta que un día, en medio de la nada, se agota. Por eso es sano pensar que el amor, igual que el combustible, no dura para siempre. Una vez que los músculos del corazón se relajan, son otros los afectos en juego: la amistad, la lealtad, la aclimatación a la costumbre, pero también el desapego, la rutina, el hartazgo, la indiferencia.

¿Cuánto dura el amor? Hoy no tengo idea -abogo que por mucho siempre- Cuando veo que hay abuelos que aún consiguen mirarse con ternura mientras celebran sus bodas de zafiro, oro, diamante y demás piedras preciosas, pienso que el amor es una preciosa y escasa virtud. Sin embargo, en la mayoría de historias esa magia se oscurece: las parejas se rompen; los matrimonios fracasan fulminados por las crisis; los casados recomiendan a los solteros mantenerse fuera; el divorcio se populariza. No entiendo. Pareciera como si el amor –o eso que juntó a un hombre y una mujer en un primer momento– ahora los agotara y los destruyera lentamente, como una droga: que te hechiza primero solo para matarte después.

Por eso –por el daño que pueden hacer involuntariamente ciertas frases y palabras– es que pienso que los discursos que los novios están obligados a pronunciar en la misa nupcial deberían revisarse a fin de estar cargados de un poquito más de realismo. No quiero sonar insolente, pero si me dieran a mí esa tarea, cambiaría muchos términos e incorporaría nuevas expresiones para aliviar la carga.

Para empezar, eso de “yo te tomo a ti como mi esposa” suena mal. Suena a que la otra persona es un jugo de naranja o una bebida hidratante. No, pues. Debería ser: “a partir de ahora eres mi esposa y yo asumo las consecuencias de eso”. Punto.

Segundo, eso de “prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, amarte y respetarte todos los días de mi vida”, es tremendamente abusivo. El solo hecho de decirlo ya cansa, agota. Decirlo equivale a hacer cinco horas de spinning. Te quedas sin aire. Además, no es cierto. Para hacer honor a la verdad, uno debería decir: “intentaré serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad (siempre y cuando esté médicamente comprobada y no sea producto de un engreído arranque hipocondríaco). También intentaré amarte y respetarte algunos días de mi vida, no todos, porque algunos días te odiaré y querré que desaparezcas. Eso en cuanto a los días. De las noches, mejor no hablemos”.
Esas frases son algo más verosímiles. Traslucen mejor lo que ocurre en la vida de un casado (y lo digo habiendo recogido decenas de indicios y testimonios con el mejor ánimo periodístico).
Como si arriesgar todas esas promesas fuera poco, el sacerdote obliga a los novios a reafirmar sus palabras. Eso también tendría que modificarse, digo, en nombre de la calidad de vida de la pareja. El cura te habla del amor en la prosperidad, en la adversidad, en la riqueza y en la pobreza. Ahí –con el perdón del protocolo eclesiástico– convendría hacer algunas precisiones. Si uno va a empeñar su palabra infinitamente, que sea bajo circunstancias creíbles. Uno debería poder decir: “te amaré en la prosperidad y en la riqueza, siempre y cuando no abuses con frivolidad de las tarjetas de crédito; y te querré mucho en la pobreza y en la adversidad, en la medida en que no me pidas que te entregue el total de mi magro sueldo, porque necesitaré tomar un trago con mi patas de vez en cuando”.

El momento más cinematográfico de todos es cuando el cura, con voz ronca y estentórea, dice que los novios a partir de ese momento deberán estar juntos “hasta que la muerte los separe”. Uf. Qué responsabilidad. Hasta que la muerte los separe. ¿No es demasiado concluyente ese mandato? Humildemente, creo que uno no puede aceptar una unión en esos términos tan definitivos. Se debería precisar, primero, qué muerte es la que puede ser causal de separación: ¿solo la muerte física? ¿Y qué hay de la muerte emocional? ¿Qué hacer cuando se muere el amor? ¿Qué hacer cuando se muere la seducción y el erotismo? (Recuerdo un chiste corto: una noche, una mujer le dice a su esposo de 30 años “lo que ayer nos unió hoy no–se–para”).

¿Cómo actuar cuando la pasión es incapaz de convertirse en algo sustantivo por lo que valga la pena seguir juntos? ¿No es algo hipócrita mantener una convivencia mediocre, vacía, infeliz solo para no contradecir la promesa que se plantó delante del altar ante cientos de invitados?

Uno recurre a las palabras para definir un sentimiento puntual. Si el sentimiento cambia, las palabras deberían cambiar en igual velocidad. Ese es el problema. Nos demoramos en actualizar las palabras. Nos quedamos callados demasiado tiempo por el miedo a defraudar, no solo defraudar a la persona que tenemos en frente, sino por el terror que significa defraudarte a ti mismo.

Hace poco, un amigo –cuyo padre se separó de su mamá cuando él era niño– me contó así la decisión que había tomado de no separarse de la madre de su hijo: “No puedo divorciarme. Cuando mi hijo nació le prometí en silencio que su papá y su mamá siempre estarían juntos. No puedo fallarle. Yo no quiero ser como mi papá”. Yo me quedé absorto. Nuevamente era testigo de cómo las palabras del pasado capturaban a una persona que quería ser libre. Su matrimonio se caía a pedazos, pero él, por honrar un juramento que hizo en un momento de evidente felicidad, decidía inmolarse.

Las palabras de amor ampulosas son un juguete peligroso. Por eso, más que obedecer el dicho popular que aconseja “nunca digas nunca”, habría que considerar esta variante: “nunca digas siempre” porque, como dice el adagio sabio, "por la boca muere el pez".

No sé si sea cosa de los dos géneros. A veces pienso que los hombres somos unos parlanchines de mierda. Las mujeres son más auditivas. Nosotros ponemos Play y empezamos a lanzar todo tipo de ofertas y proposiciones sentimentales, en una suerte de acecho retórico. Ellas, más cautas, ponen Rec y graban todo en la memoria de su oído.

