18.7.10

Llevando (te) presente


Cuando verdaderamente extrañas, es complicado conciliar el sueño con facilidad. Veamos. Cuando extrañas porque ella toma distancia, sea justa o no, simplemente no duermes durante dos o tres días: la nostalgia, algo de rabia y el dolor –para qué negarlo- te devoran por dentro y te desvelan por fuera. Quedas en estado de sequedad orgánica y sonambulismo. Ojeroso, atraviesas las madrugadas, evocando escenas, deshojando teorías y probabilidades (a falta de margaritas) tratando de entender en qué momento ha pasado todo. (Porque las relaciones, como ya se sabe, nunca se quiebran cuando se produce la distancia, sino mucho antes: la noche, la tarde o la mañana aquella en que intuiste que algo andaba mal, pero no te detuviste a conversar. Es en ese instante en que un inofensivo furúnculo empieza a convertirse en cáncer mortal. A la larga, el rompimiento es solo la manifestación epidérmica de algo no andaba bien).

Por otro lado, cuando eres tú el que propone distanciarse, te vas a la cama con la negra sensación de haber dañado a la otra persona. No es más triste, pero sí más agotador. Si llorar por la ausencia desgasta, ver que alguien llora por una decisión tuya desgasta el doble. En el ínterin, muchos flaquean y prefieren oxigenar artificialmente una relación agonizante cuyo final es irreversible. Es como querer resucitar a un muerto.

Pero, volviendo al tema que nos ocupa, el extrañar supone un desapego que puede ser traumático. Y es que cuando encuentras a un ser humano que te gusta, te eriza, te entretiene, te cuida, te complementa, te inspira, desarrollas de modo irracional un indómito sentido de la pertenencia. Y para que eso ocurra no tienen que transcurrir años de años: bastan unos cuantos meses para que ese sentimiento nazca, se reproduzca, crezca y se expanda. Sientes que la pareja es tuya, como tuyos son tus brazos, tuyo tu auto, tuya tu mascota, tuya tu alma, tuya tu almohada, tuyo tu riñón. Tanto te convences de esa posesión que también cedes tu individualidad para congraciarte y ser su propiedad sentimental.

Sin darse cuenta, los enamorados convierten el amor en un zapato ortopédico, una prótesis sin la cual no pueden caminar (o por lo menos eso les gusta creer). Por eso –o por lo menos es mi caso- el sentimiento de extrañar a alguien es similar a una amputación: siento que me están arrancando una vértebra, que me están extirpando las tripas, cuando simplemente ella está en un estado de ausencia, aunque sea parcial.

Pero, llevándolo a la objetiva profundidad, el hecho de extrañar implica una necesidad. Y es el signo de que esa otra persona deja o ha dejado huellas en ti, tan indelebles, tan sublimes y tan vivas que no se pueden borrar, o por lo menos no de un buen plumazo. Es un ardor, en ocasiones incendiario, en otras refrescante, pero que hace mella en ti y sigue presente.

En los últimos días he vivido algo de todo esto. Me odié cuando nos dimos un adiós involuntario, pero imperante. Me odié por no entender. Me odié por no poder comprender. Es una sensación de impotencia indescriptible que, poco a poco con la experiencia, aprendes a matizar. Pero no a borrar más cuando el deseo te arranca la piel y pone a volar tus sueños en el ocaso y el alba.

Ella es la chica que más me ha hecho llorar. Hasta antes de que mi vida se cruzara con la suya yo pregonaba esa frase que asegura que “los hombres no lloran” (otra antigua estupidez con inexplicable vigencia contemporánea). No me gustaba exteriorizar mi lado vulnerable. Pero con esta dama no pude hacerme el BraveHeart. La noche en que comprendí su lejanía sentí que alguien me clavaba el cuchillo de Rambo en el empeine.

Hasta ahora no puedo creer todo lo que chillé. Un bebé recién nacido hubiera parecido un monje tibetano al lado mío. Lloré lo que no había llorado nunca antes. Parecía una fuente de lágrimas. Si alguien me cargaba y me ponía en medio de una plaza, hubiera sido una perfecta catarata ornamental. Ahí, postrado voluntariamente en la cama, barritaba de desolación. Lo raro –lo tremendamente raro– es que algo dentro de mí disfrutaba de todo eso.

Por esos días llegó a mis manos un librito de cuentos de Alfredo Bryce Echenique. En lugar de tomar ansiolíticos que me ecualizaran el ánimo (o barbitúricos que me lo aniquilaran de un trancazo), me sumergí en la lectura de ese libro para ver si la Literatura hacía algo por mí (ya que yo no hago nada por ella). Y fue en esas páginas donde comencé a entender las razones por las cuales hay que recapitular los sentimientos. Y así me ha nacido reforestarlos, darles tareas de cariño, darles de beber, arroparlos en mi pecho, desnudarlos en el huerto y hacerlos crecer. Con paciencia, con convicción, con real entrega. El amar y ser feliz es una decisión propia. Y el solo hecho de dar a quien amas, te hace feliz. Y así lo estoy haciendo!

No podría asegurarle a quien se atreva a leer esto lectores del blog que esa sea la mejor técnica para no extrañar a alguien, o llevarlo todo con entereza… pero tampoco pongo en tela de juicio la eficacia del método.

Te extraño. Te llevo presente … y necesitaba escribir esto

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