25.8.10

Por la boca...

Se conocen en una fiesta. Conversan durante horas. Se gustan. Hierve la sangre y la piel. Antes de retirarse ÉL le pide el número de teléfono y a los pocos días la llama para invitarla a salir. Salen. A la segunda salida se dan un beso. Sin habérselo propuesto y del modo más natural, salen durante una, dos semanas. Cada vez se gustan más, se besan y abrazan con fuerza, se desean. Un viernes, después de ir a bailar, al cierre de la madrugada, hacen el amor en un hotel y les resulta sensacional. Salen durante uno, dos meses. Actúan como enamorados. Se telefonean cada dos días y se monitorean con mensajes de texto o por el Pin. Una noche, en la cama, en medio del fragor de la excitación, ELLA le dice a boca de jarro que lo ama. Es evidente que está más enamorada que ÉL (siempre hay uno que se enamora más que él otro). ÉL no quiere decirle que la ama, pues no está seguro de sentirlo, pero ahí, montado sobre ELLA, entrando y saliendo de su cuerpo, a punto del orgasmo, cree amarla y –pum– se lo dice balbuceándolo en su oído. ELLA no olvidará ese momento.

Progresan y continúan saliendo. Se sienten muy afines. Son casi una pareja formal, aunque nunca hayan formalizado su relación con preguntas obsoletas (aunque útiles) como “¿quieres estar conmigo?”.

Mientras más sexo tienen, ÉL se siente más compenetrado, más protector, más seguro. Entonces se tuerce la llave del destino por primera vez: ÉL deja salir al duende romántico que tenía exiliado en una gaveta de su cerebro y empieza a escribir poemas, a componer canciones, a hacer regalos de todo calibre y, sobre todo, a decir un montón de frases hermosas y grandilocuentes que –aunque son coyunturales– llevan el peligroso eco de lo eterno.

“Siempre te voy a amar”, le dice ÉL una tarde, a la salida del cine. ELLA lo abraza y deja caer un leve lagrimeo. No soporta tanta felicidad. Cree que, efectivamente, esas cinco palabras son la garantía de que ÉL nunca se irá de su lado. No sabe que esa frase (siempre–te–voy–a–amar) es solo un impulso, un hipo, un arranque honesto y bien intencionado, pero nada más. Decirle a alguien “siempre te voy a amar” es tan precipitado como asegurarle que dentro de dos semanas un camión cisterna se estrellará contra su casa, o que un aerolito caerá dentro de un año en su jardín.

Lo que ÉL ha debido decirle, en todo caso, es algo así como “hoy, aquí, mientras estamos saliendo del cine, acaso inspirado por la película romántica que acabamos de ver, siento que algo de mí te ama”. Pero, claro, nadie dice esa cosa tan ponderada, desmenuzada, racional y aburrida. A todos nos gusta soltar la lengua, creernos los actorcitos, irnos de muelas y empapelar nuestras relaciones con tempranas sentencias que, más tarde, cuando el amor pasional desfallece y aparecen las dudas, regresan como un boomerang a pegarnos en la cara. No es que las palabras y promesas carezcan de sinceridad, sino que sufren de tremendismo.

ÉL y ELLA siguen juntos cuatro, cinco, seis meses. Están relativamente bien. Ya no tienen tanto sexo volcánico como al inicio, ni van tanto al cine, pero, bah, son otros los lazos que los unen (si le preguntaran a ÉL, diría que los une la libertad incondicional; ELLA, en cambio, diría que los une la proyección, el futuro). De pronto, un día, ELLA plantea la formalización. Quiere que se coloquen mutuamente el cartel de ‘enamorados’ delante de toda la platea de amigos, parientes y demás. Ya basta de ser amigos que se acuestan. Si les ha ido bien hasta ahora, por qué no dar otro paso, piensa. Ahí se produce la segunda vuelta de tuerca: ÉL deja salir al mono neurótico que escondió en algún lado de su inconsciente y se asusta. Se resiste a cambiar las cosas y da un paso al costado. Le dice que no, que están bien juntos mientras sigan sujetos a su libre albedrío.
ELLA llora y le recuerda, una por una, todas las cosas que le dijo al inicio, todas las promesas, todos los regalos, pero sobre todo le recuerda el bendito día en que, a la salida del cine, le dijo “siempre te voy a amar”. ¿Dónde estaba ahora ese ‘siempre’? ¿Acaso había sido mentira? ¿En qué momento se evaporó el amor desquiciado y revoltoso de las primeras semanas?