Y por eso abogo por tener siempre, tanto para enamorarle como para tenerle siempre, las palabras justas y genuinas para Ella

19.8.10

A lo pasado…

Confieso irredentamente que en mí sucedió lo que desde hace mucho tiempo esperé que me sucediera: mis criterios de selección de pareja se fueron -derechito y sin escalas- al mismísimo diablo. Se desbarataron todos, uno por uno. Se hicieron papilla en mis narices. No obstante, para este post, trataré de continuar el ejercicio de escribir como soltero cauteloso y cuadriculado, aunque realmente mi plexo solar esté echando chispas.

Supongo –y digo supongo- que uno fija sus requerimientos de búsqueda de pareja sobre la base de la experiencia, tratando de no extraviarse y repetir los escollos de antes. También supongo que todas las exigencias personales de cada individuo sirven de muy poquito pues, como se sabe, el amor tiene la magnífica facultad de hipnotizarnos y hacernos tropezar -como a Julio Iglesias- con la misma condenada piedra. Si no, pregúntense ¿Quién no ha vuelto a la escena del crimen para reincidir en un delito que sí cometió y que está dispuesto a cometer otra vez?

Pero, y es el centro de esto, de todos los criterios hay uno que puede ser realmente discriminante: El pasado. Cuando conoces a una persona interesante, tarde o temprano, te carcomen inquietudes acerca de su pasado. Crees lo que él o ella te dice, sí, pero igual quieres saber algunos detalles que han sido ágilmente omitidos. Quieres revisar su historia clínica para saber qué tan saludable se encuentra. Quieres chequear su currículo sentimental. Inspeccionar su hoja de vida y hasta verificar su récord de conducta. Todo bajo el manto del temor de que seas tú quien salga perdiendo.

Dirán ustedes que lo anterior es lo justo. Y es comprensible, pues ¿Cómo pensar en un futuro compartido si no husmeamos un poco en ciertos antiguos cajones cerrados? Si, es muy distinto ser el tercer enamorado de una chica que ser el vigésimo sexto. O, para ellas, es ciertamente revelador enterarse, por ejemplo, de que el chamo que quiere ser tu novio les puso los cuernos a todos y cada uno de sus anteriores novias. O que tal si esa niña linda que te gusta descubres que le llaman “La Foto carnet” –por eso de que se entrega a los cinco minutos- ¿estarías con ella igual?; o para ti mujer, si descubres que el muchacho bello y de excelente porte que te hace temblar es todo un patán, celópata obsesivo y machista redomado, ¿accederías a estar con él?.

A veces es mejor no saber y mucho mejor no preguntar nada. Pero cómo esperar que el o ella sea del todo transparente contigo si tú mismo sueles censurar cierta información de tu pasado tormentoso para no dañar la impresión que puedan llevarse de ti. Para muchos, hay secretos que es legítimo mantener bajo siete llaves. Yo pregunto, ¿hasta cuándo? Creo que lo más sabio –aunque aún para mi es todo un ejercicio fallido- es preguntar lo justo… en el momento justo.

Pero, con no poco temor, pregunto a quién me haya brindado la gracia de llegar hasta aquí en su lectura: ¿Tenemos derecho de acceder a los expedientes secretos de la persona que nos interesa?

Seguramente los puristas me dirán que no; que cuando uno inicia una relación se impone el “borrón y cuenta nueva”; que la confianza debe ser ciega y total, porque, además, “lo que no fue en tu año no te hace daño”. Para otros, los antecedentes pueden ser indicadores altamente demostrativos, ya que el pasado –objetivamente válido también- encierra algunos datos y patrones que sí podrían tomarse en cuenta al momento de iniciar una relación. “Dime quién fuiste y te diré quién me gustaría que seas”, podría ser un refrán que se ajuste a esta circunstancia.

Otros casos de discriminación son los hijos que, sin duda alguna, son una indeleble huella del pasado de la madre o del padre, un factor que la ligará para siempre con otros actores: el padre, la madre o los abuelos del niño. Otro que también sucede es cuando te vuelves a enganchar con una pareja con la que ya estuviste. Ahí tú mismo te conviertes en parte del pasado de ella o él. Entonces, cómo actuar. ¿Todo el tiempo que pasó entre que terminaron y regresaron debería importarte? ¿Deberías saber qué ocurrió durante esos meses o años en que no se vieron? ¿Conocer ese pasado es un acto de justicia o es puro masoquismo?

Creo que de este tema se podría escribir más preguntas que respuestas. En mi caso particular, a mi no me incomodan los hijos -al contrario, son bendiciones adicionales- y mi convicción es, que cuando sientes algo por alguien, el pasado no debería ser una carga sino un alimento. Porque, si te enamoraste de Ella o Él, te enamoras de todo lo que implica. Como decía en un post anterior, su pasado, sus vivencias y su experiencia es lo que hace que alguien sea alguien. Lo demás es lo que se siente… y eso es otra historia. Y eso sí es una pregunta justa.

Este es mi último criterio. Si alguien lo quiere hacer, espero me ilustre

15.8.10

Y tus papás también

Pocas circunstancias producen tanta sudoración y tensión nerviosa como el decisivo momento en que tu novia, pareja o pretendida te presenta oficialmente a su papá o su mamá. No importa si eres adolescente o adulto, tímido o pantallero, experto o primerizo. Da igual: a todos se nos estruja el estómago y sentimos el vacío en las tripas cuando, en medio de la sala, oímos el eco de las pisadas y los carraspeos que anuncian la inminente presencia del hombre o de la mujer que podría llegar a ser tu suegro o suegra.

