13.7.10

Los cofres de la memoria viva


Creo que en alguno de los anteriores post confesaba que era asiduo, o adicto que es la acepción más correcta, a los rituales. De alguna manera, se puede decir que soy un conpleto y confeso "ritualista". Tengo métodos y mañas raras para hacer y representar todo: para las labores, los quehaceres, los sentimientos. Particularmente, en formas sincréticas y oníricas que podrían convertirme en un potencial candidato para los pocos sanatorios en mediano estado del país.

Hago esta introducción para confesar uno de estos rituales. Tengo en mi armario cajas con memorabilias de los momentos que más he atesorado en mi vida. De situaciones diferentes -viajes, conciertos, trabajos-, en estas cajas se pueden conseguir cualquier cosa: fotos, regalitos, chapas de refresco, pulseritas, medallas y botones, postales, billetes arrugados, cajas de cigarrillos con inscripciones memorables -o atemorizantes-, entradas a conciertos, cartas escritas temblorosamente en hojas de cuaderno, en fin. Ese arsenal de chucherías le ha dado a mi vida un respaldo escénico, un ambiente, un clima, un invisible papel colomural.

Inicialmente, esos receptáculos se abren teniendo la función de organizar los cachivaches, cual base de datos. Sin embargo, una vez que el momento termina, comienzo a desmontar esa pesada escenografía, iniciar la mudanza y descolgar cada diploma, retirar cada afiche y despintar cada graffiti, agrupándose con el resto. Así, la repisa superior del armario se ha vuelto un cementerio de la memoria, en la que reposan, encajonadas en pequeñas tumbas de cartón -cajas de zapatos, para ser exactos-, los residuos humeantes de momentos finiquitados.

Mucha gente prefiere deshacerse de todo lo que recuerde los momentos pasados, mucho más si han tenido finales desagradables. Si guardabas los materiales POP de la empresa y por mala suerte te despiden de ella, la acción común es mandar al primer cesto de la basura todo adminículo que tenga impreso el logo o nombre de la degenerada e infelíz organización. Otro ejemplo común es cuando de novio te cortan. Metes todo en una bolsa -preferiblemente negra, para darle un aire más necrófilo a la situación- y, resentidísimos, lo llevan hasta el bajante o container de basura más cercano a tu casa o, si eres más impúdico, a la puerta de la casa de la ex.

Esos arbitrarios delivery de recuerdos me parece un tanto cruel y revanchista. Si uno se pone a pensarlo, cada cosa representa un momento, una historia, un recuerdo...una identidad en la que uno, quiera o no en un futuro, seguirá siendo protagonista. Antes me costaba menos desprenderme de ciertas evidencias físicas, pero mi demencia ritualista ha hecho que atesore esos momentos.

No obstante, el recuerdo debe ser un acto democrático. Si uno en realidad no quiere quedarse con ninguna reliquia de nada, simplemente que las extermine y listo. Que rompa las fotos, que queme las cartas, que regale las baratijas. El chiste está en hacerlo con decisión, sin culpa ni anestesia. No como el novio idiota de la película Una propuesta indecente, que destroza con furia las fotos de Demi Moore luego de que ella lo ha abandonado para irse con Robert Redford, pero después, arrepentido, las recompone curándolas con cinta scotch.

Pero en mi caso, para los que somos afines, a conservar y confinar los cachivaches, el leiv motiv está en que, preferiblemente motivado por una inocente curiosidad matizada con fastidio, en un sábado de ocio o limpiando tu cuarto, te topas con esos cofres polvorientos y, en un acto entre nostálgico y masoquista, lo abres. Lo que debo advertir es que exhumar un ataúd siempre trae consecuencias: enseguida dejarás de limpiar y te sientas con las piernas cruzadas a ver fotos, leer cartas, a reírte (o llorar). Es como forzar una puerta que tu memoria ya había tapiado. O -si nos ponemos ultra metafóricos- es como volver a una isla y contemplar los restos de tu propio naufragio: los huesos, las calaveras, los remos quebrados. Muchos quizá pensarán que mi práctica tiene un tinte masoquista. En mi defensa argumento que no me gusta olvidar de donde se viene y por donde se ha pasado. Me gusta honrar lo bello y, si algún día la providencia me brinda descendencia, esos receptáculos de la memoria serán lo que muestre a ellos diciendo "que bien lo pasé", "aquí crecí" o "la amé o amo tanto".

Por eso no todos mis baúles tienen sentidos necrófilos. Muchos aún se siguen llenando de detalles, cartas, escritos y otras hierbas. Por estos días tengo dos que se han vuelto mis preferidos. Uno de cosas que en un futuro me recordarán las etapas de mi actual trabajo y otro, el más querido actualmente, son las cosas que voy guardando en honor a la dama que me gusta. Este último, por lo pronto no tiene muchas cosas tangibles, solo un cuaderno -que encontré hace poco- y que he estado llenando con muchísimo afán. Y cada vez que lo abro, sueño y anhelo que se llene, que se llene de detalles, de cosas, de monumentos, de memorabilia, y no para llevarlas al cementerio del armario, sino para constantemente abrirla y dar las gracias por los favores recibidos. Anoche, entre el frío y un fuerte malestar físico, volví a abrir el "cofre" y el cuaderno para seguir escribiendo. Y tengo la convicción de que, por mucho tiempo, se seguirá llenando.

Sí, soy un psicótico ritualista. Lo que quiero dejar claro es que, todo lo que quiero, tiene siempre en mí un lugar para acomodarlo.

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