2.7.10

Justificando

Ayer estuve limpiando un poco el desastre apocalíptico en que estaba convertido mi dormitorio –lo cual creo que me provocó una congestión y una pre-gripe que me ha adormecido todo el día, para más señas de cómo estaba ese cuarto-, y entre papeles y papeles encontré un cuadernillo de escritos varios que he ido llenando desde hace algunos meses. Sentado sobre la cama, recordé con una nostalgia vigente la motivación –aún latente- que me hacía llenar ese cuadernillo y, junto a esa nostalgia, se me vino a la mente mis primeros cuentos e intentos de poemas: Unos papeles mecanografiados doblados en cuatro partes, en unos cuadernos Moderno tapa dura donde mi mamá guardaba moldes viejos de “Punto y Ganchillo”; fotos de cuándo era niño y recibos de pago de negocios que ya no existen. Eran tiempos de inseguridad literaria, y yo quemaba mis papeles cada dos o tres meses. Si todavía queda alguno vivo, habrá sido porque mi madre los guardó en otro lugar y los salvó, sin querer, de mis fantasmas pirómanos.

Y recordaba lo torpe que era con la máquina de escribir Olivetti de mis padres –que por ciertos, eran unos artistas de la velocidad con esas teclas- y la cantidad de resmas de papel que terminaban convertidas en bolitas de papel crudo, casi sin usar, ya que era tan impreciso que podía equivocarme en la primera línea. Recordaba también los motivos y lugares por los cuales escribía: algún amor infantil cazado en el patio del colegio y donde ojos ajenos leían algo mío por primera vez, y el jardín de la casa quinta donde corregía eso mismo que había escrito a lápiz. Y en ese divagar entendí algo que me dejó boquiabierto: No, no era el argumento... Era más bien algo en la construcción artesanal del texto lo que me hacía pensar en mis primeras obsesiones.

Recordé, maravillado, un ejercicio increíble que por alguna razón ya estaba fuera de mi memoria: en mi juventud yo no podía permitirme que el margen derecho de la hoja quedara mocho. Al principio me pareció la obsesión de un imbécil joven (yo era casi tan estúpido como hoy, hace quince años; pero no me sentía tan orgulloso como ahora), pero mientras hojeaba el cuento descubrí que no, que aquella enfermedad no era tan inútil.

Mis reglas de entonces, al escribir a máquina, eran pocas pero inquebrantables: con espacios incluidos, cada línea debía tener cincuenta y ocho caracteres, tres la sangría de comienzo de párrafo, y treinta y cinco líneas en cada hoja. Sin que el argumento variase demasiado, yo debía encontrar palabras que cayeran con exactitud en la prisión de los cincuenta y ocho espacios. Para eso, a la mitad de un renglón ya debía saber cómo seguir, y encontrar sinónimos si el asunto se ponía imposible.

No se podía utilizar la salida del doble espacio, ni el truco de los tres puntos suspensivos donde la trama no los pedía. En cambio sí estaba permitido cortar la última palabra con el guión normal, y también con el guión bajo subrayando la última letra (eso se conseguía pulsando la tecla “6” en mayúscula). Tampoco estaba permitido tachar. Si había un error de tipeo, había que empezar de cero.

Para poner un ejemplo, yo le tenía fobia a esto:



Y, con mucha práctica, había logrado escribir de esta otra manera, sin perjudicar demasiado al texto:
Creo que la primera de mis obsesiones literarias fue aquella, la de justificar el texto desde el primer borrador. Esa manía quizá debió servirme, sin saberlo, para pensar mejor cada palabra antes de ponerla en el papel, y para abrir a cada rato el diccionario de sinónimos.

Con el tiempo logré tanta eficacia en este ritual que lo había automatizado por completo. Es decir: llegó un momento en que ya no tenía que pensar en eso: la cabeza trabajaba sola en el problema de las sílabas y los espacios, sin quitarme energía para la imaginación o el deseo de narrar. Llegó un momento, a finales de los noventa, en el que yo era capaz de escribir, a una velocidad increíble, textos con el margen derecho impoluto, sin darme casi cuenta.