Así es. Si en el post anterior decía –o balbuceaba- que una relación desfavorable con la cómplice podría devenir para ti en misterios comparables con los de Hitchcock, una relación desfavorable con tus suegros podría convertirse para ti en una pesadilla patrocinada por Kafka. Y es ese miedo el que recubre como miel pastosa los intestinos en ese momento memorable.

Con los padres, el careo puede estar revestido de un épico aire de desafío del Oeste. Lo común en ambos, sea cuál sea el método, es que durante inacabables segundos se dedican a escrutarte puntillosamente de la cabeza a los pies. La madre te escanea con sus ojos tu morfología y estará atenta al peor castigo del cuerpo, tu lengua. El padre, por su parte, te aprieta la mano con excesiva firmeza (acaso temiendo que esa misma mano haya inspeccionado ya las honduras corporales de su hija).

Ambos -con una gracilidad que disimula sus verdaderos propósitos- te someten a un cuestionario que en nada se diferencia de los vulgares interrogatorios de comisaría: nombre y apellidos completos, lugar de trabajo y residencia, estudios realizados, nombre y ocupación de los padres, gustos y afiliación política. Más que en una entrevista profesional, uno llega a sentirse como en un proceso de control de calidad, como si fueses un pedazo de res, un corte de cochino o un embutido que solo recibirá su sello de garantía si cumple con los mínimos estándares de higiene.

A ese perfil responden los papás duros, celosos, a menudo militares, que sienten que el enamorado de sus hijas, antes que un hijo más, es un enemigo en potencia. Si vieron a Robert de Niro en “Meet the Parents” saben a qué me refiero.

Sin embargo, otra será tu suerte si te topas con los otros clásicos ejemplares: Los Papá y Mamá Panas. Esos con los cuales hay una química inmediata y con los que, increíblemente, sobran las coincidencias: Con mamá puedes coincidir en el gusto por la cocina, la visión de la familia y el cómo debe ser una pareja. Con papá puedes coincidir en que los dos son hinchas del mismo equipo, eligen la misma cerveza cuando llegan a un restaurante, los dos son ligeramente comodones, machistas y no entienden por qué las mujeres se demoran tanto arreglándose en el baño. La política ya, hoy por hoy, debe ser asunto de coincidencia para los dos –procura que así sea, eh-

Así, a diferencia de los papás “ogros”, estos papás descubren en el enamorado al hijo que nunca tuvo y, por esa natural afinidad, puede llegar a convertirse en un involuntario obstáculo para su propia hija. No es rara la siguiente escena: tú y tu pareja o pretendida están saliendo rumbo al cine para una función que comenzará en media hora. Están claramente apurados. Pero justo en el instante de despedirse, al papá –que no ha captado la urgencia del contratiempo- se le da por iniciar una conversación que promete debate. “Oye, ¿y viste el gol de Messí el otro día? El carajito es arrecho. ¿Quién te parece mejor, él o Maradona?” o a su mamá inquiríendote “¿Y ya has probado las empanadas de tal sitio? Dime si no son espectaculares”. Solo un destemplado grito de tu dama (“Ya pues, papáaaaa/mamáaaaaa, ¡vamos a llegar tarde por tu culpa!”) podrá desbaratar esa acalorada cháchara.

Muchos han caído en el cliché occidental de las etiquetas –sobretodo en el caso de la siempre vilipendiada “suegra”- pero, caballeros, por mi parte les digo que, sea cual sea los que les toquen, venérelos y enamórelos como a sus cómplices. Y con más razón: Amén de hacer de tu pareja o pretendida lo que es, de lo que te enamoraste; serán ellos primeros actores de esa película que pretendes emprender: los papás, las mamás, los hermanos y hermanas, los abuelos, los primos, los tíos, las mascotas. Todos son parte de esa escenografía que tienes o quieres para tu vida. Son, casi casi, como una Sagrada Familia paralela. Que espero disfruten o aprendan a disfrutar, y que nunca les llegue la Última Cena.

Por mi parte, debo admitirlo. No sé si el destino me brindará la oportunidad de conocer a los míos. Sólo dentro de mi me consuela la, quizá falaz, pero vanidosa y optimista intuición de que -a diferencia de su hija- ellos no encontrarán un mejor reemplazo para mí.

11.8.10

Cómplices

Pongamos el ojo en la lupa caballeros. Mi madre dice “Cuando buscas o te emparejas con alguien, empero, también lo harás con la familia. Que sea bueno o malo el resultado, queda por cuenta tuya”. Sea consanguíneo o por afinidad, naturaleza humana, la personas con quien estás o a quien pretendes siempre tendrá esa persona que sabrá tanto o más que tú las intensidades de esa relación. Nuestro cómplice.

Puede ser un amigo o amiga, hermana o hermano, su madre –con particularidades especiales que intentaré desarrollar a posterior- o una prima. Se telefonean a diario, inventan contraseñas, canjean chismes sobre ti, sabe que mañas tienes, en que “la has puesto” últimamente y hasta sabe de la existencia de esos lunares presumiblemente cancerígenos que tienes en ciertas áreas restringidas de tu cuerpo. Cómplices, socias, uña y mugre, que se reirán en tu cara de ti y tu jamás tendrás un ápice de sospecha en tu obnubilamiento pasional.

Lo cierto es que el/la cómplice tiene un poder insospechado y muchas veces obviado. Y si no le extiendes tu venia, tu relación –recuérdenlo- será un misterio patrocinado por Hitchcock. Olvídate de debutar en sociedad si no lo logras, mucho más si pretendes algo importante.

¿Y donde está ese poder? En la persuasión. Si usted no matricula, el/la cómplice te acusará y te amonestará con días de mortal disminución y olímpica indiferencia. Como parte de su estrategia, anegará el camino para que usted deje o perciba menos de esos ravioles de espinaca que prepara su pretendida y que tanto le gustan; o dificulten el alcance de esos regeneradores masajes nocturnos que busca con tanto afán. ¿No lo cree? Pues sépanlo señores, el/la cómplice tiene un poder conferido por tu pretendida de Fiscal en primera instancia de lo emocional. Y a la Ley hay que respetarla.

