21.7.10

Delirium Tremens


Es ya de noche y no sé nada de ti. Me he mordido los dedos esperado que te manifiestes. Escribo para llamarte desde la lejanía, para evocarte porque mi casa está desierta, y no te has dignado siquiera a pronunciarte. Ni una llamada, ni un condenado mensaje de texto.

No sé si has leído lo que publiqué. No sé si logré sacarte una sonrisa, un sonrojo o si te has molestado por mi atrevimiento. Los silencios se deben leer, el entendimiento debe prevalecer; pero, fiel a mi inquieta terquedad, más es el ardor que mella. Quizá por eso esperaba que me siguieras el juego y mandaras una señal, aunque sea de humo, para poderte oír o leer

Déjame decirte, indiferente, que los últimos escritos han suscitado más expectativa (e hilaridad) de la que imaginé. Algunos pocos me preguntaron para quién era todo eso. Unos cuantos hasta se atrevieron a arengarme “suerte” o “me encanta”, hasta comentarios menos afectuosos como “idiota, que sandeces escribes” (seguro dicho por un malhumorado lector, en el elevado de la avenida de la poca comprensión).

Cae el ambiente taciturno y doy vueltas en la redoma del cerebro, a la cual desde hace tiempo no pasa la operación bacheo a tapar los huecos. No sé cómo matar el tiempo a la espera de saber de ti. No sé si refugiarme en el cine; o comer; o pintar, o si tomar un café mezclado con ron y fingir que leo un libro; o si meterme en puntas de pie a la Iglesia y echarme un par de veloces avemarías a ver si te manifiestas de una vez por todas.

Pasan los minutos e intento consolarme con el siguiente pensamiento: tal vez está planeando llamarme al borde de las 11 de la noche para darme una especie de lección; ha estado muy ocupada, tiene muchas cosas en la cabeza o quiere aplacarme. “Lo que pasa es que tuve un día muy movido, recién he podido respirar, fumarme un cigarro y tomar el teléfono. Que te he dicho, deja la tonta pensadera”. Me debo quedar tranquilo y dejar de abrir orificios.

Ya pasadas unas horas me doy cuenta de que ese pensamiento no me consuela lo suficiente. Cansado de que no ocurra nada, decido distraerme con el cine. Nada mejor que una película fresa para olvidarte de un quiste emocional. Escojo entre los DVD “Promesas Peligrosas”, del director David Cronenberg, pero igual tendré que pensar y en su lugar elijo “Locura de Amor”, una comedia gringa de hace bastante tiempo con Cameron Diaz junto con el novio de Demi Moore, cuyo nombre se me antoja impronunciable (sí, claro, podría buscarlo en Google, pero me da fatiga).

Acostado en la cama, me siento como un bicho raro haciendo una cola que está completamente formada por parejitas acarameladas. Al boletero imaginario también le debo parecer un tipo extraño, porque cuando le pido que me venda una entrada me mira con desconfianza y, como si no me hubiera escuchado claramente, me pregunta “¿una o dos?” Le recalco que solamente quiero una y me río por dentro, porque recuerdo de inmediato un pasaje de la película argentina “Nos sos vos, soy yo” donde pasa exactamente lo mismo.

Y avanza la película y pienso que en la vida hay momentos que son como clichés cinematográficos, momentos que nos procuran la boba ilusión de que el mundo es un inmenso estudio de filmación y que nosotros estamos atrapados en el rodaje de nuestras vivencias.

Si eso fuera cierto, si nuestra vida fuera una película que se filma a escondidas de nosotros mismos, solo nos quedaría confiar en que el guionista sea un tipo vanguardista y original, y no un llorón del carajo. Y también tendríamos que cruzar los dedos para que el sonidista elija como pista musical de nuestros días un soundtrack divertido y no una canción masoquista de Celine Dion.

La sala imaginaria –pequeña y muy oscura– es un campo de concentración amoroso. Alrededor de mí hay dúos de novios y esposos de todas las edades, pesos y tamaños. Están en todas las filas, muy apretujados, desparramados sobre sus asientos, compartiendo un mismo pote de cotufas. Yo, me arrayano a la almohada como para sentirme un poco acompañado en medio de aquel meloso espectáculo de besos, abrazos y cuchicheos. Me siento como el niño de la clase con el que nadie quiere hacer grupo y debe hacer el trabajo de equipo solo.

La película es una tontera pero me hace reír. Las parejas del auditorio se ríen juntas, mirándose los unos a los otros. Yo solo río con mi cigarro, a falta de cotufas y que, por momentos, cobra algo de vida y da la sensación de ser el tórax de una chica invisible, el fantasma de una mujer que no está (¿acaso tú?); en fin, una presencia femenina un poco arrugada.

Como ya se podía predecir desde el primer minuto, Cameron Diaz y el novio de Demi Moore terminan juntos a pesar de haber tenido un inicio conflictivo y poco prometedor. Yo –seducido por esta fijación de querer convertir la realidad en un éxito de taquilla– no tengo mejor ocurrencia que pensar que mi historia contigo podría correr la misma suerte o, inclusive, ser mucho más sexy e interesante, más mediterránea, más de cine europeo. ¿Por qué no? No seré ni el 10% de atractivo que un actor de semblante europeo, ni Caracas será París, pero podríamos hacer una humilde pero bien producida adaptación con sabor a sensualidad y éxito.

La cinta termina y todas las parejas desalojan la sala. Se les ve más enamoradas de lo que estaban cuando llegaron. Se han dejado persuadir por el azúcar y la melcocha que el filme ha segregado, y ahora creen la utopía de que son más felices que hace dos horas.

Pero no puedo criticarlos mucho, porque yo también me he dejado persuadir. A falta de ti abrazo la almohada y tomo el teléfono con toda la intensión de llamarte. Me asalta la optimista ilusión de que me digas algo que llene mi casa deshabitada. “Si tú no has querido llamarme, pues no importa, lo haré yo”. Pero no me atreví… y la casa siguió sola

Reclamando tu presencia, mencionando tu nombre…

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