25.7.10

La esquina de la mecedora


De pronto yo estaba en el hogar donde pasé la infancia; lo supo primero mi nariz. Los ojos se acostumbran tarde a la penumbra, pero mi olfato reconoció enseguida el olor inconfundible de la estela del incienso de sándalo. Siempre sabemos cuál es la fragancia del sitio donde crecimos; nadie acertaría a explicar de qué está compuesta, pero cada uno de nosotros es capaz de reconocer ese aroma entre miles. Y yo estaba ahora en mi casa, sentado exactamente en el sitio al que llamaba “La esquina de la mecedora”

La esquina de la mecedora siempre fue el epicentro de la casa. El lugar con el que todo el mundo tenía que ver y que tenía como gran protagonista a la vieja y rústica silla mecedora de madera y mimbre que allí se encontraba –hoy ya no está- y en donde más de uno dormitó cansancios y una que otra borrachera. Todo el mundo que llegaba a la casa iba, directa y afanosamente, a posarse en la vieja mecedora. Posteriormente se le hizo acompañar de un jarrón de esos tipo chino, una pequeña butaquita que servía de posapies y una cesta con libros, revistas y alguno que otro cuaderno, con lapiceros para rayar. Pero nada de las demás cosas importaba, la protagonista es la mecedora, y el lugar será siempre “la esquina de la mecedora”.

En todos los hogares hay recovecos y habitaciones que se bautizan sin conciencia, y que luego se nombran para siempre de una forma estrafalaria. Y uno crece con la certidumbre de que esos apodos son estándares. Sólo las visitas reconocen el fallo: “Deja el morral allí, en la esquina de la mecedora” le decía yo a mis amigos cuando estaban de visita. “¿A dónde?” “Allí, en la esquina de la mecedora” y señalaba aquel sitio, con jarrones modernos llenos de flores, un bar laqueado y un juego de sala. Los niños que habitan las casas no tienen la menor idea de que algunas oraciones —"rincón de la mecedora" era la mía— no significan nada para el huésped ocasional, que sólo tienen sentido para los moradores, y a veces sólo para los moradores más antiguos.

Una tarde, cuando éramos todavía compañeros de primaria, uno de mis amigos más asiduos me preguntó por qué le decía “el rincón de la mecedora” a ese espacio que ahora tenía de todo, menos mecedora y entonces, sólo entonces y no antes, descubrí que no tenía el menor sentido llamar así a ese lugar. Salvo decirle que allí había una mecedora, no supe qué más responderle.

En otras casas, en las ajenas, también había sitios bautizados por sus dueños de un modo extraño, lugares que los habitantes llamaban de forma especial sin darse cuenta, como por ejemplo "el galpón de los juguetes", que era la habitación de un amigo, en donde no había juguetes sino libros y cacharros; o "la cocina vieja" de una compañera de clase en mi niñez, que era un lavadero sucio detrás de un jardín.

Los espacios guardan, también en su nombre, el recuerdo de lo que fueron, por eso ahora, que de repente he aparecido en la que fue mi casa de la infancia, podía oler la frescura de la esquina de la mecedora aún sin verla, y recordé largas tardes leyendo, escribiendo o dibujando entre esas paredes, rasgando la vieja guitarra de la casa o escuchando música de casette en un viejo reproductor.

En esa época mis ojos se habituaron a la falta de luz. Y andaba por las noches deambulando por la casa a oscuras. Y así volví a hacerlo esta vez. En aquella época, frente a mi habitación, estaba la habitación de mis padres, siempre con la puerta entreabierta y donde escuchaba el murmullo de una conversación. Ya era pasada la medianoche y estaban a punto de acostarse. Siempre tardaban muy poco en comenzar a roncar. Mi padre roncaba igual que una Vespa con la bujía enchumbada, y mi madre con un silbido musical. Los dos juntos, sincopados, se oían como un motociclista al que no le importa haber quedado en mitad del camino. Recordaba con gracia infantil esa escena y me detuve en ese punto a recordar cómo me ponía a escucharlos.

Así, caminé por el pasillo, donde estaba la cocina y llegué a la sala, volteando la mirada hacia "la esquina de la mecedora", reconociendo el tecleo apagado de una máquina de escribir. Supe sin sustos, ni sorpresa ni escándalo, sin asombro ninguno, que allí estaba yo mismo con catorce años, quizás quince, escribiendo mis primeros cuentos. Y pensé nuevamente en mi musa, en la dama que todos estos meses me ha traído de cabeza y que me ha hecho sudar sueños y sangrar líneas. Pensaba en cuánto me hubiese encantado que estuviese allí conmigo para presentarle al adolescente que escribía, lleno de esperanzas y de trabas, su primera historia de largo aliento. Que nos sentáramos los dos a ayudarlo con la estructura del relato, y también —lo confieso— poder narrar aquí esa charla completa, más para ella que para mí.

Caminé hacia ese lugar tanteando las paredes con las manos abiertas y los brazos extendidos, dando pasos temblorosos. Me reí solo, mientras sacaba del bolsillo un encendedor para darme un poco de luz y no parecer un ciego. Me senté en la esquina donde estaba la mecedora y me puse a pensar en todas las cosas que, ensimismado, allí hacía. En esos tiempos andaba curioso con las frases, y las escribía chiquititas, con lápiz de grafito, en los rodapiés. “Si amas algo, déjalo libre, si vuelve a ti es porque es tuyo, si no es porque nunca lo fue” era una de ellas. Hoy podría debatir sobre esa frase, quizá lo haga en otro post. También había esta otra: “Amor no es mirarse el uno al otro en los ojos, sino mirar los dos a la misma dirección” y otras cursilerías que hoy me hacen pensar de que los rodapiés de mi casa fueron mi primer blog de sinsentidos. Sí, el común seguro me preguntaría por qué hacía semejantes ridiculeces y no me concentré en empapelar mi cuarto con peloteros o futbolistas como cualquier niño de esa edad.

Regresaron entonces, urgentes, mis deseos de encontrarme nuevamente con el Yo adolescente, el gordito pánfilo que se la pasaba con la máquina de escribir y agarrarlo de la camiseta de entonces con mis puños cerrados de ahora. Le habría dicho que no fuera tan estúpido, que empezara de una vez por todas a hacer escritura útil en lugar de usarla como bandera personal, que escribiera menos y no cada puta noche como si de eso dependiera la salvación del mundo, de su mundo.

Pero no pude hacerlo. Lo comprendí porque esa era su terapia, su aliciente, su forma de comunicarse y de rendir tributo a aquellas cosas y seres especiales que lo hacían volar. Y al querer pedirle disculpas, sólo vi mi reflejo proyectado en la pared como sombra.

Prendí la luz y brinde por todo eso, le di las gracias… y le seguí pensando en la esquina de la mecedora.

No hay comentarios:

Publicar un comentario