Y para agudizar la catástrofe, en ese juicio no encontrarás a nadie que medie por ti –y más complicado es cuándo el o la cómplice son más de uno o están agremiados- porque, o apoyarán la moción del cómplice mayor o simplemente no se meterán en esa cosa. El beneficio de negociar y promocionarte que puede conferirte el cómplice está negado.

Un cómplice que te censure siempre dirá cosas como “Chama, ese carajo no es para ti”, “No está a tu nivel”, “Ese es un guevón” o “Vas a salir de Guatemala pa’ Guatepeor” entre otras frases. Y si no es suficiente, recurrirá a dramáticas sentencias como “Desde que andas con ése estás cambiada” o “Ya ni con nosotras sales”. La cómplice incluso puede llegar a ser tan sabia y hábil para voltearte la tortilla. “¿Qué vas a hacer pa’ allá con él. Vente con nosotras, vamos a rumbear y a pasarla fino. Además, en la reunión estará el chamo que conocimos el otro día que está buenísimo. ¿Te acuerdas? Ufff, eso es tuyo mamita”. Si usted ha sido cómplice o ha conocido a alguno, sin identificarlo, sabrá que estoy en lo correcto. Y no se ría.

Y ante eso, uno como hombre básico que es, atiende a reacciones de falsa supremacía como “¿Acaso yo estoy empatada con él/ella?”, “¿Esta relación es nosotros dos o qué?” o “Acaso ella te da lo que yo te doy”. Falso hermano. Si ya ha caído en eso, busque un depurativo con urgencia porque usted está pelando y no precisamente cambures. Y no habrá ante eso un árbitro justiciero que le ponga fin a ese combate disparejo.

Usted, enjutado caballero, dirá que lo que estoy planteando es cobarde o absurdo. O que cómo es posible que este incipiente escritor y aprendíz de analista abogue por semejante teoría. Pero recuerde la sabia frase “primero fue sábado que domingo” y, cuando usted ponga la torta y lo envíen de cuarenta y para la cola, será la cómplice la primera en saberlo y con el poder para relajar el trance con su pareja o pretendida, naturaleza humana. Ellas lo saben…y ya han pasado por eso.

Así que guarde en la gaveta esos pulseos de egos que no sirven para nada y sea inteligente. Identifique a su cómplice, que es, en su secreto, su socia por afinidad en su empresa sentimental. Sea agradable y honesto. Enamórela. Quien sabe si, además de sus buenos oficios, podrá también encontrar a un/una amiga sincera y una suerte de avejentada Virgen de la Anunciación que aparecerá detrás de usted para interceder por ti ante Ella.

Sólo espero que la mía, mi cómplice, me de sus bendiciones.

9.8.10

Libros de Infancia

Más que escribir –o intentarlo- me gusta leer. Y este fin de semana me encerré en casa dando tumbos en los viejos libros de mi improvisada biblioteca para revivir un poco las letras de mis tiempos infantiles –que, creo, aún siguen vigentes con ínfulas mocosas de alma enamorada-. Entre las páginas roídas de Twain, Poe y Saint Exupéry, recordé mis primeros contactos con las letras. Épocas en las que quería escribir un cuento, pero todavía no sabía qué decir.

En ese entonces Mark Twain era un monstruo enorme, un viejo loco que sabía mejor que ningún adulto con qué cosas fantasea un chico de doce años. Yo quería fingirme muerto para ver cuál era la reacción de mi familia. Mil veces había soñado con eso. O con ir a una isla desierta junto a un mejor amigo y fumar en pipa, y comer lo que se cayera de los árboles. Navegar en una balsa de madera con un negro loco. Encontrar un montón de plata robada y ser el héroe del pueblo. Conversar toda la noche de cosas graciosas o de temas de miedo con unos viejos barbudos recién llegados del mar. Odiar la escuela tanto como querer aprender todo de golpe, pero de otra forma. Y hasta quemar los libros del colegio.

La primera vez que un libro me puso la piel de gallina fue cuando llegué a la parte del monólogo final de Huck; era un párrafo largo que, de tanto releer, ya me sabía de memoria. Lo repetía mil veces a oscuras en mi cama, con el fanatismo de una oración cristiana. Aquélla fue quizá mi primera forma de religión:

Mira, Tom —yo ponía una voz que ahora no me acuerdo— no quiero saber nada con todo ese dinero... Así como están las cosas, todo me parece servido en bandeja, a la vida buena la tengo al alcance de la mano, y me resulta la mar de fastidioso no tener que preocuparme por nada. Además debo usar esos estúpidos zapatos, e ir a la iglesia los domingos, y la viuda no me deja silbar, ni fumarme mi pipa en paz, y para maldecir a gusto tengo que esconderme en el establo... Hagamos una cosa, Tom; quédate tú con la pasta, y me tiras unos duros cada vez que sople el viento..., que no vale nada, Tom, lo que no nos cueste un poco conseguir.

A los doce años yo no veía la hora de encontrarme con alguien que hablara así. Yo no sabía que eso no era una jerga gloriosa de libertad, sino la resaca de las malas traducciones al español. Pero en las conversaciones corrientes yo decía la mar, y también decía pasta, y de noche soñaba con el ruido del Mississippi, envidiando la suerte de los niños que tenían a la vuelta de su casa un río con tantas consonantes -La quebrada que estaba cerca de mi casa no tenía ni nombre-, y con tantos esclavos nocturnos escapando de los campos de algodón. Los míos eran de cujíes y de caña de azúcar.