Aquellos fueron tiempos en que las computadoras personales eran un rumor de progreso que no se podía confirmar, y tenían más que ver con ser millonario que con el año dos mil. Y seguramente yo hubiera seguido así toda la vida, esquivando el serrucho de la derecha, si no fuese porque entonces aparecieron las máquinas electrónicas, después las eléctricas (que ya justificaban el texto) y por fin las primeras computadoras a precios razonables, llamadas con cariño “dos-ocho-seis”.

El texto justificado fue la primera de una interminable seguidilla de rituales que todavía me persiguen cuando escribo, y que muchas veces son solamente excusas para disfrazar la escasez de voluntad o la falta de inspiración. De joven tenía más de la segunda; ahora casi únicamente de la primera.

La única obsesión que conservo desde las primeras épocas es el mono de escribir (No, no es un chimpancé, un mono deportivo o de piyama). Esta prenda —que no ha tenido más de cuatro o cinco versiones a lo largo de mi vida— es con lo único que puedo sentarme a la máquina, desde 1994 hasta la fecha. Debe ser uno de esos monos escolares azul bien anchotes. Debe tener el elástico roto, algunos agujeros de cenizas caídas y, esencialmente, más de cinco años de antigüedad para que me resulte cómodo y, sobre todo, amistoso.

Con la llegada de la tecnología las cosas no mejoraron mucho en mi cabeza, sólo cambiaron algunas mañosidades. Ahora necesito que el teclado de la máquina no sea demasiado celoso, por ejemplo, y que sea blanco, no esos teclados negros modernos, ni mucho menos ergonómicos o partidos en dos: asco. Que la tipografía del procesador tenga serif, en lo posible garamond o georgia, jamás helvética ni arial ni mucho menos courier. La mesa muy limpia para empezar a trabajar, pero no sólo la mesa del escritorio, sino también la mesa de comer, la que está a mi espalda. Escribir despeinado (si estoy peinado, me meto debajo del lavamanos para despeinarme a punta de agua), siempre descalzo, tener más cigarros de los que necesitaría un náufrago feliz. No escribir caído de la pea, sino con algunas copitas de vino encima. E, innegociable, que sea de noche.

Los actos comunes: Sonreír y prender un cigarro para releer lo escrito, cuando supera las tres o cuatro pantallas. Fumar en el balcón para pensar y ser objetivo. Dar vueltas alrededor de la mesa con las manos en los bolsillos. Silvio al fondo, en volumen bajo y en repeat. Revisar por dónde va la jarra de café para hacer más si hace falta (así esté tomando vino) Y más que nada, tener siempre un poco de frío, como si estuviese a la intemperie y hubiese un río no muy lejos.

Me resulta necesario sentir en algún momento de la noche una especie de excitación infantil que solamente me producía el ir a la quebrada cerca de la granjita donde crecí cuando era niño. Era maravilloso escaparse en las tardes, con una lata de leche condensada y, ya un poco más grandecito, media caja de cigarros de cigarros en el bolsillo secreto de la campera. Sin aún escribir, empecé a sentir la necesidad de tener rituales en esa época.

En fin, escribir sigue siendo hoy un acto ritual. Un acto con el que me gano la vida, perpetúo el tiempo y los sentimientos y honré y sigo honrando a los amores que siguen haciéndome soñar –así ya no estén cerca de nosotros-. Ahora, que ya no importa si las palabras están mochas a la derecha, ahora que han pasado tantos años, solamente escribo para sentir ese hormigueo de la infancia, y para justificar los márgenes de los textos, de los ríos y de los amores por los que he andado.

PD: Ahora que lo encontré, seguiré llenando ese cuadernillo

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