15.8.10

Y tus papás también

Pocas circunstancias producen tanta sudoración y tensión nerviosa como el decisivo momento en que tu novia, pareja o pretendida te presenta oficialmente a su papá o su mamá. No importa si eres adolescente o adulto, tímido o pantallero, experto o primerizo. Da igual: a todos se nos estruja el estómago y sentimos el vacío en las tripas cuando, en medio de la sala, oímos el eco de las pisadas y los carraspeos que anuncian la inminente presencia del hombre o de la mujer que podría llegar a ser tu suegro o suegra.

Así es. Si en el post anterior decía –o balbuceaba- que una relación desfavorable con la cómplice podría devenir para ti en misterios comparables con los de Hitchcock, una relación desfavorable con tus suegros podría convertirse para ti en una pesadilla patrocinada por Kafka. Y es ese miedo el que recubre como miel pastosa los intestinos en ese momento memorable.

Con los padres, el careo puede estar revestido de un épico aire de desafío del Oeste. Lo común en ambos, sea cuál sea el método, es que durante inacabables segundos se dedican a escrutarte puntillosamente de la cabeza a los pies. La madre te escanea con sus ojos tu morfología y estará atenta al peor castigo del cuerpo, tu lengua. El padre, por su parte, te aprieta la mano con excesiva firmeza (acaso temiendo que esa misma mano haya inspeccionado ya las honduras corporales de su hija).

Ambos -con una gracilidad que disimula sus verdaderos propósitos- te someten a un cuestionario que en nada se diferencia de los vulgares interrogatorios de comisaría: nombre y apellidos completos, lugar de trabajo y residencia, estudios realizados, nombre y ocupación de los padres, gustos y afiliación política. Más que en una entrevista profesional, uno llega a sentirse como en un proceso de control de calidad, como si fueses un pedazo de res, un corte de cochino o un embutido que solo recibirá su sello de garantía si cumple con los mínimos estándares de higiene.

A ese perfil responden los papás duros, celosos, a menudo militares, que sienten que el enamorado de sus hijas, antes que un hijo más, es un enemigo en potencia. Si vieron a Robert de Niro en “Meet the Parents” saben a qué me refiero.

Sin embargo, otra será tu suerte si te topas con los otros clásicos ejemplares: Los Papá y Mamá Panas. Esos con los cuales hay una química inmediata y con los que, increíblemente, sobran las coincidencias: Con mamá puedes coincidir en el gusto por la cocina, la visión de la familia y el cómo debe ser una pareja. Con papá puedes coincidir en que los dos son hinchas del mismo equipo, eligen la misma cerveza cuando llegan a un restaurante, los dos son ligeramente comodones, machistas y no entienden por qué las mujeres se demoran tanto arreglándose en el baño. La política ya, hoy por hoy, debe ser asunto de coincidencia para los dos –procura que así sea, eh-

Así, a diferencia de los papás “ogros”, estos papás descubren en el enamorado al hijo que nunca tuvo y, por esa natural afinidad, puede llegar a convertirse en un involuntario obstáculo para su propia hija. No es rara la siguiente escena: tú y tu pareja o pretendida están saliendo rumbo al cine para una función que comenzará en media hora. Están claramente apurados. Pero justo en el instante de despedirse, al papá –que no ha captado la urgencia del contratiempo- se le da por iniciar una conversación que promete debate. “Oye, ¿y viste el gol de Messí el otro día? El carajito es arrecho. ¿Quién te parece mejor, él o Maradona?” o a su mamá inquiríendote “¿Y ya has probado las empanadas de tal sitio? Dime si no son espectaculares”. Solo un destemplado grito de tu dama (“Ya pues, papáaaaa/mamáaaaaa, ¡vamos a llegar tarde por tu culpa!”) podrá desbaratar esa acalorada cháchara.

Muchos han caído en el cliché occidental de las etiquetas –sobretodo en el caso de la siempre vilipendiada “suegra”- pero, caballeros, por mi parte les digo que, sea cual sea los que les toquen, venérelos y enamórelos como a sus cómplices. Y con más razón: Amén de hacer de tu pareja o pretendida lo que es, de lo que te enamoraste; serán ellos primeros actores de esa película que pretendes emprender: los papás, las mamás, los hermanos y hermanas, los abuelos, los primos, los tíos, las mascotas. Todos son parte de esa escenografía que tienes o quieres para tu vida. Son, casi casi, como una Sagrada Familia paralela. Que espero disfruten o aprendan a disfrutar, y que nunca les llegue la Última Cena.

Por mi parte, debo admitirlo. No sé si el destino me brindará la oportunidad de conocer a los míos. Sólo dentro de mi me consuela la, quizá falaz, pero vanidosa y optimista intuición de que -a diferencia de su hija- ellos no encontrarán un mejor reemplazo para mí.

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