Verne, en cambio, me parecía fastidioso. Creo que me gustaban más las historias en donde las personas debían ingeniárselas con poco para lograr felicidades breves: nada de artilugios ni de globos aerostáticos para dar la vuelta al mundo en tiempo récord; ésos eran medios mecánicos con fines pretensiosos. En las historias de mis libros debía haber personas normales que descubrieran la verdad casualmente, y que esa verdad los llevara a la consumación de la dicha. Porque en realidad, pensaba yo, “no vale nada, Tom, lo que no cueste un poco conseguir”. Pero tampoco valía mucho conseguir nada dramáticamente, sin un poco de buen humor y de azaroso desinterés.

Creo que por esa razón me decepcioné de Sherlock Holmes, otro de los libros de mi pre-púber época. No logré engancharme con ella –ni tampoco con su reciente versión postmoderna del cine, y que me perdonen si me lee alguna fan de Robert Downey Jr o del ex esposo de Madonna- pero, cuando llegué a la parte donde Sherlock y Watson debieron usar armas de fuego para resolver uno de sus casos, me parecieron, ambos, tan falsos como la segunda época de Tom y Jerry -cuando usaban moñito y eran amigos- ¿No era Sherlock el que decía que “el mejor arma que tiene un hombre es pensar cinco minutos más, allí donde los demás suponen que ya no hay nada que pensar”? Era triste ver usar un arma a alguien que dijo una frase tan trascendental. Ojalá todos pensáramos cinco minutos más. Me echaron a perder al personaje.

Fue por ese entonces que llegaron dos señores que cambiaron toda mi incipiente percepción de incipiente lector. Poe y Saint Exupéry. Con el primero, sus cuentos no tenían nada que ver con todo lo leído hasta entonces. Si en lo que había leído antes las historias empezaban directamente, incluso hasta con una raya de diálogo y un planteo lineal, Poe me descubría otra manera de envolverme: diciendo la verdad desde el principio, escribiendo cosas como “bueno, está bien, para empezar debo decir que estoy loco y que voy a matar a ese viejo sin ningún motivo”. Y en el segundo párrafo yo empezaba a darme cuenta que la locura no consistía en la levedad de escaparse de la casa por la noche con un mejor amigo y asustarse con los sonidos secretos de los animales sino, por ejemplo, emparedar a tu esposa en una columna del sótano y esperar a que llegue la policía a preguntarte cosas inquietantes.

O saber, de golpe, que muchas veces hay misterios que traspasan la lógica y que sólo se pueden explicar desde los parámetros de la insanía, del deliro y de la enajenación mental. Un loco te explica con su fría coherencia por qué comienza a sentir los latidos del corazón de un muerto, y uno no puede más que aceptar que un muerto, enterrado a dos metros bajo el parquet de la pieza de su verdugo, puede muy bien empezar a hacer saltar los postigos de las ventanas con su sola presencia. Muy bien podía ser.

Era imposible pero era probable, ¿o no me pasaba algo parecido cuando falsificaba la firma de mi mamá en el cuaderno de tareas?¿No se me pasaba por la cabeza que la profesora ya había llamado a casa por la mañana y que ya toda mi familia estaba enterada del fraude, y que nadie decía nada solamente para gozar un poco más con mi sufrimiento? ¿No se me atoraba la empanada en la garganta como si quisiera llorar por una cachetada que nadie me había dado todavía?

Por su parte, con Saint Exupéry me adentré en los cortes transversales del significado de la vida, de la amistad y del amor, que aún me cuestionan por estos días. Desde mi B612 particular, descubrí la imaginación en la caja del cordero, los problemas en los baobabs, las tareas en los volcanes, los celos en el globo, la amistad en el zorro y el amor en la rosa. ¡Ay, la rosa! Espléndida, magnífica, única en su planeta, la metáfora de la mujer amada, la que se ha quedado para siempre en el corazón. Bonita, de olor delicioso, perfecta con sus imperfecciones, pero frágil, a la que había que mimar, cuidar y estar siempre atento a ella. La imagen de la inexperiencia del pobre principito. Hoy te entiendo Principito, pues yo tengo mi rosa.

Luego vendrían el Neruda de “Emerge tu recuerdo de la noche en que estoy”; el Cortázar de los Cronopios y la Rayuela “del placer que juntos inventamos sea otro signo de la libertad” y el Benedetti de “Mi táctica es mirarte, aprender como sos, quererte como sos (…) esperando por fin que me necesites”. Pero eso ya es otra historia.

Creo que fueron esas lecturas infantiles las que me llevaron a querer escribir. Sólo espero ser como sus autores para atinar siempre en lo que te gusta y quieres leer. En ese propósito me seguiré desvelando en las noches, durante muchas noches; para contarte una historia, y después otra, arrancando las hojas en blanco del cuaderno y echando luz sobre mis sueños y mis miedos. Para que quieras leerme siempre.

5.8.10

Versus


Un conocido en la tienda de tatuajes, a donde fui este fin de semana a retocarme uno de mis viejos garabatos me asomó, previa consulta de su libro de apuntes, que en el Calendario Maya a mi fecha de nacimiento le corresponde el Símbolo de la Tormenta. Si le entendí bien, eso significa que estoy destinado (o condenado) a ser y vivir del modo en que actúan las tormentas; es decir, siguiendo un curso inestable, sinuoso, alborotado y errático.

Tal designio Maya, como comprenderán, no me resulta para nada alentador, salvo por un detalle que sí encuentro fascinante: las tormentas vistas por fuera parecen caóticas, turbulentas, imparables, pero en su centro más íntimo, en su justo medio, su energía concéntrica da lugar a una absoluta estabilidad y quietud. Creo que esa contradicción se aplica perfectamente a mi vida en estos últimos meses: bajo las agitadas rutinas en que se me va la vida día a día –el trabajo, los proyectos y yerbas varias – hay un denso vacío, una marea de silencio, un hueco.

Es desde ahí, desde mi propio centro, que ahora estoy tratando de ver, apreciar y comprender todo lo que ha ocurrido en los últimos meses: descubrimientos, altibajos, amor del más intenso, confusión, arrebatos, mareas que suben y bajan, esperanzas, cariños que difícilmente podría retribuir en iguales dosis.

