8.4.10

Lo que no te dijo tu papá y tu mamá


Los papás influyen decisivamente en el primer concepto que tú te haces del amor. De hecho, ellos son la primera pareja de enamorados que conoces: el primer hombre y la primera mujer a los que ves besarse, sonreírse y tomarse de la mano. Desde la oblicua perspectiva de tu cuna –cuando solo eres un renacuajo mudo que se contenta con mirar e interpretar silenciosamente el mundo- intuyes que entre ese señor que diariamente te enchufa en la boca un tetero caliente y esa señora de pelo larguísimo que con tanta delicadeza te limpia los majaretes volteados que tienes por nalguitas, existe algo serio. No tienes la lucidez ni el raciocinio para saber de qué se trata, pero –entre Uaaa’s y Auuu’s– alcanzas a percibirlo.

Con los años, esa idea primigenia del amor se nutre de lo que ves en el colegio y lo que aprendes en la televisión. Hasta que llega la adolescencia, te cruzas con una niña preciosa, tiemblas y te sientes desorbitado. Para saber qué hacer recurres a la fuente: tus viejos. Un día, distraídamente, digamos en pleno almuerzo, intentando parecer poco interesado, como si en el fondo no te importara tanto, les preguntas cómo es que se conocieron. Lo que en verdad te interesa, es saber el método de seducción que utilizó tu papá para conquistar a tu mamá. Sin embargo, mientras tú estás a la expectativa de esa información crucial, ellos empiezan a elaborar el recuerdo, y se miran, se ríen, discuten graciosamente sobre quién conquistó a quien, canjean versiones, se transfiguran, se sienten jóvenes otra vez, renuevan su atracción y se empiezan a besar con ternura delante de ti. Tú arremetes como un árbitro de boxeo e interrumpes el beso. Quieres que ellos se concentren en la historia y te den el “lomito” del asunto, no quieres que se mimen sino que te hablen del secreto: cómo es que el amor floreció, qué eventos fue menester que acontecieran para que ellos estuvieran juntos.

Muy a tu pesar, ellos siguen sin ponerse de acuerdo, se vuelven a besar y al final –probablemente para que no los jodas más– salen del paso contándote una historia de almíbar; un cuento inverosímil que no te sirve de nada, en tu propósito de conquistar a la niña que no te para bolas.

Mis papás estuvieron casados casi 15 años hasta que la muerte del amor los separó ante el juzgado. Si mi papá estuviera vivo, él y mi mamá habrían cumplido el 18 agosto próximo 33 años de matrimonio. Para no entrar en detalles incómodos que pudieran herir susceptibilidades familiares, apenas diré que la de ellos fue una relación muy bonita que, en sus buenos tiempos y si me memoria infantil no me falla, logró imponerse a no pocas contrariedades.

Más allá de algunas riñas menores de índole doméstico, el recuerdo que tengo de mis papás es el de una pareja muy asentada en su virtud complementaria: él abogado con una educación muy culta y con una disciplina casi militar –ella estricta y sagaz; él algo dubitativo –ella decidida; él idealista – ella práctica; él amoroso – ella leal; él proveedor – ella hacendosa; él convertido en figura pública –ella adorable en su anonimato; él un cero a la izquierda en la cocina – ella ejecutora del pasticho más exquisito del que mi paladar tenga noticia.

Claro que también compartían otros rasgos menos memorables. Por ejemplo, su firmeza para no dejar impunes mis pequeños crímenes infantiles: mi papá me aplicaba unos trancazos de temer cuando traía las mismas malas notas de siempre, y mi vieja me zarandeaba por los aires pellizcándome las patillas sin compasión cuando estropeaba sus plantas en el jardín de la granja.

Creo que, además de un concepto primerizo del amor, uno también hereda de sus papás una determinada idea de los devenires de la adultez. Cuando cumples, digamos, 20 años y ya te toca pisar el terreno pantanoso de las grandes decisiones, surgen dos caminos: o quieres que tu vida adulta sea como la de tus papás, o quieres que sea todo lo contrario.

Si de vocaciones se trata, ¿en qué momento exacto te das cuenta de que quieres ser abogado o ingeniero, como tu viejo; o en qué momento te percatas de que prefieres ser artista, periodista, músico o chef, carreras que tu papá y tu mamá miran con no tan disimulado repudio?

Igual pasa con el matrimonio. Si es que has visto a tus papás cumplir 20, 40, 50 años de casados, y eres testigo de su envejecimiento armonioso, entonces lo más probable es que te provoque imitarlos. Pero también puede suceder al revés: creces oyéndolos pelear, gritándose, reprochándose tonterías, faltándose el respeto con triste familiaridad, separándose; y entonces concluyes que, si el matrimonio se trata de eso, jamás te gustaría estar dentro de él.

El problema es que, por lo general, los hijos idealizamos a los papás, y creemos que nuestra suerte (profesional y sentimental) será igual a la de ellos por el simple hecho de desearlo. Pocas veces uno se pregunta si realmente nació para ser, qué sé yo, abogado o economista, o si su esencia de verdad está hecha para la vida conyugal. Muchas veces la gente decide sus futuros por la única ilusión atávica de continuar ciertas tradiciones, sin tomar en cuenta que tal vez tu destino no tiene nada que ver con la historia de tus padres.