Recientemente escuché una historia como la que arriba describo y, al oírla, pienso enseguida que las palabras que decimos son como grilletes que, sin saber, nos vamos ajustando en las muñecas y en los tobillos. Son como plantas carnívoras que nos mordisquean para que no olvidemos que nosotros les dimos vida al pronunciarlas tan impunemente. Nuestra pareja nos torturará mostrándonos, subrayadas si es preciso, las cartas de amor que les escribimos, los mails entrañables que les mandamos, el inspirado verso que una noche compusimos en una servilleta de restorán.

Como un ama de casa enfurecida que castiga a su perro arrastrándolo hasta la sala para que huela la mancha de orina que traviesamente dejó, así, igualito, nuestra chica nos refunfuñará para que no volvamos a prometer lo que no estamos en capacidad de cumplir.

¿Cuántas veces la han cagado con el alma por haberles dicho esas palabras preciosas que luego, como por arte de magia, se hicieron aserrín? O al revés: ¿Cuántos de ustedes han tenido que pedir perdón, cabizbajos, por no haber podido sostener en el tiempo una frase memorable que, en su momento, fue dicha con el corazón en la mano? ¿No les parece extraño que las mismas palabras que sirvieron para unir al final estimulen el distanciamiento?

Creo que el diccionario amoroso va variando en la medida que los sentimientos se transforman. Hay quienes afirman que el amor –es decir, el fogonazo, la pasión química que hace posible cualquier relación– dura solo unos pocos años. Cuatro, a lo mucho. Es como una gasolina de alta viscosidad que nos hace arrancar a velocidad hasta que un día, en medio de la nada, se agota. Por eso es sano pensar que el amor, igual que el combustible, no dura para siempre. Una vez que los músculos del corazón se relajan, son otros los afectos en juego: la amistad, la lealtad, la aclimatación a la costumbre, pero también el desapego, la rutina, el hartazgo, la indiferencia.

¿Cuánto dura el amor? Hoy no tengo idea -abogo que por mucho siempre- Cuando veo que hay abuelos que aún consiguen mirarse con ternura mientras celebran sus bodas de zafiro, oro, diamante y demás piedras preciosas, pienso que el amor es una preciosa y escasa virtud. Sin embargo, en la mayoría de historias esa magia se oscurece: las parejas se rompen; los matrimonios fracasan fulminados por las crisis; los casados recomiendan a los solteros mantenerse fuera; el divorcio se populariza. No entiendo. Pareciera como si el amor –o eso que juntó a un hombre y una mujer en un primer momento– ahora los agotara y los destruyera lentamente, como una droga: que te hechiza primero solo para matarte después.

Por eso –por el daño que pueden hacer involuntariamente ciertas frases y palabras– es que pienso que los discursos que los novios están obligados a pronunciar en la misa nupcial deberían revisarse a fin de estar cargados de un poquito más de realismo. No quiero sonar insolente, pero si me dieran a mí esa tarea, cambiaría muchos términos e incorporaría nuevas expresiones para aliviar la carga.

Para empezar, eso de “yo te tomo a ti como mi esposa” suena mal. Suena a que la otra persona es un jugo de naranja o una bebida hidratante. No, pues. Debería ser: “a partir de ahora eres mi esposa y yo asumo las consecuencias de eso”. Punto.

Segundo, eso de “prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, amarte y respetarte todos los días de mi vida”, es tremendamente abusivo. El solo hecho de decirlo ya cansa, agota. Decirlo equivale a hacer cinco horas de spinning. Te quedas sin aire. Además, no es cierto. Para hacer honor a la verdad, uno debería decir: “intentaré serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad (siempre y cuando esté médicamente comprobada y no sea producto de un engreído arranque hipocondríaco). También intentaré amarte y respetarte algunos días de mi vida, no todos, porque algunos días te odiaré y querré que desaparezcas. Eso en cuanto a los días. De las noches, mejor no hablemos”.
Esas frases son algo más verosímiles. Traslucen mejor lo que ocurre en la vida de un casado (y lo digo habiendo recogido decenas de indicios y testimonios con el mejor ánimo periodístico).
Como si arriesgar todas esas promesas fuera poco, el sacerdote obliga a los novios a reafirmar sus palabras. Eso también tendría que modificarse, digo, en nombre de la calidad de vida de la pareja. El cura te habla del amor en la prosperidad, en la adversidad, en la riqueza y en la pobreza. Ahí –con el perdón del protocolo eclesiástico– convendría hacer algunas precisiones. Si uno va a empeñar su palabra infinitamente, que sea bajo circunstancias creíbles. Uno debería poder decir: “te amaré en la prosperidad y en la riqueza, siempre y cuando no abuses con frivolidad de las tarjetas de crédito; y te querré mucho en la pobreza y en la adversidad, en la medida en que no me pidas que te entregue el total de mi magro sueldo, porque necesitaré tomar un trago con mi patas de vez en cuando”.