Hoy escribo este post desde el medio de la tormenta que, según el conocido, se agita en mi interior. Lo curioso es que al hacerlo me siento casi duplicado. Ser un personaje en este blog y a la vez su autor es una situación extraña que me aturde. De hecho, durante estos días me ha rondado el presentimiento de que el Personaje secuestró al autor, lo amarró por la cintura, le puso tirro plomo en la boca y se ha adueñado de él para escribir los últimos relatos. El que firmaba, entonces, no era -o soy- yo, sino el enamorado, el confundido, el inquieto, el rebelde… mi heterónimo y homónimo.

Es como si fuera una especie de androide o robot mecánico, en cuya cabeza está, insertada, una pequeña cabina operada por un hombrecito, un piloto minúsculo, que –visto bien de cerca— también soy yo mismo. Es decir que Yo, el de carne y hueso, es conducido en su intimidad por este Yo blogger como si fuera un armatoste, una nave cuyo fuselaje tiene la forma de un tipo no muy alto, moreno oscuro y gordito –por lo menos creo que se siente cómodo en espacio, eso creo-.
Mi cuerpo es una escenografía y un laboratorio. Un cascarón. Mis ojos son solo los dos ventanales desde los que diviso el exterior y monitoreo mis movimientos. Mis orejas son dos ventiladores potentes; mis fosas nasales, dos turbinas. Por un largo tubo interior puedo deslizarme y bajar a reparar mi corazón cuando se traba –constantemente- y por una secreta escalera caracol subo a revisar los cables chamuscados de mi cerebro, siempre tan expuesto al cortocircuito.

En esta cabina tengo una consola repleta de botones y palancas que activan mi sonrisa, sacuden mis brazos, me hacen andar, toser, parpadear, llorar. Si vieron la película “Quieres Ser Jhon Malcovich”, algo me van a entender. Y si recuerdan cómo funcionaba Mazinger Z, sabrán perfectamente a qué me estoy refiriendo. Me siento como una Matrushka, una de esas muñecas rusas que, al abrirlas, aparecen de nuevo, multiplicadas. Es como ir a una fiesta infantil, ver a un Barney animando la fiestica, dirigirse hacia él y arrancarle con furia la cabeza para descubrir –con gracioso horror– que es el propio Barney el que se interpreta.

En este instante me parece estar sentado en esa cabina microscópica alojada en mi cabeza. Lo único que hago es escribir. El Yo mecánico y gigante (es un decir, o un piropo masturbatorio) está quieto, como un enorme juguete apagado. Yo estoy dentro de él, como si fuera su conciencia, procesando lo que hemos vivido juntos en los meses y semanas recientes.

Y es en nombre de él que tengo que agradecerles a todos los que han estado cerca: a los amigos que han soportado mis cambios de humor inexplicables, a los conocidos que han tratado de descifrarme. A Ella por ser la musa, motor y combustible de esta tormenta. -Sé que varios de los últimos post he estado muy agradecido, luego explicaré por qué-

Lo cierto es que aquí –adentro, es decir, en mi cabeza— no ha pasado nada que haga afectar gravemente al Yo rutinario, al que debe mostrarse en la rutina habitual, aunque a veces –lo confieso- uno y el otro se confunden, peleándose tomar la batuta del día. Quizá con esto justifico mi temperamentalidad. Afortunadamente, el Yo personaje sigue siendo un tipo noble y permite que en poco tiempo me estabilice y regrese a la calma, a la paciente espera… aunque dejando siempre en claro que está allí, que por ahora él es el que manda -¿O ella?-

Ahora sí, como el piloto pigmeo de mí mismo, dejo de escribir, me reacomodo en mi silla de mando y procedo a encender la maquinaria del personaje. Muevo una llave, aprieto un botón, piso un pedal, jalo una palanca, acelero y hago roncar al motor. Voy avanzando, buscando las condiciones para despegar.

3.8.10

¿Qué te hace delirar?


Mi último sueño se colmó de neblina en la calle asfaltada de un pueblo. Afuera había alguien que golpea a mi puerta, pero estaba todavía en el sueño y no alcanzaba a despertarme. Sabía que, del otro lado de la calle, se oía un ruido de nudillos contra la puerta, pero me siento imposibilitado de escarbar entre la neblina y opto por esperar.

Se va el sueño y ya están casi abiertos mis ojos y me duelen. Mi entendimiento de hombre que despierta se entera que he estado durmiendo en el sofá de la sala y que golpean desde hace una hora. Trato de quitarme la pereza para abrir la puerta.

-Ya va- digo

-¿Andrés? Se oye en una voz dulce, pero contundente a la vez

Saco la llave. Mi mano hace girar la cerradura un par de veces, mientras mi otra mano abre la puerta lo suficiente para que mi ojo pueda ver qué pasa afuera. Está oscuro por completo. Reseca todavía, mi voz pregunta:

—¿Quién es?

Nadie contesta. Aprieto fuerte el puño mientras vuelvo a preguntar. ¿Quién es? Una sensación de frío me recubre el cuerpo, se me hace un nudo en la garganta, que baja como un rayo al estómago y a los testículos, que gritan y se contraen, y me palpitan los párpados. Siento un espasmo de calma, un orgasmo al revés. Pongo los ojos en el suelo y veo unos pies pequeños, delicados, pero que no termino de detallar porque están recubiertos de la neblina.

Estoy mareado. Los pies delicados recubiertos de neblina tocan punta a punta los míos, como buscando un abrazo pícaro entre los dedos.

II

Un ser vestido de negro aparece luego de que por cuarta vez he preguntado:

-¿Quién es?

Se presenta como alguien que me ha estado leyendo.

