5.8.10

Versus


Un conocido en la tienda de tatuajes, a donde fui este fin de semana a retocarme uno de mis viejos garabatos me asomó, previa consulta de su libro de apuntes, que en el Calendario Maya a mi fecha de nacimiento le corresponde el Símbolo de la Tormenta. Si le entendí bien, eso significa que estoy destinado (o condenado) a ser y vivir del modo en que actúan las tormentas; es decir, siguiendo un curso inestable, sinuoso, alborotado y errático.

Tal designio Maya, como comprenderán, no me resulta para nada alentador, salvo por un detalle que sí encuentro fascinante: las tormentas vistas por fuera parecen caóticas, turbulentas, imparables, pero en su centro más íntimo, en su justo medio, su energía concéntrica da lugar a una absoluta estabilidad y quietud. Creo que esa contradicción se aplica perfectamente a mi vida en estos últimos meses: bajo las agitadas rutinas en que se me va la vida día a día –el trabajo, los proyectos y yerbas varias – hay un denso vacío, una marea de silencio, un hueco.

Es desde ahí, desde mi propio centro, que ahora estoy tratando de ver, apreciar y comprender todo lo que ha ocurrido en los últimos meses: descubrimientos, altibajos, amor del más intenso, confusión, arrebatos, mareas que suben y bajan, esperanzas, cariños que difícilmente podría retribuir en iguales dosis.

Hoy escribo este post desde el medio de la tormenta que, según el conocido, se agita en mi interior. Lo curioso es que al hacerlo me siento casi duplicado. Ser un personaje en este blog y a la vez su autor es una situación extraña que me aturde. De hecho, durante estos días me ha rondado el presentimiento de que el Personaje secuestró al autor, lo amarró por la cintura, le puso tirro plomo en la boca y se ha adueñado de él para escribir los últimos relatos. El que firmaba, entonces, no era -o soy- yo, sino el enamorado, el confundido, el inquieto, el rebelde… mi heterónimo y homónimo.

Es como si fuera una especie de androide o robot mecánico, en cuya cabeza está, insertada, una pequeña cabina operada por un hombrecito, un piloto minúsculo, que –visto bien de cerca— también soy yo mismo. Es decir que Yo, el de carne y hueso, es conducido en su intimidad por este Yo blogger como si fuera un armatoste, una nave cuyo fuselaje tiene la forma de un tipo no muy alto, moreno oscuro y gordito –por lo menos creo que se siente cómodo en espacio, eso creo-.
Mi cuerpo es una escenografía y un laboratorio. Un cascarón. Mis ojos son solo los dos ventanales desde los que diviso el exterior y monitoreo mis movimientos. Mis orejas son dos ventiladores potentes; mis fosas nasales, dos turbinas. Por un largo tubo interior puedo deslizarme y bajar a reparar mi corazón cuando se traba –constantemente- y por una secreta escalera caracol subo a revisar los cables chamuscados de mi cerebro, siempre tan expuesto al cortocircuito.

En esta cabina tengo una consola repleta de botones y palancas que activan mi sonrisa, sacuden mis brazos, me hacen andar, toser, parpadear, llorar. Si vieron la película “Quieres Ser Jhon Malcovich”, algo me van a entender. Y si recuerdan cómo funcionaba Mazinger Z, sabrán perfectamente a qué me estoy refiriendo. Me siento como una Matrushka, una de esas muñecas rusas que, al abrirlas, aparecen de nuevo, multiplicadas. Es como ir a una fiesta infantil, ver a un Barney animando la fiestica, dirigirse hacia él y arrancarle con furia la cabeza para descubrir –con gracioso horror– que es el propio Barney el que se interpreta.

En este instante me parece estar sentado en esa cabina microscópica alojada en mi cabeza. Lo único que hago es escribir. El Yo mecánico y gigante (es un decir, o un piropo masturbatorio) está quieto, como un enorme juguete apagado. Yo estoy dentro de él, como si fuera su conciencia, procesando lo que hemos vivido juntos en los meses y semanas recientes.

Y es en nombre de él que tengo que agradecerles a todos los que han estado cerca: a los amigos que han soportado mis cambios de humor inexplicables, a los conocidos que han tratado de descifrarme. A Ella por ser la musa, motor y combustible de esta tormenta. -Sé que varios de los últimos post he estado muy agradecido, luego explicaré por qué-

Lo cierto es que aquí –adentro, es decir, en mi cabeza— no ha pasado nada que haga afectar gravemente al Yo rutinario, al que debe mostrarse en la rutina habitual, aunque a veces –lo confieso- uno y el otro se confunden, peleándose tomar la batuta del día. Quizá con esto justifico mi temperamentalidad. Afortunadamente, el Yo personaje sigue siendo un tipo noble y permite que en poco tiempo me estabilice y regrese a la calma, a la paciente espera… aunque dejando siempre en claro que está allí, que por ahora él es el que manda -¿O ella?-

Ahora sí, como el piloto pigmeo de mí mismo, dejo de escribir, me reacomodo en mi silla de mando y procedo a encender la maquinaria del personaje. Muevo una llave, aprieto un botón, piso un pedal, jalo una palanca, acelero y hago roncar al motor. Voy avanzando, buscando las condiciones para despegar.

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