El momento más cinematográfico de todos es cuando el cura, con voz ronca y estentórea, dice que los novios a partir de ese momento deberán estar juntos “hasta que la muerte los separe”. Uf. Qué responsabilidad. Hasta que la muerte los separe. ¿No es demasiado concluyente ese mandato? Humildemente, creo que uno no puede aceptar una unión en esos términos tan definitivos. Se debería precisar, primero, qué muerte es la que puede ser causal de separación: ¿solo la muerte física? ¿Y qué hay de la muerte emocional? ¿Qué hacer cuando se muere el amor? ¿Qué hacer cuando se muere la seducción y el erotismo? (Recuerdo un chiste corto: una noche, una mujer le dice a su esposo de 30 años “lo que ayer nos unió hoy no–se–para”).

¿Cómo actuar cuando la pasión es incapaz de convertirse en algo sustantivo por lo que valga la pena seguir juntos? ¿No es algo hipócrita mantener una convivencia mediocre, vacía, infeliz solo para no contradecir la promesa que se plantó delante del altar ante cientos de invitados?

Uno recurre a las palabras para definir un sentimiento puntual. Si el sentimiento cambia, las palabras deberían cambiar en igual velocidad. Ese es el problema. Nos demoramos en actualizar las palabras. Nos quedamos callados demasiado tiempo por el miedo a defraudar, no solo defraudar a la persona que tenemos en frente, sino por el terror que significa defraudarte a ti mismo.

Hace poco, un amigo –cuyo padre se separó de su mamá cuando él era niño– me contó así la decisión que había tomado de no separarse de la madre de su hijo: “No puedo divorciarme. Cuando mi hijo nació le prometí en silencio que su papá y su mamá siempre estarían juntos. No puedo fallarle. Yo no quiero ser como mi papá”. Yo me quedé absorto. Nuevamente era testigo de cómo las palabras del pasado capturaban a una persona que quería ser libre. Su matrimonio se caía a pedazos, pero él, por honrar un juramento que hizo en un momento de evidente felicidad, decidía inmolarse.

Las palabras de amor ampulosas son un juguete peligroso. Por eso, más que obedecer el dicho popular que aconseja “nunca digas nunca”, habría que considerar esta variante: “nunca digas siempre” porque, como dice el adagio sabio, "por la boca muere el pez".

No sé si sea cosa de los dos géneros. A veces pienso que los hombres somos unos parlanchines de mierda. Las mujeres son más auditivas. Nosotros ponemos Play y empezamos a lanzar todo tipo de ofertas y proposiciones sentimentales, en una suerte de acecho retórico. Ellas, más cautas, ponen Rec y graban todo en la memoria de su oído.

Y por eso abogo por tener siempre, tanto para enamorarle como para tenerle siempre, las palabras justas y genuinas para Ella

1 comentario:

  1. Ah, ¡qué bien!. Llegaste a un punto donde llegamos todos tarde o temprano, a la contemplación de las palabras como efigies destructivas y constructivas. Las palabras, una vez dichas, en el momento que sean y bajo las circunstancias que sean, se quedan...y no se recoje lo dicho, aunque nos duela en el alma.

    Cuando creemos amar, cuando estamos en ese momento mágico que todo es rosa y perfecto (tú has estado ahí) tenemos en la punta de la lengua millones de palabras, expresiones y sentimientos que como volcanes pujan dolorosamente por salir, pero, porque siempre hay un pero, cuando las dices...se quedan para siempre, y tratar de arreglar, de recojer, de borrar lo dicho, nos puede costar el alma.

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