Confiando en esa superstición, por ejemplo, un día te casas y todo parece maravilloso. Tus papás babean de felicidad. Hasta pareciera que ellos están más felices que tú. Su alegría se parece mucho a la que mostraron el día en que te graduaste de la universidad. Evidentemente, la foto de tu boda, en donde sales con cara de hombre realizado, abrazando de tu flamante esposa frente al altar, será el souvenir más preciado de tu mamá, y cada vez que vayas a visitarla te toparás con esa fotografía en la mesa principal de la sala.

A los pocos años te das cuenta de que tu matrimonio es un fiasco, de que no eres feliz, de que tu esposa y tú no hacen otra cosa que lastimarse mutuamente. Sin embargo, estás tan empeñado en seguir el modelo de tus viejos que te obsesionas con el famoso cuento de que el matrimonio está minado de problemas que exigen cristianos sacrificios. Te convences de que todos los matrimonios son así y repites a tus amigos que solo estás atravesando una crisis.

Los papás nunca te cuentan la verdad cruda. Supongo que están en su derecho. Debe ser muy difícil ser papá. En su deseo de protegerte de cierta información oscura, a veces te tratan como a un niño enfermo. Como decía al inicio del post, les preguntas cómo se conocieron y te salen con una confitada fabula de amor, apta para todos, digna de ser transmitida por la televisión en horario familiar. Les preguntas cómo se portaban ellos con sus papás (tus abuelos) y seleccionan los hechos más convenientes (hasta que tus abuelos, claro, los desmienten en las reuniones familiares). Y cuando los interrogas acerca de las travesuras que cometían de chicos (muy parecidas a las travesuras por las que a ti te encierran y te someten a correazo limpio), pues ellos las relatan como si fueran épicas y pintorescas historias. Qué buena raza.

Ocurre un poco lo mismo con el asunto de la vida matrimonial. La mayoría de papás prefiere omitir temas delicados (pero reales) como el agotamiento de la pasión, el sexo adulto, la infidelidad, las mentiras, la mediocridad de la rutina, los engaños. Los papás se encierran en sus habitaciones para que los hijos no escuchen sus polémicas. O, en su defecto, esperan a que ellos se vayan al colegio o a la universidad para luego, en perfecta intimidad, mandarse al diablo. La excusa es que lo hacen para blindarte, para no hacerte pasar un rato amargo, pero al cabo de los años mucho de esa “protección” puede acabar siendo un lastre.

No recuerdo haber hablado nunca sobre sexo con mis papás. En ese terreno, tal vez por la enorme diferencia de años que nos distanciaba, mi papá siempre actuó con graciosa torpeza. La vez que más cerca estuvo de introducirme al tema fue cuando, una noche, entró a mi cuarto en puntillas de pie mientras yo dormía, abrió mi closet y escondió un condón en el interior de una de mis zapatillas. Al día siguiente, cuando me calcé la zapatilla intervenida y mi pie entró en contacto con un objeto pequeño y blandengue, lancé un alarido de pavor: creí que se trataba de una cucaracha enorme que se había escurrido hasta allí.

Ni mi papá ni yo mencionamos nunca ese episodio. Yo no tenía idea de cómo ese condón había ido a parar ahí, y por mucho tiempo ese fue uno de los hechos más absurdos y misteriosos de mi nerd adolescencia. Fue mi mamá la que, años después, cuando mi papá ya había muerto, me confesó la verdad detrás de la anécdota.

Si de niño preguntas qué es el sexo, tus papás se atarantan, carraspean, se turban, evitan la explicitud y se van por la tangente: te hablan de abejas, semillas, y de unas extrañas cigüeñas que, no se sabe bien por qué, vuelan desde París llevando un niño en una sábana que cargan con el pico. Cuando eres grande, tu curiosidad se va despejando poco a poco gracias a las narraciones de tus amigos del colegio, y ya no te provoca oír el rollo moderado que tus viejos quieran darte.

Siento que igual pasa con el asunto del amor y del matrimonio y del futuro. Todo te lo cuentan a medias. Su deseo de que tu vida no se vea envilecida, sus férreas ganas de que tu existencia sea mejor que la de ellos, los lleva a autocensurarse, a mostrar las zonas menos ennegrecidas de la realidad.

Aún no sé si el casamiento sea uno de mis asuntos pendientes. Si lo fuera, “trataría” de ser un esposo tan paciente y cariñoso como fue mi viejo, y sin duda me “gustaría” que mi esposa se parezca a mi mamá (a veces las mamás son las novias que en el fondo buscamos). Pero lo pongo así, con verbos entre comillas, porque nada me garantiza que así vaya a ser: por muy imitables que mis papás hayan sido, yo tengo que vivir mi propia historia, con todo lo bueno o malo que eso signifique.

¿Y ustedes, pacientes lectores, qué han hecho con la historia que heredaron de sus papás? ¿Es tan maravillosa que les provoca repetirla, o es tan desastrosa que más bien quisieran cambiarla? ¿Les gustaría ser como ellos o todo lo contrario? ¿La vida está siendo como tus papás te prometieron que sería? Comenten sin pudores: lo más probables es que sus viejos no lean este blog.

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