9.8.10

Libros de Infancia

Más que escribir –o intentarlo- me gusta leer. Y este fin de semana me encerré en casa dando tumbos en los viejos libros de mi improvisada biblioteca para revivir un poco las letras de mis tiempos infantiles –que, creo, aún siguen vigentes con ínfulas mocosas de alma enamorada-. Entre las páginas roídas de Twain, Poe y Saint Exupéry, recordé mis primeros contactos con las letras. Épocas en las que quería escribir un cuento, pero todavía no sabía qué decir.

En ese entonces Mark Twain era un monstruo enorme, un viejo loco que sabía mejor que ningún adulto con qué cosas fantasea un chico de doce años. Yo quería fingirme muerto para ver cuál era la reacción de mi familia. Mil veces había soñado con eso. O con ir a una isla desierta junto a un mejor amigo y fumar en pipa, y comer lo que se cayera de los árboles. Navegar en una balsa de madera con un negro loco. Encontrar un montón de plata robada y ser el héroe del pueblo. Conversar toda la noche de cosas graciosas o de temas de miedo con unos viejos barbudos recién llegados del mar. Odiar la escuela tanto como querer aprender todo de golpe, pero de otra forma. Y hasta quemar los libros del colegio.

La primera vez que un libro me puso la piel de gallina fue cuando llegué a la parte del monólogo final de Huck; era un párrafo largo que, de tanto releer, ya me sabía de memoria. Lo repetía mil veces a oscuras en mi cama, con el fanatismo de una oración cristiana. Aquélla fue quizá mi primera forma de religión:

Mira, Tom —yo ponía una voz que ahora no me acuerdo— no quiero saber nada con todo ese dinero... Así como están las cosas, todo me parece servido en bandeja, a la vida buena la tengo al alcance de la mano, y me resulta la mar de fastidioso no tener que preocuparme por nada. Además debo usar esos estúpidos zapatos, e ir a la iglesia los domingos, y la viuda no me deja silbar, ni fumarme mi pipa en paz, y para maldecir a gusto tengo que esconderme en el establo... Hagamos una cosa, Tom; quédate tú con la pasta, y me tiras unos duros cada vez que sople el viento..., que no vale nada, Tom, lo que no nos cueste un poco conseguir.

A los doce años yo no veía la hora de encontrarme con alguien que hablara así. Yo no sabía que eso no era una jerga gloriosa de libertad, sino la resaca de las malas traducciones al español. Pero en las conversaciones corrientes yo decía la mar, y también decía pasta, y de noche soñaba con el ruido del Mississippi, envidiando la suerte de los niños que tenían a la vuelta de su casa un río con tantas consonantes -La quebrada que estaba cerca de mi casa no tenía ni nombre-, y con tantos esclavos nocturnos escapando de los campos de algodón. Los míos eran de cujíes y de caña de azúcar.

Verne, en cambio, me parecía fastidioso. Creo que me gustaban más las historias en donde las personas debían ingeniárselas con poco para lograr felicidades breves: nada de artilugios ni de globos aerostáticos para dar la vuelta al mundo en tiempo récord; ésos eran medios mecánicos con fines pretensiosos. En las historias de mis libros debía haber personas normales que descubrieran la verdad casualmente, y que esa verdad los llevara a la consumación de la dicha. Porque en realidad, pensaba yo, “no vale nada, Tom, lo que no cueste un poco conseguir”. Pero tampoco valía mucho conseguir nada dramáticamente, sin un poco de buen humor y de azaroso desinterés.