—Me he tomado el atrevimiento de molestarlo para hacerle unas pocas preguntas- te dice dulcemente- de no estar usted muy ocupado-.

Le respondí que no.—Adelante, pase — contesté

Mientras lo acompaño a la sala le pregunto:

—¿Cuál es su nombre?

El ser vestido de negro me mira fijamente las manos. Es porque mis dedos sudan y están interesados sólo en la sombra que no para de moverse.

Me remuerde la curiosidad y vuelvo a preguntar

—¿Cuál es su nombre? —

—Es alguien que ya sabes—responde el cuerpo vestido de negro.

El nombre del cuerpo vestido de negro es “alguien que ya sabes”, pensé, o quizá ese sea el apellido. Porque los nombres son siempre algo así como Juan o María. Aún no sabía si era hombre o mujer

—¿Cuál es el origen de ese apellido? —pregunté.

Pero ya no quiero hacer preguntas. “Alguien que ya sabes” es quien quiere hacerlas, -pensé, ya me lo había dicho-

Sin embargo, “Alguien que ya sabes” comenzó a reírse de algún chiste que quizá no escuché, y entonces también río, por no ser descortés en mi propia casa. El cuerpo y yo nos reímos sospechando festejar una gracia, o una tontería. Pero mi preocupación, en el fondo, seguía siendo ese nudo, esa corriente que sigue recorriendo mi cuerpo. Los pies siguen punta con punta.

III

Me veo sentado frente a “Alguien que ya sabes”, con la vergüenza de la cara con sueño y la curiosidad de la cosa.
Como si nada estuviera pasando me pongo a hablar con “Alguien que ya sabes” y le pregunto si es periodista o solamente lector tuyo, si vive cerca o si es de lejos.

“Alguien que ya sabes” sólo menea la cabeza, siempre, de un lado a otro de la sala, y me sonríe. Me escucha con atención de discípulo, y hay en sus ojos un brillo transparente. Tiene sin dudas ojos de mujer hermosa, y esa mujer que hay allí, en esos ojos, te está deseando.

Me desea, pensé, y pienso en Oscar Wilde, que se acostaba con sus idólatras más tiernos.
Pero también te da miedo.

Los ojos se transforman de pronto, los míos, y entiendo, con la misma cara de idiota que pone un niño cuando comprende la muerte, de qué se trata. Me toco el pecho y, efectivamente, noto que hay un hueco. Y lo toco.

—¿Le pasa algo? —está preguntando “Alguien que ya sabes”

Me toco el pecho hueco y la cosa empieza a latir más fuerte, lejana, rosa y azul, repugnante.
-Músculo escapista- pienso -músculo escapista que se ha resbalado de alguno de mis agujeros
Mientras un hormiguero explota en mi espalda y se extiende a mi vientre, mientras todo menos mis manos tienen un lugar en el mundo.

IV

“Alguien que ya sabes” me pregunta
-¿Qué te hace delirar?

Le contesto la verdad

—La música, escribir y una mujer—le digo

Empiezo a suponer que todavía estoy dentro del sueño. Tal vez todavía no me desperté a atender la puerta, pienso

—Cuénteme desde el principio — me pide “Alguien que ya sabes”

Le cuento que quien me ha hecho redescubrir todas esas cosas es una alguien a quien extraño muchísimo y que, aunque no la he reencontrado en mi privacidad, aún me remuerde esa sensación de deseo que sentí desde la primera vez que la vi, y más cuando empecé a conocerla.

-Sólo conservo de ella unos recuerdos vibrantes. Y los ojos llenos de brillo mientas la espero- digo con un suspiro.

Le cuento a “Alguien que ya sabes”—que me mira con ojos de discípulo hambriento— que hasta el arte, posiblemente nuestro único escape solista, nuestra gran aventura particular, en tu caso y en los últimos meses, le ha venido perteneciendo totalmente a ella.

—"¿Sabes que ha sido duro? Saber que un buen cuento, un buen poema, una buena historia, sea enteramente de alguien que no tienes cerca. Y que las extrañas, y que te hace falta. A veces pienso que no hay batalla propia más peligrosa que una mujer que no sabes si te quiere pero sabe que tú sí. Esa mujer puede matarme si lo desea, y es sabido que las mujeres siempre quieren matarnos. Pero yo podría morir sólo por un beso de sus labios. Y volver a nacer para volver a morir”.

Me quedo con los ojos perdidos en esa época velocísima. Supongo, pero esto no se lo digo a “Alguien que ya sabes”, que si aquel tiempo tuviese un aroma, ese aroma sería el de una cáscara de naranja quemándose sobre una hornilla.

“Alguien que ya sabes” sonríe cuando termino de decir lo anterior. Pensé dejar de hablar allí mismo. Pero su sonrisa, no sé por qué, me obliga a contarle algo más:

—Las mañanas eran y siguen siendo un lugar para mencionar su nombre y darle los buenos días. Las tardes, un buen rato para tomar el café, y las noches, todas las noches, momentos largos y por lo general hermosos, en los que se ansiaba la charla, un trago y un beso. Si la suerte lo brindaba, en la noche había amor. Era una energía que me quemaba el alma en una eufórica danza.

Y contándole esas cosas a “Alguien que ya sabes”, me doy cuenta que mis ojos brillantes sueltan una lágrima nostálgica.

“Alguien que ya sabes” ha escuchado todo como un discípulo de ojos hambrientos, con esos ojos de mujer que me desean.

V

Nada te resulta extraño esta noche y mucho menos las preguntas de “Alguien que ya sabes”. Tengo que reacomodar las palabras, eso es lo único que importa.
—¿Qué te hace delirar? —está preguntando “Alguien que ya sabes”.
Me quedé paralizado ¿No había sido esa, acaso, la pregunta que acababa de contestar? Pensé que sí, que estaba completamente seguro.

Ahora estoy convencido de que todo lo que está pasando es un sueño, que aún no me desperté a atender la puerta.