Creo que por esa razón me decepcioné de Sherlock Holmes, otro de los libros de mi pre-púber época. No logré engancharme con ella –ni tampoco con su reciente versión postmoderna del cine, y que me perdonen si me lee alguna fan de Robert Downey Jr o del ex esposo de Madonna- pero, cuando llegué a la parte donde Sherlock y Watson debieron usar armas de fuego para resolver uno de sus casos, me parecieron, ambos, tan falsos como la segunda época de Tom y Jerry -cuando usaban moñito y eran amigos- ¿No era Sherlock el que decía que “el mejor arma que tiene un hombre es pensar cinco minutos más, allí donde los demás suponen que ya no hay nada que pensar”? Era triste ver usar un arma a alguien que dijo una frase tan trascendental. Ojalá todos pensáramos cinco minutos más. Me echaron a perder al personaje.

Fue por ese entonces que llegaron dos señores que cambiaron toda mi incipiente percepción de incipiente lector. Poe y Saint Exupéry. Con el primero, sus cuentos no tenían nada que ver con todo lo leído hasta entonces. Si en lo que había leído antes las historias empezaban directamente, incluso hasta con una raya de diálogo y un planteo lineal, Poe me descubría otra manera de envolverme: diciendo la verdad desde el principio, escribiendo cosas como “bueno, está bien, para empezar debo decir que estoy loco y que voy a matar a ese viejo sin ningún motivo”. Y en el segundo párrafo yo empezaba a darme cuenta que la locura no consistía en la levedad de escaparse de la casa por la noche con un mejor amigo y asustarse con los sonidos secretos de los animales sino, por ejemplo, emparedar a tu esposa en una columna del sótano y esperar a que llegue la policía a preguntarte cosas inquietantes.

O saber, de golpe, que muchas veces hay misterios que traspasan la lógica y que sólo se pueden explicar desde los parámetros de la insanía, del deliro y de la enajenación mental. Un loco te explica con su fría coherencia por qué comienza a sentir los latidos del corazón de un muerto, y uno no puede más que aceptar que un muerto, enterrado a dos metros bajo el parquet de la pieza de su verdugo, puede muy bien empezar a hacer saltar los postigos de las ventanas con su sola presencia. Muy bien podía ser.

Era imposible pero era probable, ¿o no me pasaba algo parecido cuando falsificaba la firma de mi mamá en el cuaderno de tareas?¿No se me pasaba por la cabeza que la profesora ya había llamado a casa por la mañana y que ya toda mi familia estaba enterada del fraude, y que nadie decía nada solamente para gozar un poco más con mi sufrimiento? ¿No se me atoraba la empanada en la garganta como si quisiera llorar por una cachetada que nadie me había dado todavía?

Por su parte, con Saint Exupéry me adentré en los cortes transversales del significado de la vida, de la amistad y del amor, que aún me cuestionan por estos días. Desde mi B612 particular, descubrí la imaginación en la caja del cordero, los problemas en los baobabs, las tareas en los volcanes, los celos en el globo, la amistad en el zorro y el amor en la rosa. ¡Ay, la rosa! Espléndida, magnífica, única en su planeta, la metáfora de la mujer amada, la que se ha quedado para siempre en el corazón. Bonita, de olor delicioso, perfecta con sus imperfecciones, pero frágil, a la que había que mimar, cuidar y estar siempre atento a ella. La imagen de la inexperiencia del pobre principito. Hoy te entiendo Principito, pues yo tengo mi rosa.

Luego vendrían el Neruda de “Emerge tu recuerdo de la noche en que estoy”; el Cortázar de los Cronopios y la Rayuela “del placer que juntos inventamos sea otro signo de la libertad” y el Benedetti de “Mi táctica es mirarte, aprender como sos, quererte como sos (…) esperando por fin que me necesites”. Pero eso ya es otra historia.

Creo que fueron esas lecturas infantiles las que me llevaron a querer escribir. Sólo espero ser como sus autores para atinar siempre en lo que te gusta y quieres leer. En ese propósito me seguiré desvelando en las noches, durante muchas noches; para contarte una historia, y después otra, arrancando las hojas en blanco del cuaderno y echando luz sobre mis sueños y mis miedos. Para que quieras leerme siempre.

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