Entonces decido contestar la pregunta otra vez, pero esta vez para manejar el sueño a mi antojo. No hay nada más excitante que soñar sabiendo, pienso. Pienso que debo tener cuidado de no hablar demasiado alto, porque sé que de esa forma me podría despertar y ahora solamente quiero seguir soñando.

Le cuento a “Alguien que ya sabes” otra verdad. Le digo que tengo ganas de besarla. Escaparme con ella, y emborracharte y cantar, y prender el fuego en invierno, y volver a ponerme en posición retadora, y dejarme dominar de nuevo. Le digo que la deseo.

Le digo que siempre me ha gustado manejar los sueños a mi antojo. Que darme cuenta al tiempo de estar soñando es lo que más me agrada, y que justamente ahora, le digo, estoy soñando.
—Ahora estoy soñando —le digo a “Alguien que ya sabes”, que me mira y mueve la cabeza de un lado al otro de la sala, y que sonríe.

VI

“Alguien que ya sabes” se levanta de la silla y comienza a caminar hacia atrás. Yo sé que es un sueño, porque en la vigilia los invitados nocturnos no caminan hacia atrás en tu propia casa, y mucho menos tienen ojos enormes de mujer hermosa, como “Alguien que ya sabes”. Camina hacia atrás, dejándome sólo un silencio en la escena
Trato de quedarme tranquilo entre la inquietud. “Alguien que ya sabes” me dice

—Me pongo esta piel —me dice “Alguien que ya sabes”—. Dejo mis huesos y me visto así, para confundirme. Pero los ojos no los puedo transformar. No es un problema grave, pero tú te has dado cuenta. Sabes que soy mujer. Que soy esa mujer. Tú no me miras a los ojos cuando hablas.

La cosa rosa y azul, repugnante, que cayó al suelo late vertiginosamente y no para de moverse. Yo tranquilo. Tranquilo. Pienso que va siendo hora de despertarte y atender la puerta de una vez.

“Alguien que ya sabes” continúa caminando hacia atrás. Antes de resbalarse con la cosa y dejarla inmóvil para siempre, alcanza a preguntarte, sin que pueda yo escucharlo:

—¿Qué te hace delirar?

1.8.10

Una voz literaria


Tu silencio habita el mío
Y en alguna parte de mi cuerpo habitó un trozo de tu olor

Bebe. "Tu Silencio".

Camino a una pesada guardia dominical, en la impasividad dominical del Metro, pensaba en los próximos escritos y conjugaba alguna metáfora que podría ser utilizable: "Caminaba por la calle con la seguridad y el alivio de aquellos a quienes se les ha destapado la nariz después de cuatro meses". Me pareció graciosa la frase, más que nada porque en la metáfora misma había una pequeña historia escondida: la del estado de una persona que anda toda una época con la nariz tapada y de un día para el otro, le vuelve el aire a los pulmones y va a caminar por la avenida sacando el pecho.

Y me dije que lo que esa metáfora tenía de bueno era una generalización poco corriente de un estadio que en estos meses se ha hecho poco habitual. Y en ese sentido, traté de hacer ejercicios metafóricos con escenarios más recurrentes en mí en estos últimos meses. Y decía para mis adentros. “ Y se asustó tanto que puso ese gesto que usan las personas cuando se zambullen en una piscina con los ojos abiertos y descubren en el fondo, atadas con correas, a sus madres ahogadas desde hace días".

Sonreía disimuladamente en el asiento azul –no, no había ni personas discapacitadas, ni adultos mayores ni damas embarazadas-, tratando de engañarme diciendo que estoy afinando mucho más el uso de mis técnicas literarias, pensando que con eso voy a hacer un cuento absurdo en el que insertaría uno de estos recursos cada dos o tres renglones. En ese momento, una voz se apresuró a soplarme al oído:

-No, negrito... La escritura se agota en un párrafo si no guarda una mínima intensión.
La voz interna que me interrumpía me pareció sabia, y quise seguir oyéndola. Continuó:
-Es todo un trabajo hacer que un buen escrito salga de una idea poco formal, pero en tu caso, aún tienes muchas cosas que decir como para perder el tiempo de esa forma

Me quedé pensativo y confuso, igual que esas mujeres que salen con dos y tres hombres y a los nueve meses no saben quién pueda ser el padre de su hijo. Le pregunté a esa voz interna:

-¿Y las metáforas?¿No las puedo usar para contar historias?

La voz encendió un cigarrillo -sí, dentro del Metro- y me miró fijamente:

-Puedes utilizar lo que quieras, siempre y cuando sea con intencionalidad. Estás por ahora condenado a escribirme. Lo necesitas, porque te hago falta… hazlo con devoción, hazlo con naturalidad y picardía, recordando lo hermoso, como si estuvieses recibiendo una postal diciendo que, después de tanto tiempo, no he olvidado aquella vez primigenia en la que hicimos el amor con tanta curiosidad y desenfado, retándonos el uno al otro de forma amnésica.

Miré a mi voz interna con asombro, puesto que ella ya estaba enseñándome cómo usar el recurso de las metáforas antes de que yo mismo empezara a practicar.

-¿Cómo me jodes así?—le dije—, estás usando el recurso mucho antes que yo.
La voz sonrió, me picó el ojo y meneó la cabeza.

-¿No te das cuenta? —me dijo, fraternalmente— Si tu voz interna, que vendría ser yo, está usando tu recurso, es porque lo has internalizado y ya no forma parte de tu costado conceptual: ha encarnado en ti y es algo inherente a tu subconsciencia. Úsalo, siéntate y escríbeme como tu quieras

Dicho lo cual, la voz interna se bajó en la estación de Plaza Venezuela, igual que esos pasajeros que perciben que el aire acondicionado del vagón se dañó. Y me quedé absorto pensando: ¿Cómo dejar de escribirte?